(¡«Qué lástima que te tocó Capetown y no Tegucigalpa!», le digo muy seria. «O alguna otra ciudad con menos brillo, para que los recuerdos hubiesen sido más descoloridos, más amainables».)

Es todo lo que sabemos de lo vivido por Floreana en el continente africano. En cuanto a él, los únicos datos son que trabaja en la Universidad dirigiendo algún departamento humanista, que usa sólo camisas blancas y que fuma tabaco negro. Nada más.

Pero podemos suponer que en el avión, camino a casa, el señor de camisa blanca de la fila 24 nada tiene que ver con el torbellino emocional de la mujer de la fila 25. Al momento de pisar el suelo, el territorio santiaguino será el encargado de enderezarla, apisonarla como a la tierra dispersa y volverla a la realidad. Porque a él lo irán a esperar. No tendrá que hacer el esfuerzo de dejar Sudáfrica atrás; la camioneta con su esposa y alguno de sus hijos bastará.

Aparecerá la Bestia Negra de las Hipócritas Apariencias. Él ya no recordará el danzón.

En cambio, ella sabe que la excitación sexual mueve montañas con la misma facilidad con que, una vez saciada, deja que las piedras caigan. No importa si en la caída te destruyen la cabeza. Para los hombres, tras arrasar como la lava, se finiquita o, siguiendo la imagen, se petrifica y acaba. Mientras, ese mismo deseo, cálido dentro del cuerpo femenino, se instala ahí como una semilla, en son de ir creciendo hasta transformarse en longing. Tibiamente, acunado en piel y corazón dentro de la mujer, este deseo -el mismo que compartió, que fue de a dos- comienza a prepararse solitario como un ave que empolla sus huevos, en un verdadero encantamiento añorante.

Por eso no puede romper su promesa. No puede ni debe, porque la invadiría la vulnerabilidad. Mejor secarse, mejor nada, mejor que esas manos no traspasen el algodón de su vestido. Sólo eso la salva. Al rendirse a esta evidencia, Floreana se duele. Si fuese menor, lloraría. El melodrama: las mujeres, el amor y el melodrama. Claro que desea llorar, pero no, no corresponde. Porque las manos en el algodón sólo le han descorrido un velo. Ella no quiere ver lo que está detrás.

La sincronía de nuestros sudores no fue azarosa. Te preguntarás, Elena, cómo pudo ocurrir que de un momento a otro dos mujeres grandes y serias perdieran los estribos de esta manera, cuando ambas no han hecho sino dar pruebas de su voluntad. No pensarás que de la noche a la mañana nos transformamos en unas colegialas, ¿verdad? No sé si todos -y aquí te incluyo- lo anotaron así en sus mentes, pero yo no albergo dudas sobre la razón por la que ambas nos destapamos después de tanto cierre. Fue Dulce. Fue sentir la muerte cerca lo que nos desmadró.

Dulce. Continúo con ella, debo narrar con un cierto orden, ¿verdad? Créeme que hasta ahora me he esforzado por mantenerlo.

Volvió de Houston directamente a su cama en la ciudad de Santiago. Perdió casi en su totalidad al animal que llevaba dentro, le borraron los ojos y le deslavaron la cara. Avanzaba en ella la Fatalidad Indisimulada. Volvimos todas a cerrar el círculo a su alrededor.

«A mí me sobran las energías», decía Dulce no hace más de un año, causando la más profunda de las envidias en sus hermanas, que clamábamos a los cielos por tan preciado don.

Floreana está sentada en el sillón frente a la cama de Dulce. Es media tarde, ella dormita y Floreana mira de reojo la pequeña mesa que ha instalado a los pies de la cama para continuar su trabajo mientras acompaña a la enferma, y siente que Tierra del Fuego pierde toda relevancia. El empeño analítico que ha puesto en su investigación se le antoja inútil, todo parece estar de más frente a este cuerpo que hace apenas un año se vanagloriaba de su energía. La mirada de Floreana recorre el dormitorio, en cada pequeño detalle la enfermedad grita su presencia. Escenas diversas se arremolinan; abandona sus fichas, es Dulce quien reclama toda su capacidad imaginativa.

¿Cómo, cuándo comenzó esta demencia? Se mueve en el sillón, imposible la quietud, trata de idear lo que Dulce sintió en aquel primer encuentro, cara a cara, con el descontrol de sus células.

Visita por vez primera aquel consultorio, un examen de rigor, una simple mamografía, se lo ha pedido su ginecólogo porque sí, cree Dulce, como se lo pide a todas. Conversa amablemente con la tecnóloga médica que efectúa el examen. Le toma los pechos con suavidad, no se siente humillada ante esa siniestra máquina que aprieta como si fuese a degollar sin piedad esos órganos sagrados. Dulce pregunta por el promedio de los resultados, por la proporción de casos de enfermedad; la otra mujer, mientras realiza conscientemente su trabajo, le cuenta cómo ha aumentado el cáncer a la mama en los últimos años. Le habla del famoso stress, y a Dulce le parece un lugar común.

(Más tarde nos comenta: es uno de los tantos precios que estamos pagando por estar en el mundo; cuando las mujeres nos quedábamos en la casa, el índice era mucho más bajo.)

Le piden que no se vista todavía, necesitan comprobar la nitidez de la radiografía. Ella espera, entregada. Vuelve la tecnóloga y dice que le harán una placa focalizada porque se ve algo poco claro: no se preocupe, es cortito. Regresa una vez más: una ecografía. Algo de ansiedad invade a Dulce, le escurre por la sangre, aunque se lo han dicho tal cual, suavemente. Se dirige a la otra sala, percibe la misma ansiedad en otras mujeres que allí esperan. Entonces comenzó.

Dos meses más tarde, voy yo al mismo consultorio, al mismo examen, pero sin placas focalizadas ni ecografías. Llego airada donde mis hermanas.

«¡Nos hemos convertido de la noche a la mañana en un grupo de alto riesgo! Era tan fácil antes, cuando me preguntaban por los antecedentes: ni mamá, ni abuela, ni tías con cáncer a la mama. Ahora nos jodimos. ¡Somos parte de las estadísticas!»

Dulce nos hizo la marca.

Floreana sigue recorriéndola. No puede evitar una sonrisa cuando sus divagaciones alcanzan, involuntarias, el día en que, aún casada, publicó su primer libro. La sorpresa de Dulce fue genuina al tomar un ejemplar en sus manos. En medio del gentío que asistía a la presentación, en un salón de la Universidad, le espeta a la autora: ¡cómo, firmaste con tu nombre de soltera! Floreana responde que ése es su único nombre, que ninguna mujer seria anexaría el apellido del marido. Dulce no lo entiende. Nada la hacía tan feliz como escribir Dulce Fabres de Avilés. Ese pequeño «de», seguido del apellido Avilés, la enorgullecía, la agrandaba, le daba un contorno.

Es el romanticismo, se dice Floreana. El condenado romanticismo es el culpable de todo este embrollo. No sabemos hasta qué punto Dulce estaba enamorada de su marido, o si era su fantasía de estar enamorada lo que la gobernaba. Pero, si fantasía fue, ¡qué tenaz!

Dulce necesitaba que el hombre -el suyo- fuera superior. Mirarlo para arriba, sólo líneas diagonales, nunca una horizontal. Durante los primeros años se aquietaba frente a las carencias culpándose a sí misma por ellas. Él es grande, debe haberse repetido, no puede necesitarme a mí como yo lo necesito a él; no puede esta pelea haber sido provocada por una mala intención de su parte. Aquí hay un malentendido, él está por sobre estas pequeñeces. Cuando las evidencias fueron demasiadas, tuvo que mirarlo a él y no a sí misma, y sufrió una crisis profunda. Lo inaudito es cómo se aliviaba cuando podía alejar de él la mirada sospechosa y dirigirla a su propia persona. En definitiva, él debía ser mejor que ella, bajo todo punto de vista.

Lo que sucede a su alrededor llama a Floreana a la confusión. No encuentra nada a mano en su mitología que la ayude a obtener respuestas coherentes. Nada que la fuerce a entender ese fenómeno loco e incomprensible: el amor.

Recuerda cuando Emilia (como fiel representante que es de la Generación Despiadada) le dijo: «Nosotras nacimos con la distancia en los genes, el escepticismo no nos sorprendió a mitad de camino, como a ustedes; a veces creo que, aun valorando todo lo que nos fue vedado, es mejor nacer desencantada que tener que asumirlo a medio camino porque no te quedó alternativa.»

Dulce abre los ojos, se pasa la mano por la cabeza; no puede evitar ese gesto recurrente, ése y el de tocarse el costado izquierdo, donde estuvo su pecho. Palpar los agujeros negros que se lo han llevado todo.

«¿Estás aquí?», le pregunta somnolienta a su hermana.

«He estado aquí toda la tarde», contesta Floreana, «¿cómo te sientes?»

La mueca de Dulce basta, pero ella responde.

«Se lo ofrezco a Dios.»

En su congoja, Floreana se pregunta si la rabia que hoy siente la abandonará algún día.

«¿Cómo puedes amar a un Dios tan malo, un Dios que trama destinos tan crueles?»

«No importa lo que trame, lo que importa es ser querida por Él», la voz de Dulce se ha tornado ligera, tan suave y ligera.

«¿Es ése todo el punto?»

«No. El punto es ser conocida por Él: singularizada. Es el único amor donde una cabe. La tragedia de los amores terrenales, Floreana, es que no pueden ser perfectos. Siempre queda en ellos una franja de insatisfacción. Sólo en el amor de Dios una puede saciarse.»

Y Dulce hizo algo que no había hecho: lloró.

( -Cuando los muertos lloran, es señal de que empiezan a recuperarse -dijo el cuervo con solemnidad.

– Lamento contradecir a mi famoso amigo y colega -dijo el búho -, pero yo creo que cuando los muertos lloran es porque no quieren morir.)

Aquí dejo a Dulce. Ya es tiempo de entrar de lleno en Floreana; después de todo, ella es el personaje.

Si perdió las proporciones en Ciudad del Cabo, es porque las tenía perdidas desde antes. Por favor, hablemos con el decoro de la verdad. Si de personaje vamos a hablar, enfrentémoslo de una vez: éste es uno jodido.

Floreana heredó el rigor de Daniel Fabres. Eran los únicos habitantes de la casa a los que había que golpearles la puerta a la hora de comida -nunca sentían la punzada del hambre-, avisarles de un llamado -nunca oían la campanilla del teléfono- o de la llegada de alguna visita. Porque al otro lado de sus puertas, absortos en la búsqueda del conocimiento, ambos levitaban ante sus mesas de trabajo, abandonando a los mortales, arrancados de raíz del ruido que hace la tierra aquí abajo.

Cuando golpeaban a su puerta, Floreana sentía un pequeño daño, miraba con miedo el mundo de las cosas reales. ¿Cómo había logrado irse tan lejos? Empezó a gestarse en ella, sin que lo percibiera, el temor de volver, porque se sentía demasiado sola cuando lo hacía, como si no hubiese estado en la soledad misma mientras volaba lejos de los demás.