Esta casa nació para la misericordia, piensa Floreana. Primero acogió a las de mala vida, hoy a las tristes; siempre mujeres en busca de reparación. A Ofelia le habría gustado.

2

Las olas del mar de Chiloé se convierten, al amanecer, en la espuma de todas las olas, en las olas de todos los mares. Y Floreana nunca lo habría sabido -como dice la canción- si a la noche no se le hubiera pasado la mano. Sube la colina ataviada de una intensidad que no logra atenuar: es Flavián quien cautela sus pasos.

– Los grillos cantan de noche, por eso distingo que aún no amanece -había advertido él.

Hasta que enmudecieron los grillos. Ninguno de los dos oyó ese silencio, y salieron del pueblo creyendo que el amanecer no era.

– Escribo sencillamente porque no puedo soportar la realidad. Y tú historias los siglos pasados por la misma razón, no me cabe duda -fue la bienvenida que le dio «el Impertinente», como llama Flavián a su sobrino mayor recién llegado al pueblo.

– ¿Toda tu escritura se reduce a un problema afectivo? -le preguntaría más tarde Floreana.

– No lo había pensado… pero, puesto de ese modo, pareciera que sí.

– ¿Por qué no escribes una novela de amor?

– Por los lugares comunes. El amor y los lugares comunes, tú sabes, corren peligro de convertirse en sinónimos.

– ¡Una historia de amor es siempre una historia de lugares comunes! ¡Relájate, aquí no se salva nadie!

– Lo admito, lo admito. Pero hay una segunda razón.

– ¿Cuál?

– Que duele -el rictus torcido de sus labios se acentuó, como desdeñando algún recuerdo.

Este escritor en ciernes fue la razón por la que Floreana llegó a casa de Flavián, lugar que no habría pisado ni en su más loca fantasía.

Después de Puqueldón, solamente un par de encuentros en el pueblo, casuales, fortuitos. La mirada del médico, cada vez, había seguido la misma secuencia: posarse sobre ella como si en esa fijeza se precipitara la emoción de un momento perdido, él la reconociera y, a punto ya de legitimarla, vacilara, retirándola del primer plano de su conciencia para establecer la distancia. Hasta que sus ojos se tornaran comunes, sin conexiones secretas.

El reconocimiento, la vacilación y, al fin, la retirada convierten a Floreana en un receptáculo pasivo.

– En este pequeño espacio au bout du monde encuentro siempre tres de los cuatro elementos indispensables para mí: el alcohol, la música y los libros. El primer elemento es, modestamente, el contacto físico. Cuando no lo tengo, lo reemplazo con el sol. ¡Y aquí sólo hay lluvia! Así las cosas, ¿cómo iba a privarme de conocerte? Es, al menos, un sano substituto…

– ¡Qué logro fantástico para ti obtener el respeto de este hombre! -le comenta Flavián, risueño, mientras parte un limón en rodajas para completar el vodka-tónica-. Llegando, hurgueteó todos mis libros; encontró el tuyo en mi velador, porque lo estoy leyendo, ¿sabías?, y me dio una clase magistral sobre tu obra. ¿Quién se iba a imaginar que mi sobrino era un devoto de Floreana Fabres? Le conté que estabas aquí en el Albergue y desde ese momento no me dio respiro: tenía que conocerte esta misma noche. Si yo no te mandaba el recado, iba a subir él en persona a invitarte, lo que va un poco contra las reglas, me imagino, ¿o no?

Imposible presumir vanidades inexistentes en Floreana: su desconcierto fue absoluto cuando Maruja llegó a la cabaña a las cinco de la tarde para informarle que estaba invitada a comer a casa del doctor porque había una visita que deseaba conocerla. Un admirador, le dijo Maruja con un guiño malicioso. Y Floreana no entendió; según ella, no tenía admiradores. De vez en cuando un alumno de historia se conmovía con un artículo suyo, o un viejo profesor recibía aire fresco gracias a una de sus investigaciones. Sólo eso. Por más que la realidad le demuestre lo contrario, Floreana no puede concebir su vida sino como una suma de obsesivas intrascendencias, diligentemente llevadas a cabo durante años y años, sin que a nadie afectaran, dañaran ni beneficiaran.

Luego de consultar a Elena sobre la posibilidad de ausentarse de la diaria comida colectiva, buscó en su escuálido vestuario algo que hiciera resaltar este día como diferente. No lo encontró. Bluyines, suéteres gruesos y un buzo gris eran todo su capital. Angelita acudió en su ayuda y sobre los bluyines y la acostumbrada camiseta le colocó una camisa de cuero amarillo, entre el color del trigo y el de la cáscara de un fruto veraniego.

– Es cabritilla -le dice pasando su mano fina por esa suavidad; luego la mira, evaluándola-. ¡Te queda estupendo, estupendo!

– Nunca como a ti -contesta Floreana sin asomo de queja. Cada vez que la ha visto sobre el cuerpo de Angelita, ha pensado en lo hermosa que es; ella, en cambio, nunca se ha mirado al espejo con mucho entusiasmo y ahora sencillamente se desconoce.

– ¡Basta, Floreana, déjate de huevadas! ¿Por qué no te miras? -Angelita le señala el espejo del baño-. ¡Mira esos ojos negros y ese pelo abundante! Tienen exactamente el mismo color. Tu gracilidad corporal va justamente en esa cosa larga y destartalada que tienes. El problema es que tú no le das ninguna importancia a ese aspecto, ninguna, y no te sacas partido. Pero créeme, sin proponértelo has inventado un estilo casual, suelto, muy de intelectual francesa, que puede resultar de lo más erótico. Sí, mujer, erótico.

Floreana la escucha con incredulidad.

– ¿Sabes? Le vamos a pedir a Maritza que te peine un poco. Tienes un pelo precioso, tan negro y tan grueso… Vamos, la ocasión lo amerita. Dice Elena que es primera vez que alguna de sus huéspedes recibe una invitación para comer fuera.

Angelita está más excitada que la propia Floreana. Da vueltas alrededor de su amiga, y florece en ella su profundo instinto mundano.

Toda disfrazada de futuro, parte a las ocho y media de la tarde hacia el pueblo, acompañada por el Curco. Nadie que no conozca el terreno piedra a piedra se atreve a caminar en semejante oscuridad. El policlínico esconde el hogar de su doctor, dos cipreses bien torneados vigilan una sencilla casa de alerce de un piso, muchas ventanas parecen sonreír porque están contentas… cómo no, si hacia la izquierda miran la pequeña caleta aledaña, cerrada en sí misma, casi escondida con sus embarcaciones, y a la derecha se halla el faro, al borde mismo del mar.

Un enorme ventanal hacia el agua infinita y el olor a cordero asado la reciben.

– He cocinado yo, en tu honor -la saluda Flavián.

– ¿Y quién cocina todos los días?

– Estrella, la hija del Payaso. Viene en las mañanas, me lava la ropa, hace el aseo y me deja la comida lista. Vuelvo cansado del hospital o de los pueblos y me faltan energías para ocuparme de la casa.

– Pero igual te ocupas bastante bien -Floreana examina la madera, los pocos muebles confortables, la salamandra con su calor y los estantes de libros que cubren las murallas.

– Ven, quiero mostrarte mi casa.

Floreana lo sigue. El ventanal de la sala, que ya la ha deslumbrado, se prolonga hacia el dormitorio vecino.

– Aquí duermo yo.

El mar está encima. A un paso. Una cama ancha cubierta por una tela negra de fondo con trabajos de patchwork coloridos -«es de Indonesia, me la trajo mi sobrino trotamundos»-, una radio, muchos libros y papeles, todo traza las huellas de esa vida que se desarrolla al interior. Una silla con ropa abandonada al azar, el olor… Floreana percibe allí la marca de una presencia consistente.

Un pequeño escritorio se arrima a la ventana.

– ¡Cómo trabajaría yo en un lugar así! ¡Sería feliz escribiendo mis fichas frente al mar!

– Por ahora el feliz soy yo. Cuando necesite un reemplazo, te aviso.

¡Qué amable!, piensa ella. Va a mirar el resto de los dormitorios, que son tres, y se asoma por fin a ambos cuartos de baño.

– El médico anterior debe haber tenido varios hijos -comenta.

– Nunca sobran las piezas -responde Flavián-. Entre mis hijos y mis sobrinos, y a veces algunos amigos, pasan ocupadas.

El escritorio arrimado al ventanal se queda en las retinas de Floreana. Vuelven a la sala. Allí todo es color café, como él: café tostado. La madera, su piel, el cuero de algunas encuadernaciones, la mesa, su pelo, sus ojos y las sillas. Detecta una pequeña nota de desorden, del tipo estrictamente varonil. Floreana lo distingue fácilmente del desorden de las mujeres. Su olfato le advierte algo que le provoca rechazo. Una sensación involuntaria, lo reconoce: es el aroma del tabaco negro. El aire limpio y azul de Ciudad del Cabo y otro aire, encerrado, de habitaciones de hotel, la atrapan.

Al centro espera una bandeja con vasos y diversas botellas. Unas aceitunas en un pote de greda la conmueven, no sabe por qué. Igual que Elena, pareciera que Flavián no pisara el suelo sino a través de las alfombras. Quizás se las ha regalado ella, ¿o las traerá él de Santiago? Los muebles no son los de una típica casa de Chiloé, no, él se trasladó con todo a estas latitudes, y un par de piezas finas le recuerdan los orígenes de los cuales le habló. Se las ha arreglado para tener un refugio definitivamente confortable.

Mientras cada detalle era captado por sus ojos (el equipo de música, un cuadro al óleo de pintura abstracta, un jarrón transparente y vacío -¿lo llenaría con flores en el verano?-, las líneas mostaza y rojas del tapiz del sofá), y calculaba a la rápida qué cantidad de libros contendrían esos estantes, apareció su admirador. Aparentaba unos veinticinco años y medía casi lo mismo que su tío. El pelo claro y revuelto, la expresión ceñuda, los pantalones estrechos y el vaso de licor en la mano la hicieron pensar en el David Hemmings de Blow-Up, algo torcido en los labios, algo impetuoso en su gestualidad, algo ligeramente desconfiable. Establece el aire de familia en el movimiento felino. Otro gato montes, pensó, y no pudo dejar de lamentar que Emilia no estuviese allí.

Las presentaciones sobraban.

– Nunca pensé llegar a conocerte personalmente. Esto es un honor para mí, Floreana Fabres. Además, te imaginaba más simple, físicamente hablando.

Sintiéndose una mentirosa con su pelo peinado y su cuerpo forrado en cabritilla, Floreana le pregunta la razón de su presencia en este pueblo perdido.

– Vacaciones espirituales -dice él, jugando a mirarla con intensidad-. Lo único que me equilibra, a veces, es abandonar por un tiempo esa corte de los vicios llamada «mundo civilizado», como diría Bioy Casares…