– Nada de arrepentimientos, ¿verdad?

Floreana se ruboriza. Balbucea un «no».

El vuelve a acariciarle apenas la mejilla y sonríe, como si algo lo divirtiera.

– Yo creí encontrarme con una recia exponente de los noventa, y me veo enfrentado a una damisela del siglo xviii.

Se va, dejando la cocina vacía. Más vacía de lo que nunca estuvo.

Floreana no se ha movido, sigue cerca de la puerta con el paño en la mano. Así la encuentra Elena. ¿Por qué ella nunca muestra huellas, ni de lluvia, ni de sueño, ni de cansancio? Esto resiente a Floreana, que sólo constata en Elena un justo grado de impaciencia.

– ¡Todo amaneció tan desordenado hoy! -exclama-. Nadie se levanta, Maruja está enferma… ¡Un desastre!

Floreana no abre la boca ni se mueve. Elena se acerca al fogón y levanta la tapa de una enorme olla que hierve.

– ¿Tienes hambre?

– Un poco.

– Siéntate. Hay litros de caldo de gallina, para todas las trasnochadas.

Su sonrisa alivia a Floreana, que toma una silla y se sienta cuidadosamente. El pan está sobre la mesa al lado de un enorme corte de queso fresco. Lo toma y parte un trozo con la mano; mientras lo saborea recuerda que no ha probado bocado desde la tarde de ayer. Le sabe bien, tan bien como la llama del fogón y ese olor a sopa reparadora en un día frío. O como todo lo que la cobije, todo lo que la inunde de nostálgica domesticidad. Luego de servirle un enorme plato de caldo, Elena despacha a la chiquilla, la envía a acompañar a Maruja, y ambas mujeres se quedan a solas.

Floreana mira su cuchara. Ha desaparecido el bienestar, fue tan breve. No osa levantar los ojos, ésta es la última situación que habría deseado. Y como se decretó de antemano vencida, no la sorprende la pregunta que Elena le dispara, arrancándole las nubes de su cabeza.

– ¿Por qué abandonaste de esa forma la fiesta anoche?

– No sé.

– Si no quieres hablar, estás en tu derecho -su modulación a la vez cálida y asertiva confunde a Floreana; están sentadas frente a frente y Elena, apoyando los codos en la mesa y sosteniendo su barbilla con ambas manos, da la impresión de contar con todo el tiempo del mundo.

– ¡No hay caso! Si es siempre lo mismo, Elena… en un baile yo puedo dejar mi vida.

¡Por la cresta!, se recrimina.

– ¿Recuerdas que te lo dije un día? No puedes forzar la castidad, eres muy joven para eso.

– Créeme, ¡lo he intentado tanto! -un eclipse, piensa Floreana, que se escondan la luna y el sol para que nadie me vea.

– Lo que prueba lo inútil que ha sido. El deseo es feroz, ¿verdad? Puede dar tanto miedo.

(¡Cómo es posible que un cuerpo determinado encienda y duela así! ¡Cómo es posible que su solo contacto, o sus huellas, perfore así!)

– Te vi anoche, Floreana. Todas te vimos, y el pueblo también.

Ella no responde, hunde la cuchara en su sopa como si en eso se le fuera la vida, rabiosa de sentirse tan poca cosa ante Elena, de palpar su superioridad, de comprobar una vez más -en desmedro de sí misma- la enorme distancia que las separa.

– No necesitas decirme nada. Sé perfectamente en qué estado te encuentras y creo que te convendría escucharme: estás dando una pelea difícil. Han pasado muchas mujeres por el Albergue, algunas con bastante más experiencia y destreza que tú en estas lides, Floreana, y ninguna se ha atrevido a dar semejante pelea. Flavián las paró en seco… Pero contigo es extraño, ha llegado más lejos.

– ¡No soy, ni con mucho, una conquistadora, Elena! Si las otras hubiesen tenido mis oportunidades, otro gallo les habría cantado. ¿Te das cuenta de que es sólo el azar? Probablemente a ninguna de ellas le tocó acompañarlo a una isla y quedarse aislada con él por una tormenta… o escribir libros que justo su sobrino hubiese leído. Puras casualidades, no es que yo sea mejor que las otras. Al revés, yo no sé conquistar.

– Tu encanto puede radicar exactamente en eso, quién sabe. Debo reconocer que te admiro, ¿sabes? Corres un riesgo, uno que yo conozco, y tal vez puedas ganar.

– ¿Uno que conoces?

Elena la mira inquisitiva, irresoluto el aguamarina de sus ojos. Luego suelta la mirada junto con las palabras.

– ¿Sabes cuántas veces me han preguntado sobre mi historia oculta? Todo el mundo supone que tuve una antes del Albergue.

– Muchas veces, imagino.

– Bueno, yo nunca digo nada, porque he llegado a creer que tal historia no existió. Pero tú, en tu corazón, ya la sabes, ¿no?

Insegura de cómo readecuar con este nuevo elemento sus respectivas realidades, dudosa de desear hacerlo, Floreana trata de incluir el horizonte y el detalle en la misma mirada.

14

– ¿Flavián…?

¿Cómo puede una palabra tan gruesa convertirse, con su voz, en delgadísima?

– Fue mi última historia de amor. Más bien, de la imposibilidad del amor. Después vino la retirada. Pero mi retirada fue auténtica, es importante que lo comprendas.

– ¿Qué pasó? -pregunta, atónita, Floreana.

– Vamos por partes. Fuimos compañeros en la Universidad, él estaba varios cursos más abajo que yo y era uno de mis tantos enamorados. Yo no le di mayor importancia entonces; me gustaba, cierto, pero también me gustaban otros. Nos volvimos a encontrar mucho tiempo después en un curso de siquiatría, en California. Flavián ya se había separado una vez porque su mujer se fue con otro, y estaba a punto de separarse de nuevo… de la misma mujer, tú sabes. Sufría mucho. Me enamoré de él, perdí la cabeza y, gran error, me desviví en el esfuerzo de curarle las heridas. Verás, Floreana, para Flavián entonces la pareja era un campo de batalla, con verdugo y con víctima, donde uno debía vivir y el otro morir. Se consideraba un esclavo de su mujer y la verdad es que lo era.

A pesar de la profunda atención con que Floreana escucha, una puntada en el vientre la distrae: su imaginación la lleva al departamento de Elena en el Albergue, convirtiendo el floreado del tapiz de los sillones en siniestras flores vivas que atrapan a Flavián, se enroscan a su alrededor hasta maniatarlo, induciéndolo a que por fin las muerda…

– Fuimos extremadamente discretos; sin embargo, ella se enteró. ¡Un desastre! Esta mujer decidió emprender la reconquista. ¡Qué mal tiempo fue ése! Tú sabes bien cómo las mujeres, en su lucha por lograr la estabilidad, se ponen ansiosas… A medida que él percibía esa ansiedad, ambas lo íbamos perdiendo. Fuimos tontos, él y yo: al no ser capaces de vivir lo permanente, transgredimos lo transitorio y arruinamos la relación. Él se hartó tanto que ya no distinguía si me amaba o no; pienso que en ese hartazgo ni siquiera sabía reconocer quién era yo y qué le ofrecía de nuevo. En fin, no fue mi mejor performance, Floreana.

Elena calla. Se observan en silencio, pesadumbre contra pesadumbre. Floreana busca sus cigarrillos en el bolsillo de su buzo. Los encuentra, prende uno y aspira el humo con alivio. Elena no fuma.

– Cuando su mujer se embarazó sin decírselo, yo perdí definitivamente la pelea. Flavián se quedó con ella.

La incredulidad de Floreana no es una pose, el asombro la enceguece.

– ¡No te creo, Elena, te juro que no te lo creo!

– Pero, Floreana… ¿por qué no?

– ¿Cómo por qué? ¡Ante nuestros ojos, y los de tantos, tú eres una mujer imbatible! ¿Quién es Flavián para haberse dado ese lujo? Me resulta difícil imaginar que un hombre te pueda haber dejado. ¡A ti, Elena!

– Sí, a mí -repite con humor, divertida ante la reacción de la mujer sentada frente a ella-. Dos cosas importantes, Floreana, para no olvidar: primero, no existen las mujeres todopoderosas, el amor no hace diferencias y arremete con todas por igual, porque es, gracias a Dios, una demencia muy democrática; segundo, los hombres actuales tienen una característica bastante rara: quieren lo que no tienen la valentía de elegir. No olvides eso. A mí me quiso y no me eligió. Bueno, más tarde también la dejó a ella.

– ¿Y por qué se vino al sur, entonces?

– Tuvo un problema en la clínica donde trabajaba.

– Sí, lo sé. Él me lo contó.

Elena se sorprende genuinamente.

– ¿Te lo contó él? Pero, ¿a qué grados de intimidad has llegado, mujer? No es una historia que Flavián suela relatar.

Floreana ríe suavemente, sintiéndose por primera vez dueña de algún poder sobre ese hombre aparentemente tan disputado.

– Sigue -le dice a Elena.

– Entre sus remordimientos, continuaron los problemas con su mujer. Ella insistía en quedarse con él. Flavián le propuso que anularan el matrimonio, le dijo que estaba dispuesto a pagar su consentimiento con este mundo y el otro. Ella aceptó y él pagó el precio muy confiado. ¿Qué crees tú que hizo ella luego de haberlo esquilmado? Se negó a firmar la nulidad. A eso se llega cuando no existe una ley de divorcio; la famosa nulidad en este país da lugar para las peores manipulaciones. ¡Y mejor ni te cuento cómo lo chantajeó con los hijos!

– En otras palabras, siguen casados… -murmura Floreana, consciente de que siempre le vienen a la cabeza las cosas importantes y las secundarias al mismo tiempo.

– Y lo estarán, en las formalidades vacías, hasta la muerte. Así lo ha jurado ella, al menos.

– ¿Y qué quiere conseguir, si ya lo perdió a él? -Floreana recuerda la facilidad con que ella había firmado la nulidad de su propio matrimonio cuando su marido se lo pidió.

– Es la única instancia de poder que le queda, su última venganza. Flavián ha encontrado la paz aquí, alejándose de ella, porque en Santiago no cesaba de perseguirlo en esa mutua destrucción en que vivían. Además, él quedó muy empobrecido. En la práctica, todo su dinero y sus propiedades quedaron en manos de ella. ¡Pobrecito! Sentía que se ensañaba en él la perversidad de todas las mujeres. Tal como ha dicho, quedó asqueado de la condición femenina. Y de sí mismo por tolerarla.

Elena sonríe para sus adentros. Quizás atrapó un recuerdo cariñoso en el aire, no hay dolor en sus palabras.

– ¡No se puede con él! -en la voz de Floreana la rabia y el resentimiento parecen sujetarse apenas, con puntadas hechas a mano, propensas a soltarse-. Cualquier impulso vital de entrega que una sienta, ¡cualquiera!, termina coartado por su avaricia.

– ¿Avaricia? No, nadie priva a otro de lo que no tiene. Debes distinguir entre un pobre y un avaro: uno retiene porque no quiere dar, el otro porque no tiene qué dar.

Como si Flavián hubiese olvidado por completo el alfabeto del amor.