»A falta del Albergue, y de ti, me fui hace unos días a Olmué para estar radicalmente sola, para evitar todo estímulo, para sentir que nadie en el mundo me requería. Me senté frente al sol en una silla de lona, por fin ociosa y sin persona alguna a mi alrededor, todos los cerros arrojados a mi cara marcando mi imperturbable retiro. De repente siento la voz de un hombre a mis espaldas que llama: ¡Carmen! No hay respuesta. ¡Carmen!

»No, no soy yo. No me llamo así, no soy Carmen. Oh, qué maravilla, ¡no me llamo Carmen! Agradezco a los buenos oficios mi nombre. Esta vez soy yo: Constanza. Esta vez no debo responder, por una vez en la vida no debo responder; esta vez no me llamo Carmen.»

Floreana dobla la carta diciéndose que Constanza ama de verdad; por lo tanto, todo acto que ella hace es legítimo.

Tendida sobre la colcha blanca tejida a crochet, ha contemplado largamente el techo mientras piensa, por vez primera, en lo que significará volver a lo suyo. Santiago, la ciudad desvivida. Piensa en su cotidianidad, en los perros que le ladran sistemáticamente en las veredas -lo han hecho con ella desde que nació-, en los taxistas del paradero de la esquina con los que habla de fútbol y de política, en las eternas y calladas horas frente a su escritorio mientras los pájaros trinan en la ventana, en el vicepresidente del partido que impedirá sus conversaciones nocturnas por teléfono con Fernandina, en Isabella corriendo entre la chacra, la mina, su marido, la crianza de sus hijos y de sus sobrinos casi huérfanos. Piensa en lo que no quiere pensar: la ciudad sin Dulce. Y aunque es temporal, contraria a la acerada permanencia de todo lo demás, en su propia casa sin José.

La sacude un sobresalto potente como esas ráfagas de viento a las que se ha acostumbrado en la isla.

Mira los papeles acumulados en el cajón de su cómoda: la vida y la muerte del pueblo yagan la esperan. Observa el espesor de las fichas y da vuelta su cabeza. No hay energías. La mayor parte del peso de su maleta era esto. Trajo muy poca ropa, porque casi no tiene. No le fue concedido ese don de la mínima mundanidad. El peso de su maleta es el de su trabajo. ¿Cómo pensar en tres meses de su vida -a estas alturas- dedicados nada más que a sus emociones? El trabajo la desembarazaría de la culpa que siente ante el dinero familiar invertido en ella, aunque ese dinero le pertenezca. No, nadie la apremia; los plazos de la Fundación son amplios, no le han puesto fecha límite. Sin embargo, se siente comprometida a apurarse. Es un problema nada más que entre su súper yo y ella.

Los papeles no han sido tocados sino una vez -para leer una ficha- desde que pisara la colina del Albergue.

Se levanta de la cama, va al baño a tomar un vaso de agua. La cabaña está vacía. Sólo la pequeña ventana del baño le regala un ángulo de la luna, como a Heidi en la casa de su abuelo en la montaña, cuando dormía en ese altillo de paja con la luna encima de ella. De esa luna parcelada cuelga algo de su infancia.

Floreana se imagina llegando a la ciudad; al abrir la puerta de su departamento, entra a la primera casa que fue suya, la de sus padres. Vuelve a correr, adulta, por ese pasillo lleno de sorpresas. Son las luces de esas muchas ventanas que dialogan entre sí, que existen unas gracias a las otras, que se refractan y complementan. Se atraviesan los olores, ¿qué olor específico era? No puede definirlo, pudo ser el pasto fresco recién cortado, la leña, las comidas. Algo de albahaca y de cebolla. Algo de ají. Algo de pulpa, jugosas las carnes en la parrilla caliente, jugosos los melones y las sandías en el verano. Es su casa de toda la vida la que está ahí, la que no le pesa por haberla acarreado siempre en el inconsciente. Cocina y pasillos, luces y olores, ésa es su casa paterna. Floreana anhela volver a oler con esa misma propiedad, pues sólo entonces podría conectarse otra vez con lo atávico, porque nunca más tuvo algo tan de ella. (El país natal eres tú, le había dicho Pedro.) Y porque ahora, más que antes, las casas han llegado a tomar un lugar tan central, una importancia distinta -verdaderas cuevas, refugios- por lo retirado que cada uno vive del otro, de los otros. ¿Es que sus casas de adulta nunca reprodujeron el olor de un horno atildado, el sabor de las hierbas? ¿Y la textura en la luz que le regalaban los vitrales a la casa paterna? No, ¡no me lo digan, por favor, si fue la única que tuve! Si he sido incapaz de impregnar ningún otro espacio, prefiero no saberlo.

Con la melodía de la más pura nostalgia, vuelve a su dormitorio, abre el cajón de la cómoda y extrae las fichas de su investigación. Se sienta con la espalda muy recta en la silla frente al pequeño escritorio. Se frota nerviosa las manos, pidiendo callado auxilio.

«En sus miradas hay algo que no es venganza ni sumisión, sino más bien la queja amarga y contenida ante la cruel necesidad de ocultar ambas cosas a la vez. Es el valor trocado en desesperación por la certidumbre de que aquel sitio es el designado para guardar sus despojos, como los últimos de una raza expoliada.»

Levanta la mirada de sus fichas y a través de la ventana asoma un pedazo de isla.

Aquí en Chiloé, piensa Floreana, en su paz helada y su dura contienda con la tierra, se encuentra un trozo de Chile, casi ajeno a ese nombre y a lo que su bandera significa hoy, distante de ese pomposo despertar del subdesarrollo, esa prosperidad pagada de sí misma que a los isleños no los alcanza. Y si mi bandera ha de ser ésta, se dice ella, me siento más cercana a sus espacios de tierra sureña, pobre y desolada, que a aquéllos del norte donde tantas veces la exclusión me barre la cara, recordando mi espíritu un poco errático.

Edificar la cultura: Pedro parece burlarse de ella detrás de las cortinas. Floreana no desea malherir sus propios acuerdos, pero a pesar de Pedro son miles los Flavianes que rondan su dormitorio, los que invaden su órbita, los que le roban su cordura.

11

Caminaban todas hacia el pueblo y, mientras bajaban por la colina, una pincelada púrpura hizo que el cielo se pareciera a las hortensias. La luz desistía con la promesa de una venidera oscuridad donde poder recogerse. Los árboles y el paisaje parecían recién hechos… o así se lo dictó a Floreana su pupila. Su sombra, que no había cesado de serpentear al sol, se proyectaba ahora en la penumbra por delante de ella.

Él estaría allí: directo, desenfadado, quizás lejano, pero al fin y al cabo siempre él.

Agiliza el paso para alcanzar a Olivia, que se ha adelantado junto a Toña y Angelita. Detrás viene Elena, acompañada de Olguita, Aurora, Cherrie y Maritza. Rosario, Graciela y Patricia conforman un último grupo que ha esperado a Consuelo, atrasada como de costumbre.

– Con la edad, las curvas empiezan a desperfilarse -había comentado Patricia mirándose al espejo con gesto crítico, en el salón de la casa grande-. Descubres la papada en vez del mentón, las piernas ya no son piernas, se engrosan las muñecas… pasan a ser «muñecas de muñeca», como las de Cherrie.

– ¿Tanta autocrítica para una simple fiesta del pueblo? -pregunta, sospechosa, Graciela a sus espaldas-. ¿No tendrás alguna intención escondida?

– Escondida, nada. Le tengo echado el ojo al doctor ése desde que llegué, pero no me ha dado ni la hora. A ver si hoy consigo al menos bailar con él. ¿Cómo nos vendría un pequeño atraque, para empezar a hablar?

– No, yo estoy en otra, no quiero saber de atraques ni nada parecido…

– El invitado del doctor es mucho más atractivo que él. ¿Se lo han topado? ¿No lo han visto en el almacén o en la Telefónica?

– Sí, por favor, lo capté el mismo día que llegó. ¡Es estupendo! ¿Han visto la facha sexy que tiene?

– Lo que es yo, nada de profesionales dándoselas de caritativos con los isleños; a mí me gusta uno de los pescadores, un macho recio, muy fornido. ¡Ojalá venga hoy día!

– Ah, no, yo soy clasista, nada de pescadores. A mí me gusta el ingeniero de las pesqueras.

– ¡Supiera el cura las connotaciones que le estamos dando a su fiesta! Se le caería el poco pelo que le queda…

Una especie de mareo acomete a Floreana. Retiene el aliento al experimentar un descenso en su humor, un bajón que muy luego se convierte en temor, y asoma en ella la tentación de prohibirse para siempre toda expresión, ya que evitar el sentimiento, definitivamente, no está en sus manos. Mantiene su fisonomía imperturbable, consciente de estar al borde de volverse vacilantemente mentirosa.

Ya lo sintió la noche anterior, después de la comida, cuando Angelita lanzó en la cabaña lo que a su juicio era una pregunta crucial:

– ¿Qué nos vamos a poner mañana para la fiesta? Acuérdense, chiquillas, ésta no es sólo la fiesta del pueblo, también es nuestra despedida. La de Toña, la mía y la de varias otras. ¡Vamos a partir todas juntas!

– Elena, con justa razón, quiere matar varios pájaros de un tiro.

– Yo me voy a poner mi minifalda naranja, la de cotelé. Me hace juego con el pelo.

– Te vas a cagar de frío con una mini… -opina Olivia.

– ¿Quién se caga de frío bailando? -responde Toña-. Además, me queda regio…

– Sí, ¡se te ven unas piernas espléndidas, espléndidas! -exclama Angelita.

– En honor al cura, me voy a sacar la chaqueta amarilla. Pensándolo bien, es entretenido usar faldas, por una vez que sea. Traje una muy cortita, de ésas que usan las argentinas.

– ¿Y tú, Floreana, cómo te vas a vestir? -interrumpe Angelita-. Mi camisa de cabritilla te queda tan bien… pero ya te la pusiste para esa comida donde el doctor.

– Media huevada -interviene Toña-, ¿tú crees que los hombres se acuerdan?

– Me da lo mismo qué ropa usar… mañana veré.

– Che, ¡qué indiferencia! -la mira de reojo Olivia.

Al día siguiente, cuando se acerca la hora, la cabaña es un solo gran desorden: las toallas tiradas en cualquier parte, las blusas y los suéteres desparramados; los adminículos de belleza inundan los dos baños y la mesa del desayuno.

Toña se ha ofrecido como maquilladora oficial. Mientras le echa una base de polvos compactos a Olivia, suspira.

– Me parte el alma dejar el Albergue.

– No pienses en eso, concéntrate en esta noche.

– De acuerdo -interrumpe su trabajo y sonríe-. Parecemos cabras chicas. ¡Qué fantástica nuestra capacidad para engancharnos con cualquier lesera!

– ¡Una fiesta en el gimnasio del pueblo…! ¿Habríamos sospechado en Santiago que algo así nos iba a excitar tanto? -ahora la que suspira es Olivia.