19

– I vas betrayed by Flora, the lily of the west.

Una vez que se ha ido el Curco tras dejarla sana y salva en la casa del doctor, Pedro cierra la puerta y la estrecha con fuerza entre sus brazos.

– Lo que a mí me debilita es lo que a él lo fortifica. La vida no es justa, Floreana -le dice, y ella cree que es la primera vez que toda ironía está ausente de sus palabras-. Las grietas son fisuras, los huecos son vacíos. Tendré que desentrañar qué es lo que me dejas -lo murmura en su oído.

Una vez más, Floreana mete sus dedos por las ondulaciones claras y juega con ese pelo ensortijado. Permanecen así, en una inmovilidad mágica, como si un hada los hubiese encantado. El momento dura lo que Pedro es capaz de durar en la tristeza.

– Sólo voy a poder resistir tu partida con grandes ingestas de alcohol. Vamos, preparémonos un trago.

Mientras saca el hielo, le avisa que Flavián anda en la casa del presidente de la Junta de Vecinos y llegará pronto. Luego comprueban la temperatura del horno.

– ¡Ni un pato le quedaba a la directora de la escuela! Anda muy mal el stock de la señora Tomasa. ¿Te has fijado en que aquí cada casa es un pequeño comercio en potencia? Le pedí el jeep a Flavián y recorrí todas las alternativas posibles. ¡Nada! Terminé donde el viejo que tiene el negocio de golosinas allá arriba, el que arregla los neumáticos. Él me vendió este pato.

– No debieras haberte tomado toda esa molestia… No siento merecerla.

– ¿Por qué insistes en mirarte en menos? Yo creía que si de algo había servido nuestra relación, era para demostrarte lo poderosa que eres.

– ¿Poderosa yo? ¡Estás loco, Pedro!

– Precisamente ese sentimiento tuyo es lo que desarticula todo lo que tocas. ¡Y por eso mismo no habría soportado ofrecerte una comida cualquiera en tu despedida! Si me hubieses dado tiempo, niña apresurada, habría ido al supermercado de Castro y ahora estaríamos cocinando un tremendo banquete.

– Y este salmón ahumado, ¿te parece poco? ¡Qué buena cara tiene! -comenta ella probando una puntita de la cola.

– Éste es el primer plato: la entrada. Se lo trajeron de regalo a Flavián, doña Fresia vino hoy a dejarlo -introduce el dedo en el azafate donde se dora el pato, se lo chupa y busca un aliño entre los frascos ordenados uno al lado del otro, en el estante.

– Gracias, Pedro -agradecida, conmovida, Floreana le dedica una sonrisa luminosa como un traje de fiesta. El le acaricia la mejilla.

– Golondrina viajera, yo te habré de esperar.

– ¿Serás leal?

– ¡Siempre!

Pedro toma otro frasco de aliños y lo huele.

– Execrable tu partida, ¡execrable! -dice entre dientes.

– Tienes que avisarme apenas llegues a Santiago. No vas a dejar de hacerlo, ¿verdad?

– Admite que allá nos faltará poesía. ¡Admítelo! Nos van a faltar las flores del sur, la amabilidad de la gente. ¿Cómo lidiaremos con la escasez de corazón en medio de esa sociedad de la abundancia? No, Floreana… ¡no quiero la ciudad!

– ¿Cuánto tiempo más te vas a quedar?

– No sé, con tu partida voy a tener que replanteármelo todo. Pensaba empezar mi próxima novela aquí, contigo. Pero ya no sé…

– Mejor que me vaya, entonces. Yo podría resultarte poco erótica.

– ¡No juegues con fuego, historiadora de mis pasiones! Pero tengo razones ciertas para desear escribir aquí. ¿Conoces al poeta chino Li Fiu?

– Mi cultura literaria es más bien reducida.

– Es del setecientos, de la Dinastía Tang. Él buscaba la simplicidad en la poesía. Iba a la ribera donde las lavanderas lavaban la ropa. Les leía sus poemas, y sólo si las lavanderas los entendían, él los validaba. Únicamente si pasaban por la comprensión de aquellas lavanderas. ¿Entiendes por qué quiero quedarme?

– Sí, comprendo. ¿Sabes, Pedro? Tengo la convicción de que cuando empieces a tomarte en serio y dejes el erotismo de lado, o lo entiendas solamente como un factor más a narrar, llegarás a ser un gran escritor.

– Flavián piensa lo mismo. Quizás ése sea mi destino.

– Y él, ¿qué dice de tus planes?

– No quiere que me vaya. No sé si te contó: está comprando unas tierras en la isla, su idea es cultivarlas y vivir de ellas y de su profesión.

– No lo sabía. ¿Tiene la idea de hacerse rico? ¿O de emular a sus antepasados?

Pedro ríe con ganas.

– ¿Rico? No esperes nunca proyectos ambiciosos en Flavián, no corre por sus venas esa energía. Tales proyectos, diría él, son para los emergentes. Flavián no conoce la ambición, a lo más un par de sueños… Quizás uno de ellos sea volver a sus orígenes. Pero recuerda, él se autodefine como un decadente y le da pereza pelear por las cosas terrenales. Quiere que yo trabaje el campo con él -su voz se enternece-. Es bueno sentirse indispensable para alguien.

– Cosa que parece que yo no soy. Cuando llamé a José para avisarle que llegaba, temió que no cumpliera la promesa de dejarlo pasar un año con su padre. Sé que se va a poner contento de verme, pero no le soy indispensable.

– Da gracias por eso, nada peor que los hijos hombres apollerados. Me gusta tu José, me gusta que tome decisiones y que necesite vivir con su padre. Lo va a pasar mejor cuando grande. Además, tú no pareces tener el corte de la madre castradora. A lo más, un poco distraída… y eso es pecado venial.

Un ruido en la puerta avisa que Flavián ha llegado. Por su saludo lejano y poco entusiasta deducen que viene cansado; se tira en el sillón con el abrigo y la bufanda puestos. Floreana y Pedro salen de la cocina a recibirlo.

– ¿Cómo te fue?

– El René está preocupado. Por primera vez están ocurriendo asaltos en el pueblo. Los tienen identificados, pero a los carabineros les faltan evidencias. Son todos afuerinos, vienen del norte.

– Irrumpe la modernidad en el pueblo. ¡La inevitable!

– Además, está llegando la yerba… Nunca antes hubo marihuaneros por aquí.

– ¿No se referirán a mí?

– No, huevón, ponte serio. Para el pueblo es un problema y la Junta de Vecinos cree que yo puedo ayudar. Pero, ¿cómo?

– Ya lo pensaremos. Ahora, reanímate con el olor a pato asado, ¿no es delicioso?

Flavián se desprende de sus ropas de abrigo y va al dormitorio. Floreana oye correr el agua en el baño y al poco rato él vuelve refrescado, con mejor semblante, despidiendo algún aroma rico, masculino, sexual al olfato de Floreana. Ataviado otra vez con su aire felino. De inmediato se prepara un trago.

– En realidad, este pato promete. Y con el whisky ya me siento mejor. Entonces, Floreana -por fin alude a su presencia-, ¿es cierto que nos dejas?

– Sí, es cierto -frágil suena la voz de Floreana, temerosa; sin embargo, al pensarlo dos veces, hace un esfuerzo y se relaja, pues comprende que él será la última persona en preguntarle el porqué.

– Es una lástima.

Es todo su comentario; si Floreana se permitiera ser susceptible, adivinaría cierta acidez en el tono.

– ¡Y nunca comí un curanto! -se lamenta ella, haciendo un esfuerzo por atraer su complicidad.

– Te aseguro que te has perdido varias cosas de Chiloé, aparte del curanto… Tu decisión -agrega-, ¿es una reacción a lo estéril o a lo fecundo?

Floreana tartamudea, no sabe qué decir. Casi no puede hablar esta noche. Sólo atina a preguntarse, frente al hombre que la provoca, cuáles son las hendiduras de su mente, cuál el pasadizo de sus pensamientos. Él la observa sin piedad. Cada uno busca su propia mirada en los ojos del otro.

– Cuando lo averigües, házmelo saber -le dice él con ironía, sin dejar de observarla, y alza su vaso para hacerlo chocar con el de Floreana. Ella recoge sagradamente esa mirada hacia su interior, como si estuviese ante una pintura de Magritte.

– Salud, Flavián.

Afuera ladra un perro.

20

– Mientras no nos despidamos, persiste la ilusión de no separarse -dice Pedro con el bajativo en la mano.

– Deja eso -Flavián es perentorio-. Nadie ha obligado a Floreana, ella está partiendo por su propia voluntad. Más aun, adelanta su partida. ¡Es su problema, no el nuestro! Además, Pedro, cuida tus palabras: acuérdate de que, igual que todo, se gastan.

– Es que parece que yo soy el único de los tres que padece de incontinencia emocional. Si espero a que ustedes dos digan algo, me van a salir canas… ¡Aquí los tabúes acechan!

Es la primera vez que tocan este tema durante la noche. Si la partida de Floreana ha enojado a Flavián, él lo disimula muy bien. Probablemente, la escena les resulta peligrosa a todos, por lo cálida y natural… Porque el riesgo, para cada uno, es sentirla como propia. Se ve a los tres sentados a la mesa en sus puestos habituales; los platos de la comida han sido reemplazados por el café y los bajativos. El salmón ahumado y el pato fueron saboreados gozosamente, tal como la conversación, las discusiones, las muchas risas, las impertinencias con que Pedro lo ameniza todo y las tesis que proclama enfáticamente en los ámbitos más diversos. El ventanal les muestra estrellas luminiscentes, el faro les recuerda que se hallan todavía sobre la tierra. La buena música no ha cesado, incluso Pedro y Flavián han cantado en un genial dúo: todo marcha en la más perfecta armonía, como una velada cualquiera. Una mirada externa diría que cada uno ha encontrado por fin el lugar que anhelaba. Y para que sea así, no corresponde mencionar la partida de Floreana. Como si lo hubiesen acordado en un pacto previo.

Pero la expansividad de Pedro, la que alimenta a Flavián (por su estruendosa carencia), no ha podido refrenarse. Entonces, para aliviar la tensión, él se levanta, cambia la música, coloca un disco de la Rinaldi -«es un tango», advierte, «pero genuino»-, se para en medio de la pieza y mirando a Floreana canta junto a aquella voz argentina:

Rara,

como encendida,

te vi bebiendo

linda y fatal.

Bebías,

y en el fragor del champán

loca reías

por no llorar.

En un instante todos están cantando, la Rinaldi pasa al último lugar y Floreana, bebiendo, loca ríe porque sabe que va a llorar.

En ese momento las luces de la casa se apagan, calla la música. Flavián se dirige a la puerta y la abre: la luz ha desaparecido en todo el pueblo.

– Pedro, tráete velas. Es un apagón, puede ser largo.