Vuelvo al relato que nos atañe. Me tocó atender a una delegación del Parlamento sudafricano, y en el último momento una persona faltó para la comida que yo debía brindarles a los visitantes. Llamé a Floreana. Desganada, sólo por hacerme un favor, asistió. A su lado se sienta una diputada negra muy viva y muy linda. Luego de conversar -como correspondía- de política y de las equivalencias en ambos procesos democráticos, Floreana le hace preguntas personales. La negra, en su difícil inglés -hay once idiomas oficiales en Sudáfrica-, le cuenta que cría a tres hijos.

«¿Y el padre?»

«Estoy divorciada hace ocho años.»

«¿Y te da apoyo económico?»

«No.»

«¿No existen en tu país leyes que te protejan de eso?»

«Sí, las hay. Pero él las burla y ve a los niños una vez al año. No más.»

«¿No te has vuelto a casar?», Floreana va al grano.

«No hay muchos hombres disponibles…»

«Estarán los divorciados…»

«Se casan pronto, y con mujeres más jóvenes.»

Floreana se ríe:

«También entre ustedes hay un problema de desabastecimiento en el mercado, como aquí…»

La diputada le clava sus ojos negros.

«No es sólo eso, yo creo que es difícil ser pareja de mujeres tan ocupadas, públicas…»

«¿También allá les pasa lo mismo?», se sorprende Floreana.

«La verdad es que casi no he tenido pareja en estos ocho años, pues no hay con quién. Las mujeres económicamente autónomas y con vida propia estamos cada día más solas.»

Nunca pensó, al caminar hacia su casa esa noche, que las semejanzas entre ambos países llegarían a establecerse dentro de ella más allá de situaciones meramente políticas. Tampoco podía imaginar que una semana más tarde recibiría una llamada de la Embajada de Sudáfrica para cursarle una invitación a Ciudad del Cabo -su nombre había sido propuesto por la diputada de ojos brillantes-: participaría en una visita de un grupo de intelectuales, justamente para discutir y hacer un estudio comparativo entre las transiciones de ambos países.

La más sorprendida es la propia Floreana, que debe recurrir a toda una gimnasia intelectual para adaptarse al tema, tan ajeno… Terminó transformando a sus indios en «la cultura latinoamericana», insertándolos en las culturas híbridas más que en la transición.

Chile and South África: We are the south ofthe south, both countries, fue el paralelo que haría más tarde el Académico que dirigía la delegación chilena. Floreana sintió que era una síntesis perfecta.

The south ofthe south.

Cartagena es la palabra para mí, Capetown lo es para Floreana.

La Sinuosa Llama de la Sensualidad nos invadió.

A partir de entonces, cambió el aura en torno a mí. Ya no era solamente el carisma hacia las multitudes, como dicen mis hermanas; era también un carisma personal del que podía echar mano en privado, en mis asignaturas «no masivas».

«¡Se te soltaron las trenzas!», me comenta Isabella.

«¡Me estás censurando!», me sofoco yo.

«¡No! No es censura, es asombro.»

Porque has de saber, Elena, que hasta entonces toda relación con un hombre quedaba excluida para mí. Un día le oí a Emilia resumirlo con toda simplicidad: «Fernandina heredó la vocación política de su marido, que partió al exilio y nunca volvió; la única que se acuerda de él es ella, que lo espera envuelta en una completa ambigüedad, ya que si bien a veces se visitan y se escriben, no tienen ninguna intención de vivir en el mismo país. Digamos la verdad: es una farsa. Fernandina no tiene marido.»

Emilia es el retrato vivo del Actual Espíritu de los Tiempos.

Al principio, no solté prenda sobre mi viaje. La familia ya se había habituado a mi fanática fidelidad por un marido para ellos inexistente, a mi absoluta negación del sexo opuesto, a mi rara aspiración de pertenecer sólo a ese hombre a quien amaba tan de cuando en vez, autoinfligiéndome, a juicio de todos, una verdadera laceración. Hasta que Isabella me habló:

«Sea lo que sea lo que hayas vivido, intuyo que tuviste goce. Estás en una edad en que el goce es aún necesario. No te pido que me cuentes nada, sólo me gustaría recordarte que no todas las sensaciones son amoldadas por el pecado.»

Es el destino, me dije, una suerte de mecánica celestial. Relajé mis defensas y, aprisionada como estaba en el estallido, se lo conté todo a Floreana.

En rigor, Elena, esto no es parte del cuento que te incumbe, pero… ¿cómo dejarlo fuera, si eres mi amiga y si ésta es la nueva oportunidad de ensoñación de la que te hablé al empezar esta carta?

Luego de cerrar la paella con un buen tinto, salimos del restaurante La Escollera, el vicepresidente de mi partido y yo, y apoderándonos de las botellas de ron subimos los pocos escalones que nos separaban del bar que se erige sobre la muralla -dueñas de la noche y de la historia esas piedras, puestas allí por las manos españolas, manos conquistadoras, cinco siglos atrás-, donde una orquesta de rumba nos llamaba al aire libre. Sus gigantescos parlantes ofrecían al vecindario los sones de su música morena, invitando a caderas y pies a comenzar el movimiento bajo la brisa húmeda del Caribe y la ciudad vieja de Cartagena de Indias, con su Catedral, acoplándose a esa hora amurallada de antorchas en las almenas.

El y yo habíamos compartido el día en las Islas del Rosario. En la isla Grande nadamos atravesando la transparencia misma. Miré su pecho, una cubierta ondulada de negro; él retuvo mi imagen cuando comía el mango y me chorreaba y luego corría el jugo por mi vientre mientras chupaba la pulpa. Probamos la yuca y el arroz con coco. ¿Por qué es de color café?, pregunté, y por respuesta él me llevó a la boca una rebanada de plátano frito.

Fue entonces que, rebosantes de sol, llegamos a La Escollera.

Más tarde paseamos por la ciudad vieja. En la Calle de la Necesidad hay un balcón de madera, y bajo ese balcón el vicepresidente me besó. Toda Cartagena suda, todo suda en Cartagena: vasos, veredas, cuerpos, blancos y negros sudan, ¿por qué no Fernandina? Por fin llega la lluvia y nos limpia: estamos pegajosos de nosotros mismos, y por el costado de la ciudad amurallada, al lado del mar, nos encaminamos al hotel.

El poder es erótico, pensé mirando aquellos hombros cuadrados, hombros que parecen llevar parte del peso de un país, y llevarlo bien. Erótico, me debo haber repetido, dudosa ante el escenario más temido, ése horizontalmente creativo y ardiente donde es posible que se cuele la Incontenible Ambición y, a mitad del cigarrillo después del amor, él pida mi voto para afianzar su candidatura en el próximo congreso del partido.

Tranquilízate, no sucedió. Es que mis aprensiones se entrometían cual cucarachas en un piso húmedo.

Al día siguiente me arranco de la reunión, camino sola por los arcos de El Bodegón, tiembla y tiembla tu amiga Fernandina bajo los arcos en esa plaza larga. El último recurso que me queda es la cautela, pensé. Y no recurrí a ella.

Lo peor, Elena, lo peor fue comprobar que mi estricta fidelidad de estos años se había hecho trizas, y al romperla me daba cuenta de que no era por él que yo era fiel. No. Era por mí.

¿Cómo podía yo saberlo?, le pregunto desolada al retrato del marido ausente. Perdóname. Lo creí a pies juntillas, durante años. Tuve que vivir esto para descubrir algo tan doloroso: te inventé porque eras la única protección posible.

Bien, ya he regresado a mi ciudad natal y será el vicepresidente quien deba ocuparse de la Mentira de las Verdades de esta frágil diputada.

Volvamos a las sincronías.

Floreana camina con su hermetismo a cuestas, adusta y reconcentrada. ¿Qué sucedió con Floreana?

«También fue el sudor, Fernandina, fue esa mano palpando mi cuello mojado. Fue ese baile. Yo no debiera bailar nunca más. ¡Un mísero baile tiene la capacidad de convertirme en una puta!»

Siempre ha sido igual. Si Floreana representase a la Cenicienta, no habría tenido la voluntad de marcharse a medianoche. ¡Nadie encontraría su zapatilla de cristal abandonada en la premura por arrancar de los brazos del baile!

(Pero yo también sé cómo actúa la inteligencia del otro en mi hermana. Sé que cuando él empezó el discurso de apertura, en su buen inglés de sudamericano, y su primera frase fue aquello del sur, cayó sobre Floreana el rayo, estremeciéndola con la belleza de las palabras del Académico. No hubo un momento a partir de entonces en que pudiera su pulso desacelerarse. También sé que el día en que le tocó a ella leer su intervención, se la dirigió, irrevocable, a él, siendo su mayor preocupación la de estar a su altura. Cuando él la elogió calurosamente, ella, absoluta como siempre, ya se había enamorado. Y esto, Elena, en el estado en que se encontraba, debe haberle resultado no sólo inexplicable, sino del todo inexcusable. Y, valga la redundancia, intolerable.)

«Después de desgañitarnos con tanta percusión negra, la orquesta cambió la música. En honor a los latinoamericanos, nos dijeron, un danzón. Lento, lento el ritmo. Y no creas, Fernandina, que tanta abstinencia me ha hecho olvidar lo básico. Ese cuerpo temblaba. El Académico tan serio y seguro temblaba en el baile, sucumbió en ese baile. Yo cerré los ojos.»

Al abrirlos, no supo en qué lugar de la pista estaban. La intensidad era tal que al terminar el danzón se preguntó quién era ese hombre. Y quién era ella.

La orquesta demoraba en la pausa; ninguno de los dos pudo mirarse, a ninguno le salió la voz. A las cuatro de la madrugada él preguntó, ahogado entre el algodón de su vestido: ¿adonde nos vamos, a tu pieza o a la mía? Ella no respondió, lo hizo, casi sin voz, su cobardía: tú a la tuya, yo a la mía. Porque Floreana es como los buenos boxeadores, los que saben engañar y guardan la rabia (la emoción). Mostrarla abiertamente los derrota: en el boxeo los fuertes representan debilidad y los débiles demuestran una rotunda fortaleza.

Floreana, como yo, también había hecho una promesa.

Regresando, en el aeropuerto, Ciudad del Cabo se ha desvanecido. Y con ella la fuerza de Floreana. Es como si al tocar la losa se hubiese agotado. Porque con la negativa a cuestas -la más débil de las negativas- debieron seguir juntos después del danzón, calientes como estaban, por Ciudad del Cabo, con el resto de la delegación al día siguiente y al otro. Las casas victorianas y sus encajes de madera, la montaña de roca abrupta, categórica y tajante la Tablemountain ante las ventanas de sus dormitorios, el mar frío y enojado, el Waterfront con su colorido, sus mariscos y sus enormes estructuras metálicas, Clarke Street, el Bookshop donde compró una edición de Jane Austen del año 1903, el restaurante Afrika donde probaron la carne de avestruz, el recital de poesía negra que la hizo llorar en el teatro de la Universidad, luego el Cabo de Buena Esperanza, donde se juntan el índico y el Atlántico («quizás aquí termina la tierra», aventuró Floreana y los ojos del Académico sonrieron), el empinado roquerío en Cape Point recordando a Vasco da Gama y la antigua esperanza que efectivamente significó ir camino a las Indias: todo fue testigo de las oleadas feroces, locas como esa espuma que reúne a los océanos, penetrante como el viento de la puntilla. Así era lo que fluía entre el Académico -pulcro y casado- y la Historiadora -aterrada y soltera-.