– La gracia está en bailar. Yo no bailo desde que llegué aquí -especifica Toña.

– Lo que es yo, hace más de un año -informa Olivia.

– Y yo, desde Ciudad del Cabo -replica Floreana-. Vale decir, una eternidad.

– ¿Y si nadie nos saca a bailar? -se preocupa Angelita.

– Bailamos entre nosotras, eso es lo de menos -la seguridad de Toña impregna el aire.

Avanzan en tropel hacia el gimnasio. De lejos se escucha la música, un ritmo de merengue le saca ya los primeros pasos a Angelita que, alegre, grita «¡viva la parranda!» El estómago de Floreana se recoge. Flavián es amigo del cura, no puede faltar. Odia esta ansiedad adolescente, su vértigo anticipatorio.

Han transcurrido seis días desde ese domingo ventoso y no lo ha vuelto a ver; tampoco ha enviado él señal alguna. Sus citas con Pedro, en cambio, han sido diarias. Pedro se ha introducido en su existencia sin que ella alcanzase a advertir la relevancia que han llegado a adquirir esos encuentros. Transcurren lejos del policlínico, en total discreción. Floreana se arranca del Albergue después del almuerzo y llega en la tarde a la convivencia colectiva sin que nadie haya notado su ausencia. Se ha saltado varias horas de silencio y eso sí le genera culpa. Constanza la habría sorprendido, pero Constanza ya no está. Angelita y Toña han ido cerrando progresivamente un cerco en torno a sí mismas, involuntarias excluyentes, concentradas de tal modo la una en la otra que Floreana no cabe allí. Olivia no importa, es nueva, pasa poco en la cabaña, se ha identificado con las intelectuales más que con ellas y no parece atenta a la rutina de esos dos dormitorios.

Para justificarse, piensa que sus indisciplinas han sido válidas porque Pedro le transmite alegría: con él se siente alegre como alguna vez lo fue, ya no recuerda cuándo. ¡La alegría! Si algo caracteriza a las mujeres del Albergue, pese a los dolores con los cuales cada una llegó, es que todas son alegres; todas menos ella, cree Floreana. Las mujeres en general son alegres cuando conviven entre ellas, piensa, y tienen una enorme capacidad de reírse de sí mismas. ¿Por qué yo no?

Pedro es su alimento, Pedro es su juego, Pedro es su baile. Es, en una buena medida, su desafío. Pedro drena su asfixia. Con Pedro el tiempo interno se burla del externo, con él ríe, con él habla de lo recóndito. Pedro es su pleito. A él puede tocarlo. De hecho, lo hace cada día con más desenfado, y aunque sus manos no son catedrales, acarician de vuelta. Actúas por un mero mecanismo de reemplazo, le dice una de sus voces con severidad. No, responde la segunda voz, porque no llegarás a ninguna parte con Pedro. Es como tener un pedazo de Flavián, dice la primera, es tu puerta hacia Flavián. ¡Mentira! Floreana se enoja con sus voces: Flavián no tiene nada que ver con esto; ¡y no toquen a Pedro!, ¡él es suficiente en sí mismo y yo soy su amiga! ¿Has pensado en lo joven que es, Floreana, y además en que nunca harás el amor con él? Lo sabes, ¿verdad? ¿De qué te sirven sus manos, entonces, y ese pecho caliente? Al menos Flavián es un hombre.

¡Cállense!

Desde la puerta del gimnasio, observa en panorámica el paisaje de la fiesta. Al fondo de la amplia sala están las bebidas, sobre un largo mesón cubierto con un mantel plástico de cuadros azules y blancos; al lado, el sacristán vela por la radio gigante y por las cassettes, designado por el cura para hacerse cargo de la música. A cada costado de la sala, dos hileras de sillas se ordenan en fila, una al lado de la otra; son las sillas de la escuela. Allí están sentadas las mujeres del pueblo, todas endomingadas, siempre recatadas, con las piernas muy juntas, estirando y bajando constantemente los bordes de sus faldas. Los más viejos las acompañan. El resto de la concurrencia deambula en grupos o baila. Varios jóvenes se han concentrado, bulliciosos, al lado de las bebidas y toman cerveza, chicha de manzana o vino tinto, riendo entre ellos. El Curco y Maruja, que han llegado temprano a ayudar, sirven papas fritas y pequeños trozos de queso fresco. La imagen de Maruja la enternece: a pesar de tener manos de carbonera, hoy en la tarde se ha dado el tiempo para pintarse las uñas, extrayendo de su baño un modesto frasquito de esmalte rojo, un gesto que le sugiere a Floreana el inmenso esfuerzo que toda mujer hace, sea cual sea su situación, para no abandonar su cuerpo. El Payaso, rapado y aparentemente sano, baila con la señora Carmen, la del almacén, y Floreana se pregunta cuál será la famosa María que siempre se esconde en la bodega con el azúcar. El cura, como buen anfitrión, va de aquí para allá, pendiente de todos, hablándole a cada uno. El alcalde también se ha arrimado al mesón del fondo y desde allí conversa, muy serio con su vaso en la mano, con el carabinero del anillo con la piedra roja, con el presidente de la Junta de Vecinos… y con el médico del pueblo. Ya, por fin sus ojos dieron con él. Como todos los demás, se ha vestido con formalidad para la ocasión y a Floreana no le pasan inadvertidas su chaqueta azul y su corbata, ni lo estilizada que se ve su silueta. Pedro, en cambio, con sus estrechos bluyines y una casaca de cuero, más parecido que nunca a David Hemmings -«buenmozo, buenmozo», dijo Angelita-, está situado al costado izquierdo de la pista con un grupo de pescadores y aparentemente les cuenta algún chiste.

Nadie puede ignorar la llegada de las mujeres del Albergue, son tantas que en un instante cambian el panorama del gimnasio.

Cuando Pedro la divisa, deja a los pescadores y atraviesa la sala, avanza hacia ella y se apresura a abrazarla ante la absoluta sorpresa del resto de las mujeres, que sólo sabían que fue invitada a comer una noche por este admirador de sus libros.

– He convocado a los invencibles dioses de la lascivia y de la perversión, como dice un amigo mío, ¡para sobornarte los sentidos! -se lo susurra como si acabase de oír a las voces de Floreana peleando.

Floreana es incapaz de establecer en ese instante los motivos precisos de su goce, pero la risa que le devuelve a Pedro es una risa iluminada. Hasta que ve de pronto al alcalde caminando solo hacia Elena y, al escrutar la mirada de Flavián, percibe que ésta se cubre de una fina desidia, irradiando una distancia infranqueable. Nadie, ni siquiera Elena, se ha atrevido a acercársele. (¿Elena? ¿Tampoco Elena?)

Cuando el sacristán ve que todas ya se han incorporado, cambia la música y a todo volumen empieza un ritmo de cumbia que tienta a los invitados con El negro José. En un momento la pista se repleta. Pedro saca a Floreana a bailar, qué bien lo hace, mientras los jóvenes disuelven su grupo y también los pescadores, y se prueba que las aprensiones de Angelita eran infundadas: cada mujer del Albergue se ha hecho de una pareja para la cumbia y todas aprovechan para cantarla ruidosamente. Sólo el cura, el carabinero y Flavián se han quedado inmóviles al fondo del gimnasio, observando.

La fiesta se ha armado. Cuando Floreana siente las primeras gotas de sudor sobre su frente y su cuello, Ciudad del Cabo se hace presente: no olvida que el baile y su voluntad nunca van de acuerdo. Mientras los ritmos sean movidos, está salvada. Teme los brazos de Pedro, la sensualidad de Pedro, el cuerpo de Pedro, su pubis siempre abultado. No debe su vientre dislocarse…

Y sus temores se confirman: el ritmo cambia de improviso y una voz empalagosa entona las primeras notas de El rey. ¿Cuántas veces ha escuchado las increíbles palabras del mexicanísimo José Alfredo Jiménez, dejándose cautivar por ellas a pesar del rechazo intelectual que le causaban? Ante su estupor, ve a Flavián avanzando hacia ella. Sin preguntarle nada, la toma por la cintura y Floreana se deja llevar: el baile ha comenzado. Pulcro, medido, él da pasos exactos y mantiene la justa distancia física que dictan el buen gusto o la prudencia.

– No te he visto en estos días -dice él sin mirarla, su boca próxima al oído de Floreana.

– No.

Está sorprendida; lo ha controlado desde lejos y sabe que es primera vez que él pisa la pista. La ha elegido, según la lógica económica de Constanza, en un momento en que las opciones de inversión son vastas para él y la competencia muy alta para ella.

– Me has hecho falta. Parece que me estoy acostumbrando a ti.

– Al revés, yo trato de desacostumbrarme -le contesta espontáneamente Floreana.

– No necesitas hacerlo. ¿Para qué? -todavía no se miran, hablan cada uno al aire a través de la cabeza del otro.

– Tú lo sabes.

– ¿Qué es lo que debiera saber?

– Lo fácil que resulta vulnerarme. Yo muestro de una vez todos los flancos, no disimulo, no guardo nada… ¡No sé protegerme!

Entonces Flavián la mira; ahora sus ojos son risueños.

– Por eso resultas querible. Debes ser el último ser humano en este planeta que todavía no se protege. ¡Pero no lo hagas conmigo! Yo no te voy a comer, te lo prometo.

El cierre que él da al abrazo es leve, muy leve, pero ella lo percibe. No en vano es la primera vez que siente ese cuerpo envolviéndola, es lo más cerca de él que ha estado nunca. En Puqueldón fue su mano, sobre el caballo fue sólo su espalda, en la caleta fue su brazo. Ahora es todo su cuerpo, todo su cuerpo. Manteniendo el aire risueño, él agrega:

– Debo reconocer que estoy un poco celoso del Impertinente. Me da la impresión de que ustedes ya no se separan…

– Acertado, doctor, acertado.

– Y eso, ¿por qué razón?

– Porque él tampoco se protege.

A Flavián no se le escapa la mirada inteligente y directa de Floreana, y continúa el baile en silencio, mientras ella se ordena a sí misma: debo resistirme a sus palabras; tratándose de él, ya ha dicho muchas, ¡por favor, que no me sumerjan en la embriaguez del romanticismo!

Súbitamente pendientes de la canción, ambos parecen escucharla muy atentos. Cuando termina, Flavián la suelta y ella entre que ríe y se emociona; a su vez, él sonríe burlón e irónico:

– Toda una pieza El rey, ¿no te parece?

Ella vuelve a reír, incapaz de hablar, como una colegiala. Se pregunta qué debe hacer ahora.

– Está bien -dice él como si le respondiera-. No te muevas de aquí: voy a pedir que toquen algo adecuado para ti.

Floreana se queda parada en la pista, inmóvil, rogando que nadie se le acerque para que él pueda volver, y se da cuenta de que está siendo observada. Son muchos los que la miran mientras Flavián se aproxima a la enorme toca-cassettes que los convoca desde el fondo del gimnasio.

– Adelante, doctor, ponga lo que usted quiera -le dice el sacristán.

Flavián introduce su mano en el bolsillo trasero de su pantalón y extrae una pequeña cinta que coloca con mucho cuidado en el estruendoso aparato. ¿Venía preparado?, se pregunta Floreana, atónita. Vuelve donde ella, que se ha mantenido sola, le dedica un gesto galante, se inclina con una venia y la toma entre sus brazos.