– Mira, yo no hablaría tan en pasado. Hay muchos huevones que todavía tiran así. Y más encima con la luz apagada y en completa mudez. ¿Saben qué hago yo? Finjo el orgasmo para que todo el asunto se diluya de una vez, lo más rápido posible…

– ¡Por favor! Me parece atroz fingir…

– ¡Pero si todas hemos fingido en algún momento! Lo patético es que cada hombre está convencido de que eso no le sucede a él. La cantidad de imbéciles que creen que todas han acabado con ellos es infinita.

– ¿Se acuerdan de esa escena del orgasmo fingido en Cuando Harry conoció a Sally? ¡Magistral! Esa película debiera ser obligatoria para el género masculino.

– Una amiga mía ha logrado acabar tan pocas veces en los últimos años, que lo anota cada vez, como un trofeo.

– Otra amiga mía anotaba en su libreta no los orgasmos, sino cada polvo. Como tiraba con dos, hacía un signo distinto para cada uno: un círculo al primero y una equis al segundo. ¡Su agenda parecía un tablero para jugar al gato!

– Pero si hay cada loca… Una amiga mía, encantadora pero un poquito histérica, no acababa nunca con la penetración… en diez años de matrimonio. Se resignó a que su sexualidad era así no más, y ya no consultó a siquiatras ni le puso más empeño. Una noche estaba leyendo a la Doris Lessing en algún complicado análisis sobre los tipos de orgasmo de las mujeres, y quedó furiosa consigo misma por su incapacidad. Al día siguiente se acostó con su marido, hizo el amor como siempre y de repente, sin saber cómo, acabó con el pene adentro. ¡Después de diez años! Ella divide hoy su vida en dos: antes de la Doris Lessing y después de…

– Bien tonta tu amiga, andar preocupándose por eso… Si el porcentaje de mujeres que acaban con el clítoris es mil veces más alto que el de las que acaban por la vagina.

– Sí, las estadísticas son sorprendentes. Pero todavía hay mujeres que se torturan por no acabar con la penetración. Quizás no hay suficiente información…

– Todo por culpa del boludo de Freud, que calificó la sexualidad clitoridiana como «sexualidad infantil». ¡Qué huevón más grande! ¡Lo que a mí me da rabia es que nadie nos lo haya advertido, y que nos hayamos sentido anormales por tanto tiempo!

– ¡Sigan hablando de sexo, no más! Al final, somos todas incapaces de separarlo del amor. ¡Díganme que no…!

– Por favor, no vamos a discutir eso de nuevo. Es como el negro que se agota de explicarles el racismo a los racistas.

– Pero no nos pasemos películas, tampoco; las mujeres somos incapaces de relacionarnos sexualmente con un hombre sin enamorarnos.

– ¡Mentira! De todos los hombres que he conocido en los últimos años, creo que sólo a dos no me los tiré el primer día… y no me he enamorado de ninguno.

– ¿Y cómo lo haces?

– Me encierro con ellos en una orgía, tres largos días de bacanal, de amor que nos sale hasta por las orejas, la pasión más desenfrenada. Y terminados esos tres días, no los veo nunca más. Se los traga la tierra.

– No lo encuentro muy edificante como experiencia, qué quieres que te diga.

– ¿No estaremos enfocando mal el problema? Para mí no se trata de sexo sino de compromiso afectivo. Todo esto de la liberación femenina ha revuelto un poco las relaciones de poder, y la reacción de los hombres ha sido optar por el descompromiso, que es la mejor forma de herirnos. Pero no nos confundamos, a ellos les importa un rábano todo eso, y a nosotras sí. El asunto es: ¿quién sigue ostentando el poder?

– ¡Ellos, ellos, ellos! ¡A veces creo que me voy a volver loca de pura soledad! ¡Nadie me llama! ¿Qué puedo hacer? Me voy a desquiciar en este desierto. No le importo a ningún hombre sobre el planeta, créanme, a ninguno. Cuando he logrado meterme con alguien, este alguien está invariablemente a punto de separarse… pero, obvio, a los tres meses decide que mejor no hacerlo.

– Lo que es yo, llevo un año sola, desde que me separé, y en todo este tiempo no he recibido ni una invitación de parte de un hombre. Ni una sola. ¡Un año!

– No me extraña, no eres la única. Pero los hombres no están muy seguros tampoco de cómo seducirnos. Yo diría que están en aprietos también. Sin ir más lejos, mi hermano menor no sabía cómo abordar a las mujeres. Un día decidió ir al supermercado a la «hora femenina», como la llama él, y me pidió prestado a mi hijo para que lo acompañara. En síntesis, ha empezado a arrendármelo porque descubrió que todas las mujeres, al verlo solo con su chiquillo, lo suponen separado. Se les incentiva el instinto maternal, protector… Mi hermano siempre sale de ahí con una conquista.

– En provincias les resulta más fácil. ¡Putas que es fácil en provincias! Me acuerdo de mi hermano, un verdadero macho cabrío. En la empresa le regalaron un maletín de tevinil, él juraba que era cuero y se lucía dando vueltas por la plaza. Anduvo siempre con el maletín, hueveando sin parar de aquí para allá, con minas distintas. El día que le robaron su famoso maletín, ¡se casó!

– Claro… el Rambo y su compadre decían siempre: seamos humildes, compadre, dejemos que nos elijan ellas, las mujeres. ¡Y ahí estábamos las tontas que los elegíamos! En los pueblos la conquista es fácil.

– A mí nadie me elige. Sin embargo, he estado pensando… resulta que para tener cualquier posición social, yo debiera casarme de nuevo. Sin marido, una se vuelve sospechosa en mil sentidos. De partida, para portarse mal.

– ¿Tú sabías que las solteras casi no tiran? Nadie quiere tirar con ellas.

– Eso sí que es cierto. Mi caso es una muestra. Yo por eso me puse mala. Yo era buena, les juro que lo era. Pero de repente empezó en mí este maldito hábito de calcular. Mi marido era un perfecto huevón. Decidí quedarme con él porque me protegía el hecho de estar casada. Me quedé con él puro para meterme con otros. Porque si no tienes pareja, estás jodida, ni uno se te acerca. El único problema es que a la larga la maldad empieza a notarse…

– Les propongo que no hablemos más de hombres, ni de sexo, ni de amor… Como que me angustié.

– Es que es nuestro talón de Aquiles. Es por ahí que nos cagan, porque no depende de nosotras. Nadie que nos oyera creería cuánto nos importan otras cosas: los hijos, el trabajo, las ganas de cambiar el mundo.

– Oye, no seamos duras con nosotras mismas. Si hablamos leseras y nos reímos es porque nos alegra la vida. Total, estamos todas aquí por las mismas razones. Es la cercanía entre nosotras veinte lo que nos lleva a hablar así. No me cabe duda de que cada una en su cabaña, a solas, está en otra.

– Lo único que tengo claro es que los hombres nos tienen convencidas de que ellos son un bien muy escaso.

– Lo que yo no tengo tan claro es que sean un bien…

– ¡Pobres hombres! Seamos comprensivas. No saben cómo readecuar su realidad a este fenómeno de las mujeres, porque, si lo piensan bien, es lo más profundo que ha pasado como revolución cultural en este siglo de mierda. Porque nosotras no somos como la economía social de mercado o los estados totalitarios; a nosotras no nos pueden cambiar, ni reemplazar, ni derribar. Nuestro proceso es irreversible, por eso somos la verdadera revolución.

Cuando iban saliendo del salón grande, Toña se acercó a caminar junto a Floreana hacia la cabaña. Tenía el ceño fruncido, el rostro ofuscado.

– ¿Sabes? He estado reflexionando… aquí todas hablan de «los hombres». Pero si nos remontamos a lo más primario de lo que significa la atracción, nos encontramos cara a cara con la necesidad. A tal yo lo necesito, por lo tanto me atrae; de ahí viene todo. Pero tal como están las cosas hoy día, yo no necesito a un hombre. Mis capacidades son las mismas que las suyas, lo que me lleva a no sentirme atraída por él. No me sirve. La atracción, entonces, se libera, tiene un valor en sí misma y ahora lo que te atrae es una persona, no importando su sexo.

– ¡Qué inteligente estás, Toña! En teoría tienes toda la razón. Lástima que yo siga necesitándolos.

Mareada por tantas voces, Floreana se retira a su habitación. Hoy sí que han trasnochado, todo porque Elena se fue a Puerto Montt y no vuelve hasta mañana. La conversación le ha devuelto muchas imágenes que el Albergue había ido lentamente alejando; por lo tanto, vuelve a sentirse el blanco donde los dardos calan, justo al centro.

La primera vez que hicieron el amor, el Académico y ella, fue muy breve. Cuando ella sueña con volar juntos, él ya se ha ido. La esperada ternura en el post-amor no aparece. Él está en su mundo, satisfecho, y la suspensión sexual de Floreana no lo altera… si es que nota que ha quedado suspendida. Pero ella decide no darse por vencida: un placer desdeñado por tan largos años no debe dejarse ir como un volantín por el aire. Deja pasar un tiempo prudente y sutilmente inicia nuevos acercamientos amorosos hacia ese cuerpo tendido, de ojos cerrados. Tienta a disolver su distancia conquistando con su boca ese pedazo donde se concentra su sangre, poco a poco, hasta que percibe el cambio de respiración, la fisura en el hermético silencio y, al fin, la hondura electrizada. Logró que todo el acto de amor recomenzara. Más tarde, ya desahogados, avanza su mano con suavidad hacia el miembro en reposo y le dice: él y yo vamos a ser amigos, al margen de ti; tenemos que bautizarlo y establecer de inmediato esta distinción. Él se ríe, complacido; no por nada el falo ha comandado la historia, no por nada. «Corazón de León» le pondremos, dice ella, como el rey. Convienen en que es un nombre adecuado. Pero Corazón de León no hará nada que incomode o altere a su dueño, especifica el Académico. Floreana amolda su mejilla sobre su pecho y, dócil, responde: entonces yo aspiro a que las ganas de su dueño coincidan con las de él. A partir de ese día, Corazón de León pasó a ser un personaje central en el amor y Floreana nunca le escatimó mimos ni cuidados.

Cuando él la hubo abandonado, entre las mil recapitulaciones que atormentaron la imaginación de Floreana, la vagina volvió a ser un hito y una pregunta: ¿por qué fue siempre invisible? No se la nombró nunca, fue tocada sólo de paso (casi instrumentalmente), no tuvo ningún protagonismo. Ni una identidad propia, como Corazón de León.

Su boca también fue avara.

9

– ¡No me digan! ¿Están cayendo lacónicamente en el sentimiento?

– ¡No seas profano! La entrega de pan es siempre sentimiento -contesta Flavián justificando su gesto, caricia leve, tan leve, una mano ligera sobre la cabeza de Floreana al recibirla; pero aun en su levedad ese gesto no pasó desapercibido a los ojos de su sobrino, habituado a su parquedad.