Su temor, Elena, y digámoslo claramente, siempre ha sido el no sentir pertenencia a ningún lugar. Cuando está en órbita es el único momento en que no lo percibe, y por eso bajar a la realidad la convierte en un náufrago que ha extraviado los puntos cardinales. Y entonces palpa la orfandad.

Su hijo José recuerda: un día habían salido de paseo y ella le compró un globo de gas. Jugaban alegremente por la calle cuando a él se le soltó. El globo partió cielo arriba, no había cómo detenerlo. No es que Floreana fuese una madre aprensiva, pero cuando vio los ojos de José, cuando advirtió en sus lágrimas y en el impotente gesto infantil esa pena tan honda, levantó los ojos al cielo y al atestiguar cómo el globo se elevaba cada vez más alto, más inalcanzable, más inasible, más perdido, experimentó una inexplicable identificación con el dolor de su hijo y no pudo moverse del punto que pisaban sus pies. Se quedó así, inmóvil, contemplando el globo cada vez más pequeño, hasta que desapareció.

Y en la infancia de la propia Floreana, esa tarde en que escribía una composición sobre la Revolución Francesa, fue traída de bruces al piso por su vecino Matías -sentía una gran debilidad por él-, quien la interrumpió para compartir con ella unos patines nuevos. Floreana dejó los cuadernos y se fue con él a la calle. Matías y sus patines, esa tarde, probaron ser la única acción tolerable lejos de sus libros, porque Matías y sus patines no le recordaron su soledad. Porque junto a Matías y los patines, ella se sentía parte de un algo que no la lastimaba.

Matías desapareció el día que su familia se cambió de casa. Todos en el futuro se mudaron, tarde o temprano, en algún momento. Nunca fue ella la que partió.

Cuando su cuerpo oscilaba entre el techo y el piso de su pequeña pieza de trabajo, José era un elemento que la sujetaba, pero un elemento involuntario. No despreciemos la maternidad de Floreana: aunque su casa no fuese espaciosa -nunca tuvo los medios para algo mejor que ese departamento de dos habitaciones en La Reina- y estuviera un poco desordenada, repleta de libros y papeles en vez de los hermosos muebles que tenía la casa de Dulce, y aunque sus idas al supermercado fuesen más bien esporádicas, para ella la maternidad era algo de la mayor importancia. José interrumpía su fantasía de ser el globo de gas que sube, inalcanzable, pero ella no lo había escogido para la tarea de hacerla bajar del azul inmenso. Hijo cuidado y amado, no era él, sin embargo, quien le daba la forma. No era ése su rol dentro de la pequeña familia, y Floreana tampoco habría encontrado justo que así fuera. Y no es raro que las ausencias del niño -las visitas a la casa de su papá- se constituyeran en los momentos más largos de su concentración, cuando nada la detenía: los momentos más difíciles de abandonar voluntariamente.

En casa de Floreana nunca hubo relojes.

Recuerda con nitidez un cuento de Sommerset Maugham que leyó en su adolescencia: un hombre mira diariamente en la muralla, con fijeza, un cuadro que lo obsesiona; empieza a subirse al cuadro y a meterse dentro de él por un rato todas las tardes, y le resulta cada vez menos placentero salir de allí. Aumenta su tiempo dentro del cuadro a medida que pasan los días. El cuento termina cuando el hombre sube al cuadro y resuelve no bajar más.

Y mientras yo dejo mis espaldas en el compromiso con el acontecer de mi país, soy testigo de esta mujer divagando por las calles como una enajenada, preguntándose una y otra vez, como una huérfana, cuáles son sus raíces, qué la ata, cuáles son sus Padres, cuál es su Lugar.

Más tarde, en un momento determinado de su vida, comprendió en palabras crudas lo que siempre le había sucedido: lo único que lograba romperle la distancia era, sin metáfora alguna, el sexo. A su vez, éste no dependía de ella, nunca era seguro. Entonces deseó una existencia entera sin la necesidad de romper esa distancia. Corta su larga y característica trenza negra, la que había colgado sobre su espalda desde la infancia: es su ofrenda a la Exigente Castidad. (Como en el proverbio alemán, la nueva vida sin las viejas trenzas.) Probablemente, lo asume como el fin de la juventud o de la libido; un fin impuesto. No fue natural, la trenza no cayó; fue cortada. No sabemos si queda un vacío mayor alojado en su cabeza. Sí sabemos que, de la noche a la mañana, pasa a ser una sobreviviente de sus penas, sospechas y resentimientos. Había abandonado los combates dando muestras de rigor, con una calma que, aun siendo falsa, significaba un nuevo orden para ella, y entonces una deseaba quererla por su pura tenacidad.

Pobrecita, hasta aturdirse debió sentir el abandono, el de todos los hombres que por ella pasaron, atravesándola a ciegas, minimizándola, usando su modestia emocional para volver luego triunfantes donde sus verdaderas dueñas, las eternas esposas.

Nunca más un hombre casado, nunca más. La anatomía, acallada ojalá para siempre. Su corazón, un desierto largo, pálido e inerte como un salar.

«Soy de la generación de la libertad», le dice un día a Emilia, pensativa: «A mi madre le tocaron los convencionalismos y la falta de anticonceptivos; a ti te tocó el sida. Yo me salvé. Y mira lo que he hecho con mi salvación.»

Desde que Floreana optó por la castidad, durante las ausencias de José crecía en ella la tentación de quedarse dentro del cuadro para siempre. Pero le peleaba a esa tentación, porque José volvería.

Es que ella sabía que para el encierro de la creación no las tenía todas a su favor. Se lo decía a Emilia (siempre Emilia su receptáculo): cuando seas una pintora de verdad, recuerda que la diferencia entre una mujer y un hombre frente a la producción creativa es la siguiente: siempre existe una mujer que cierra la puerta con llave para que el genio masculino se exprese; lo aísla del mundo, le resuelve todo para que se mantenga concentrado e inmaculado, lo desembaraza de la gente y de las odiosidades cotidianas y se hace cargo del exterior para que el interior esté iluminado sólo de sí mismo. A una mujer, Emilia, nadie le hace el favor de cerrarle una puerta. Si es madre, tampoco se la cerrará ella misma. Al primer grito del hijo, aunque éste tenga ya veinte años y viva en otro continente, abrirá la puerta, abandonará cualquier sublimidad de lo que esté creando y partirá hacia él. O sea, no es sólo no tener esposas lo que nos impide encerrarnos: es la maternidad. La maternidad y el aislamiento están irreparablemente reñidos. El cordón es lo prosaico, Emilia, por la ligazón que nos da con la vida misma; es lo que hace que al fin -al margen de la calidad, de lo bueno o lo malo- el producto artístico o intelectual de una mujer sea distinto. Como ves, no todo es negativo, no puedes negar que es interesante que los resultados indiquen una diferencia. ¡La diversidad es tan maravillosa como necesaria, Emilia! Nunca se te vaya a ocurrir que quisieras ser hombre porque pintar te sería más fácil.

Hasta Ciudad del Cabo, fue espartana de verdad, y de ello todos podemos dar fe. Su dedicación fue para su hijo y su trabajo, no cabe duda. Pero hoy me pregunto hasta qué punto estaría convencida… ¿O era una autoimposición?

Quisiera interrumpir para referirme a su trabajo, pues éste resulta crucial para comprender el extraño carácter de Floreana. Es mi hermana y no le permito a nadie hablar mal de ella: hacerlo es un derecho que me arrogo sólo yo, por ser probablemente la persona más cercana.

Por eso debo reconocerte, Elena, que me cansa mucho la distancia que existe entre la objetividad de quien Floreana es y la subjetividad con que ella se percibe. No hay cómo convencerla de que su trabajo es apreciado, de que pocas historiadoras de su edad han publicado con esa consistencia, de que ha hecho una estupenda carrera. Insiste en mirarse en menos, en desvalorizarse, creyendo que su quehacer es sólo de su incumbencia, que a nadie le importa, restándole significación hacia el exterior… y siendo en su interior casi lo único que bulle. Si se mira en un espejo, éste le devuelve una imagen sin luz, anónima, como un alma desdibujada que ni siquiera sugiere terrenalidad. Nosotros, en la familia, siempre hemos estado orgullosos de ella; el problema es que aunque ella lo sabe, no lo siente. Nunca lo ha sentido.

Te lo ilustro con una anécdota: concursó, junto a muchos otros historiadores, a un stage en un instituto muy prestigiado en Berlín, y lo ganó. Cuando la felicité (era de verdad difícil ser seleccionada), me explicó que el jurado no había sido transparente, que no era ella quien merecía ese premio. Me dio diez razones imaginadas de por qué debería haber ganado otra persona. Eso no es humildad, Elena, no te equivoques: es un simple y absoluto despilfarro de la autoestima. Una tenaz ceguera que a veces me saca de quicio, casi una sicopatía.

Floreana es una persona un tanto estrafalaria. ¿Es una erudita? No. Es una intelectual con pasión por lo que hace. Y siento la obligación de advertirte: la que conocerás no es la que esperarías luego de haber leído La guerra de Arauco y la formación de la frontera, o ese libro que a mí me gusta tanto, El imaginario mestizo: ritual y fiestas en el siglo XVII chileno.

En buenas cuentas, y para ahorrar racionalizaciones, te lo pongo en palabras de los Beatles; mi única duda es cuáles serán las más adecuadas, con cuáles se sentiría ella más identificada: Nowhere Man sitting in his Nowhere Land, o Eleonor Rigby con sus preguntas finales:

All the lonely people,

where do they all come from?

All the lonely people,

where do they all belong?

Ten paciencia, Elena, ya hemos llegado al final.

Avanza la enfermedad en Dulce, avanzan la eficiencia y la actividad en Isabella, avanza este nuevo esplendor en mí que me ayuda a vivir la pena… y me pregunto qué es lo que avanza en Floreana. Hay algo que no logro desentrañar. Da la impresión de estar poblada, como si perdurase en ella alguna obsesión, como si todo girara hacia el lado inverso de su necesidad.

A ver, observémosla un rato, en la probable imaginación. Ha terminado de trabajar, se levanta a la cocina; suena el teléfono y corre a atenderlo. Detengámonos ahí: Floreana escasamente oye la campanilla en tiempos normales, pero ahora corre. Levanta el auricular y cuando preguntan por José, en su respuesta se trasluce un resquemor. Se pasea por el pequeño departamento, ociosa como nunca ha sabido estarlo. Vuelve a la cocina, saca de la bandeja una botella de vodka. Gira buscando el agua tónica que no está en el refrigerador, como debiera. Al fin la encuentra en el estante, se sienta en la mesa de la cocina sin prender la luz; su mirada no tiene objetivo. El alcohol le entró, tocó el esófago y se deslizó por un túnel largo, el del descontrol. Toma el teléfono un poco temblorosa, sus manos dudan, lo suelta y vuelve a sentarse. ¿Trata de adecuarse a aspectos desacostumbrados de su personalidad? Pero nosotros, los que la conocemos, podemos suponer por qué derroteros se pasea su pobre autoestima.