Floreana se asombra de la capacidad de Pedro de pasar de lo más personal a lo objetivo, un giro que hace con la agilidad de un acróbata, en un instante.

– ¿Y quién te asegura que un italiano de esa congregación es más atractivo para discutir sobre la vida que tú? -le viene bien hablar de cualquier cosa, mientras sea capaz de hacerlo con distancia, una distancia que le está resultando cada vez más resbaladiza.

– Lo supongo, por ser más ajeno: es europeo y es misionero… Flavián tiene la obsesión de encontrar siempre pares en estas lejanías para no morirse de inanición. Seguramente este cura nuevo lee al Dante y a Ariosto. Se reduce mi lugar. Ven, te voy a preparar un aperitivo, como corresponde a un día domingo después de la misa de once.

17

Cruzan frente al manzano y a la absurda gruta con sus piedras pintadas, donde las pupilas de porcelana de la Virgen brillan como los ojos de una mujer enamorada a la luz de la mañana. Pasan entre los dos cipreses que escoltan la entrada como leales soldados. Es la primera vez que ella visita la casa a esta hora.

Al entrar, la sala -a través del gran ventanal- parece que fuera a ser arrojada al mar de un momento a otro. Todo el océano ahí encima. Floreana se reclina contra el vidrio, respira hondo y traga el azul. Pedro ha ido a buscar las bebidas.

– Y tú… -una voz la saca abruptamente del ensueño-. ¿En qué momento apareciste?

Floreana gira para encontrarse a boca de jarro con el dueño de casa. Acaba de entrar al living, viene de su pieza, supone ella, y no los oyó entrar.

– Pedro está en la cocina… -es lo único que atina a responder. Me dijo que Flavián no estaría, ¡mierda!

– Siempre serás bienvenida en esta casa, no necesitas que te traiga nadie.

Flavián está de buen humor, parece agradablemente sorprendido y se acerca a ella para depositar un beso en su mejilla, a la más común usanza chilena; pero Floreana cree advertir una cierta presión antes ausente en esos labios.

– Por un momento tuve la ilusión de que venías a visitarme -le dice contemplándola.

– Creí que no estabas -se disculpa-. Pedro me dijo que hoy ibas a almorzar en la casa parroquial.

Ella necesita desentrañar su imagen en la mirada de Flavián, pero siente que a sus años es mejor dejar tranquilas las cicatrices.

– Sí, pero eso será más tarde. Si ustedes van a tomarse un trago -se vuelve al sentir los cubos en la hielera, desde la puerta abierta de la pequeña cocina-, me gustaría ser incluido…

Floreana se queda absorta en un detalle: el pedazo de torso oscuro que deja entrever la camisa abierta. Los tres primeros botones están desabrochados. En Puqueldón llevaba una polera bajo la camisa celeste con que se acostó, ésta es la primera vez que lo ve sin sus suéteres cerrados o de cuello subido. En el gimnasio llevaba corbata. Le mira el cuello, un poco del pecho, lo más cercano al desnudo en este invierno de cuerpos cercados. No puede apartar los ojos de allí.

Pedro entra con la bandeja, la deja en la mesa.

– Creí que estabas donde el cura -le dice a su tío.

– Son recién las doce, nadie almuerza a esta hora. ¿Qué pasa? ¿Es que les sobro?

Floreana no sabe si sospechar o no de Pedro. ¿Sabía que Flavián estaría allí? ¿Es ésa la razón por la cual la trajo?

– Al revés -dice Pedro-. ¡Me encanta hacer vida de familia! Tú siempre estás invitado a comer o a almorzar con la gente del pueblo y muchas veces me aburro en esta casa tan sola. Un vodka para Floreana, ¿cierto? ¿Y un vino blanco para ti?

– No, dame un whisky, y que sea fuerte.

– Qué amenaza para tu templanza, hombre, ¡me sorprendes!

Flavián sonríe débilmente, hay algo vencido en su expresión, algo entregado.

Cuando cada uno ya tiene su vaso en la mano y han encendido los respectivos cigarrillos, Floreana vuelve a sentir ese aroma fuerte del tabaco negro.

– No me gusta ese olor -lo dice sencillamente; aunque ya casi nada le recuerda Ciudad del Cabo, rechaza este último eslabón.

– ¡Qué falta de sensualidad, belleza mía! -exclama Pedro-. Nunca me lo habías dicho.

– Fúmate un Kent, ¿ya? -y alarga su mano hacia la cajetilla de Flavián.

Pedro obedece. Se dirige luego al equipo de música. Floreana tiembla ante la certeza de que el Tango para Evora reposa en el mueble, ahí, a escasos centímetros de ella. Flavián parece advertirlo y actúa con rapidez:

– Los barrocos me vienen bien los domingos en la mañana.

– Yo, en cambio, creo que estaría en condiciones de escuchar a Brahms -dice Floreana-. Este año es el centenario de su muerte, debiéramos homenajearlo.

Flavián la mira. Su expresión revela que su memoria es nítida.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– Entonces, Pedro, escuchemos la Cuarta Sinfonía -ordena él con optimismo.

Un hombre capaz de adentrarse en los vericuetos más oscuros del otro y de acogerlos con infinita ternura.

Floreana se sienta en el sillón de siempre. Mientras acaricia las franjas rojas, disfruta, como los otros, del espectáculo del paisaje. Algo muy plácido parece penetrar en cada uno, más allá de Brahms o del deleite que les produce el alcohol a esa temprana hora.

– ¡Qué lujo es la luz de estos ventanales! Y la vista… ¡qué bien se está aquí! -exclama Floreana-. Ustedes son unos privilegiados.

– Sí -Flavián aspira el humo de su cigarrillo con intensidad-, es un privilegio, no tengo dudas. Esta casa está muy sola en la semana, Floreana. Yo paso dos días en los pueblos y el resto encerrado en el policlínico. Quisiera dejarte abierta la invitación para que la uses cuando quieras. La primera vez que viniste me dijiste que aquí podrías trabajar muy bien, ¿te acuerdas?

– Sí, pero entonces no me la ofreciste… Y ya no vale la pena, me quedan dos semanas en Chiloé.

– Lo que es una enorme cantidad de tiempo en estos lugares. Si te dan ganas, ya sabes, ¡adelante!

Los ojos de Pedro relampaguean.

– Te prestamos una llave. Así podemos tener la ilusión de que cualquier día uno llegará tarde, con frío, y habrá una presencia femenina entibiando el hogar.

– ¿Una presencia femenina, o específicamente la mía?

Pedro la mira, siempre un poco burlonas las comisuras de sus labios, siempre un poco de diversión en sus ojos.

– Ya que no puedo ofrecerte matrimonio, te haré entrega formal de la llave de esta casa -se levanta, la saca del bolsillo de su pantalón y se la alcanza con solemnidad-. Y junto a ello, quiero bautizarte como lo que realmente eres para mí: mi pupila veladora.

Si Flavián ha notado una corriente de emoción entre Floreana y Pedro, la interrumpe:

– Claro que puedes casarte con ella, Pedro. Uno sólo puede casarse en la calma y en la quietud, jamás en la pasión. Así, puedes proponérselo ahora mismo; yo haré de testigo.

Ambos fruncen el ceño, delatando su desconfianza.

– ¿Qué quieres decir con eso de la pasión? -pregunta Pedro.

Flavián los mira, primero a uno, luego al otro, toma un largo trago de whisky y adopta una actitud paternal.

– Escúchenme los dos: nunca hay que casarse mientras se vive la pasión, porque han de saber ustedes que ésta es algo distinto del amor; la pasión es el vértigo del descubrimiento, el afán constante de la posesión, un empecinarse en conocer las formas y lo íntimo de ese otro hacia el cual se está inexorablemente impulsado. El amor, en cambio, requiere tiempo, conversaciones tranquilas que construyen la amistad. Es como un sedimento que se acumula solamente una vez que se superan ciertos límites de la intimidad, y cuando se conocen ya con precisión los defectos y las limitaciones del otro. En suma: cuando en la balanza de los dos platillos, los factores positivos sobrepasan inequívocamente a los negativos.

– Flavián, ¡te advierto que ya tuvimos un sermón en la misa de esta mañana!

– Ya termino, déjame entregarte la conclusión: en semejante contexto, casarse en el entusiasmo de la pasión que todavía impide la profundidad del conocimiento me parecería la antesala segura del desastre. Nunca hay que casarse antes de que se evapore el placer inicial.

– ¡Dios mío! ¡Qué escepticismo! -exclama Floreana-. ¿O será realismo?

– Por eso, que Pedro te proponga matrimonio no más -Flavián mira su reloj y deja el vaso sobre la mesa; se levanta sonriendo-: Yo no podría hacerlo.

El corazón de Floreana se dispara, cómo sujetarlo para que no se arranque lejos. La sonrisa de Flavián al pronunciar esas palabras no es la irónica, tan típica en esa boca, el fácil rictus suyo. No, es por fin el reconocimiento del Tango para Evora.

– Espérate, Flavián, ¡no te vayas! Yo tengo la solución -irrumpe Pedro con el vaso en alto-. Uno de los más brillantes cerebros que Francia ha producido, Víctor Hugo en persona, dijo: «El matrimonio es una cadena tan pesada que para poderla llevar con dignidad no son suficientes dos personas. Son necesarias tres.»

Abre los brazos teatralmente.

– ¡Henos aquí!

– No es una mala idea. Por ahora, los dejo -anuncia Flavián entre las risas de Pedro y Floreana-. Me voy a mi almuerzo mientras ustedes meditan sobre el futuro. De que somos un estupendo trío, no tengo dudas.

Flavián toma su abrigo. Pedro le pide que lo espere unos minutos, quiere buscar un libro que ha prometido mandarle al cura, y se dirige a su dormitorio. Flavián y Floreana, sus nombres con sonido de agua, se quedan aterradoramente solos. Ella hace un amago, apenas un impulso de su cuerpo, casi imperceptible, que no se concreta porque él reconoce el movimiento y en vez de estirar sus brazos, de ofrecérselos, se retrae. El endurecimiento de cada uno de sus músculos no necesita comprobarse, la vista ya lo palpa. La mira como si pudiese traspasarles a los ojos de ella una ajena voluntad, la suya. Pero no lo consigue. En los de Floreana el suplicio no sabe de escondrijos.

Él respira y se agita; ella lo mira, lo sigue mirando, no puede dejar de mirarlo. Hasta que Flavián se acerca, extiende esas manos grandes y toma delicadamente su cabeza, la lleva hasta el espacio oscuro que ella ha vislumbrado y la esconde ahí, estrecha esa cabeza, la tapa con sus manos, la cubre. Ese tipo de hombre con el que todas alguna vez soñamos. Y mientras ella huele su piel, mientras la olfatea como una cría para no besarla, escucha cómo su voz emerge, más ronca de lo que nunca ha llegado a sus oídos:

– Ese tango se ha quedado adherido a mi cuerpo, Floreana, como posiblemente al tuyo. Pero tienes que ayudarme, niña mía. No debemos volver a bailarlo, o vamos a hacernos mucho daño los dos.