– ¡Supongo que te fuiste y la dejaste sola con toda esa histeria! -lo interrumpe Floreana, que ha escuchado sin aliento.

– No. La golpeé. Ella parecía feliz de que por fin lo hiciera. Después se vistió con una perfecta sangre fría, tomó el auto y partió. Yo tenía ganas de pegarme un tiro. No tardó mucho en volver y me dijo que había dado aviso a la policía, que me había denunciado por maltrato físico, que había quedado fichado.

– ¡Mi pobre Flavián! ¿Cómo ayudarte a olvidar algo tan horrendo? -vuelve a acariciarle el pelo-. Tu mujer estaba loca o te odiaba mucho. ¿Qué le hiciste para que pudiese tratarte así?

– Algo que todos les hacen a todos: me había enamorado por fin de una mujer maravillosa y ella se había enterado.

Durante el trayecto de vuelta, ninguno habla. ¿Cuánto haría que él no ventilaba esa historia? A Floreana le parece pobre sacar a relucir sus heridas luego de lo que ha escuchado, y no sabe a qué expresión recurrir para el consuelo. Si te sirvió, le dijo él al montar, valió la pena contártelo. Por su postura delante de ella en el caballo, Floreana imagina que la cabalgata le ha devuelto la prestancia. Pero su corazón continúa pendiente de un hilo, delgado y frágil. Sólo la pena lo sujeta.

Evidentemente, llega tarde a la sesión colectiva en el comedor. Elena la mira pero no dice nada, y ella no logra atender a lo que las otras hablan. Sólo recuerda la historia de Flavián y sus palabras al despedirse: «A partir de hoy somos inevitablemente cómplices; tratemos de quedarnos en esa categoría, ya que no soy el mejor modelo de ser humano. Y me alivia que lo sepas.»

Lo dijo sonriendo con amargura.

6

Ahí está el sol: el forastero.

Sentadas en el porche de la cabaña después del almuerzo, le dan la bienvenida y lo aprovechan. Las distrae un matapiojos y su vuelo de ventilador ofuscado. Tintinean las cucharas en las tazas de café.

– Es verdad, hablo poco de mi madre -comenta Floreana-, pero es una gran mujer. Nos puso pocas cortapisas, las mínimas. Miren, mis amores, nos decía, la vida no es como yo quisiera que fuera, así es que tengo que prepararlas para esta vida, la real, que es una buena porquería. Me encantaría decirles que tienen los mismos derechos de los muchachos, pero si les enseño eso les va a ir mal: se lo van a creer y el día en que agarren a besos a uno porque ustedes tienen ganas, él las va a descalificar y las mirará en menos por encontrarlas disponibles, aunque él también haya sido criado por una mujer a quien este sistema deje perpleja, como a mí. Claro, ya de grandes… grandes-grandes quiero decir, podrán vengarse y hacer lo que quieran. ¡Pero en la adolescencia no!

– ¡Qué lujo de mamá, hasta cínica la hallo! -exclama Toña.

– La mía me ha controlado toda la vida -acota Angelita-, siempre ha sido una entrometida. Tanto así que en mi adolescencia yo mantenía dos diarios de vida: uno para ella y otro real. Ornamentaba de «confidencias» y de «secretos» el que dejaba a la vista, para que mi mamá se lo creyera.

– ¡Dios mío! -exclama Floreana riendo.

– ¿Cuál de los dos sería más entretenido? -pregunta Toña, burlona.

– Lo que es a la mía, sería incapaz de describirla. Escuchen esto: todos los días lunes y martes mis hijos se iban a casa de su padre, cuando estábamos recién separados. Y todos los martes llegaba mi madre a ver a sus nietos. La escena se repetía martes a martes. La empleada le servía un café y la acompañaba en el living mientras ella comentaba lo mala madre que era yo. Luego me decía por teléfono: nunca están los niños cuando voy a tu casa. Pero, mamá, le contestaba yo, los martes los niños se van con su papá y tú vienes siempre los martes. Pero cómo, yo creía que sólo martes por medio. No, mamá, te lo he explicado veinte veces. Y al martes siguiente volvía. Cuando entré en la peor de las crisis, mi mamá me dijo:

»Estás cansada.

»Sí, es que trabajo mucho.

»Te ves ajada.

»No es raro, con la vida que llevo. Después de todo, tengo que mantener a los niños…

»¿No te das cuenta de que, si te vieras más linda, todos tus problemas se resolverían?

»Un día me llama por teléfono: que se siente mal, que la vaya a ver. Yo estaba con una depresión que apenas podía levantarme de la cama; no era la persona más adecuada para consolar a nadie, la que necesitaba consuelo era yo. Pero igual fui.

»Creo que estoy en las últimas, me dice mi madre.

»No, mamá, no exageres. Estás un poco depre, eso es todo.

»Tengo un problema que resolver antes de morir.

»¿Cuál?

»No puedo dejar este mundo con una hija tan amargada.

«Como ven, lo hice mal. ¿Cómo fui tan tonta, cómo no me rebelé en la adolescencia, el único momento en que correspondía? Con mi hermana, en cambio, que es una loca adorable, tiene muy buena onda porque ella la hizo añicos en la juventud. Recuerdo cuando a los catorce años tomó una moneda y con su filo rayó toda la muralla de la fachada de la casa: ¡Vieja concha de su madre! Hoy son íntimas.»

Ésa es Olivia, alta, muy, muy flaca -puro hueso, como la Olivia de Popeye, le dice Toña-, y el pelo castaño con un corte masculino. Su cara es tirante y dura, seca, y su mandíbula parece estar a punto de ser reabsorbida. Cuando mastica, cada hueso confirma su presencia, dándole un cierto aire de codicia. Masca chicle sin parar, cosa que a Floreana la pone nerviosa. Olivia dice que es porque dejó de fumar. Le habría correspondido estar en la cabaña de las intelectuales, a juzgar por sus intereses. Es periodista y se ha especializado en cine, teatro, literatura, música. Desde que llegó, no se ha sacado su chaqueta de plástico acharolado, tan amarilla como la electricidad. Su acento delata una larga estadía en Argentina. («Inconmensurable Buenos Aires», murmura.) Su franqueza y su extraversión se encuentran con las de Toña y, en vez de chocar, se dan la mano.

– ¿Saben ustedes cómo llaman en Argentina a los moteles? ¡Albergues transitorios!

– ¿Usan la palabra albergue para eso? -pregunta Angelita, escandalizada.

– Bueno, con la cantidad de eyaculación precoz que existe en el continente, lo de transitorio sí que cobra sentido -señala Toña.

Es definitivamente más alegre que Constanza y mucho más descuidada con el orden del baño. Hay días en que no hace su cama y esto no le parece bien a Angelita, que vela por la pulcritud de la cabaña. Pero tras su vivacidad se esconde algo insondable.

Floreana la observa: es, sin duda alguna, una peso pesado.

– Yo no soy apta para encarnar a la mujer fetiche. No entro en esos cánones, ni física ni síquicamente -le ha confesado la noche anterior mientras se preparaba una tina caliente y la llenaba de espuma-. ¡Oh, Freud, el más machista de todos! ¡Pusiste el misterio por delante de la mujer porque no lo soportabas! Porque has de saber, Floreana, que si el labio, el muslo o cualquier otra cosa de la mujer no es fetiche, los hombres no tienen erección. Has leído a Freud, ¿verdad?

– Algo, pero no soy ninguna experta.

– ¿Sabes? Me encantaría tener un poco de lo que tienen las minas que cumplen bien su papel -continúa-. Las flores, las joyas… nunca un hombre me regala esas cosas… ¡Estoy cagada! -tantea la temperatura del agua con la mano-. De mí se enamoran puros desadaptados. Los normales, no. Me tienen miedo.

Me tienen miedo.

Me tienen miedo.

La repetición.

Floreana aspira esas palabras cuando su voluntad grita por vomitarlas. ¡No más!

No más, susurraron sus ojos entonces, cuando las montañas, en una escena cinemascope del Antiguo Testamento, la indujeron a creer que Dios o Yavé aparecería en cualquier momento. Los rayos del sol lo anunciaron en esa tierra sureña, la de la identidad propia, como le dio a Floreana por llamar a la Patagonia.

No más miedo, en esas soledades desérticas. ¡Qué color diverso tiene el abandono cuando es seco! La tierra se resquebraja, está a punto de partirse en dos, ¿qué capa de tristeza sostendrá estas sequedades?

No más miedo, susurraron sus ojos desde la Laguna Amarga con los flamencos -ellos color damasco, verde, verde la laguna-, viendo cómo se erguían majestuosas por detrás las dos torres, secas, de color café, cuidándolos a todos. El Almirante Nieto, nevado y real. Todos protegidos menos ella, sola en medio del paisaje bíblico porque un hombre tuvo miedo.

(Era después del amor, dentro de la cama en el Hotel Valdivia; ella le cuenta de Magallanes, no disimula la fascinación que le produce un lugar que contiene varios países dentro de él. Magallanes es la Patagonia, le dice, es otro país; luego le habla de Puerto Williams, ciudad final de Chile, la más austral, donde se ha entrevistado con una anciana, la última sobreviviente yagana: una sola de toda su raza. Le habla también de la sequía, cómo la naturaleza ha golpeado la zona, cómo los pastos se han secado antes de tiempo, y se detiene en la nieve, la peste blanca. El terremoto blanco, la llaman los fueguinos. El Académico hace un paralelo entre el Estrecho de Magallanes y Ciudad del Cabo, ambos envueltos en esperanza, Cape Point por el Cabo de la Buena Esperanza y aquí, en nuestra tierra, Magallanes por la Provincia de la Última Esperanza. También allá se juntan los océanos, the south of the south. Por eso, le dice ella, si estuviste allá conmigo debes también acompañarme aquí, he oído que en las Torres del Paine la esperanza es sagrada; yo tengo que volver allá dentro de poco, insiste, ¡ven conmigo! Él se lo prometió. Y no cumplió su promesa porque tuvo miedo.)

Ese miedo la obligó a navegar desacompañada por el lago Grey; los hielos que sobrepasaron a las cumbres, en el azul celeste de los ventisqueros, le dijeron que la montaña era sabia: deja ir aquello que no puede mantener. Allí los glaciares, los del lago, tenían formas de cristal tallado, y el corazón de Floreana constató que la naturaleza dotaba a cada uno de los suyos de esas líneas que a él le eran negadas: una página en blanco su corazón. Página abandonada con la misma irresponsabilidad de un escritor que habría debido imprimir en ella la emoción.

Creo que los ojos se copan, pensó Floreana concluyendo su vuelo, cerrando las alas para abandonar las Torres del Paine, adonde su cobarde insuficiencia nunca quiso ir sola. A partir de un cierto número de imágenes, los ojos ya no ven. No pueden seguir viendo.

Se anula la Patagonia, por excesiva, pero no se anula el irremediable miedo.