18

Camina despacio colina arriba, de vuelta al Albergue; toda intención previa que la llevó hacia Pedro fue borrada por el ruego de Flavián, tan contradictorio.

A pesar de su abrazo, es la contención.

El lenguaje cercenado.

La expresión de los sentimientos, cercenada.

No te pierdas en los laberintos de tu oficio, Floreana. El problema llega más allá de las palabras, es la impronta que debes manejar cada día para testimoniar los hechos, las memorias colectivas. La vida es más que la historia. Quizás son los sentimientos los vedados, no sólo la simple expresión de ellos.

Cabizbaja, Floreana cavila que en el Albergue sucede lo mismo que en un santuario: todo se ve doble. O para ser más exactos, se ve dos veces: una con los ojos despejados, y la otra, a causa de la quietud, con el alma, aquel órgano a través del cual nunca miramos en la ciudad porque allí no tiene cabida ni tiempo.

Y porque ahora habita el fin del mundo, porque está en el sur, porque no sabe nada de nada. Porque a veces intuye que, detrás de su fachada hosca, el hombre del tango le teme; pero tampoco está segura. Y si así fuera, Floreana no sabe qué hacer con ese miedo. Porque sospecha que el escepticismo rigidiza, haciendo que el ritmo natural se paralice. Palpa cómo ceden sus músculos y toda ella empieza a bajar la guardia: desmesura, desmesura, quédate conmigo de una vez, ¿por qué insistes en darme la espalda?

La cabaña ostenta el vacío de una tumba, como si fuese a estar vacía para siempre. Angelita le ha dejado de regalo una caja del color de una ciruela mansa; su madera se llama nazarena. La acaricia, vuelve a tocar su suave lisura y piensa que ya han partido casi todas las mujeres que la recibieron cuando ella llegó. En los últimos días se ha producido la estampida; los plazos se han cumplido y no distingue aún las nuevas caras. El silencio del domingo, único día en que la pereza es permitida y en que desaparecen los ritos y las obligaciones, impulsa a Floreana: abre su maleta, que ha permanecido cerca de tres meses dentro del closet, saca el retrato con el ligero marco de madera y lo coloca en su pequeño escritorio: los ojos de Dulce la miran y ya no la ven. Ahí están esas pupilas que intentan todavía capturar la vida que se agitó a través de su mirada. Ahí, a la vista, ese instante petrificado que ya conoce aquel otro instante eternizado, el de la muerte.

Para aprehender algo, debo inmovilizarlo: todo lo fluido es inasible salvo fragmentadamente, se dice Floreana. Para convertir mi vida en historia coherente, tengo que fragmentarla y mitificarla como se hace con la Historia, la grande. El retrato de Dulce: muerte sobre muerte, inmovilidad sobre inmovilidad, historia detenida. Floreana vuelve a mirarlo. Y para unir sus pedazos, vuelve también los ojos al marco de plata, a Daniel Fabres, a su madre, a sus hermanos y hermanas, a todos sus sobrinos. Entonces, se calma.

¿Cuánto tiempo real ha pasado? Se pregunta si el tiempo real tiene alguna relación, alguna, con el otro, y comprende que el tiempo se va de las manos sólo cuando se lo pierde, cuando se vuelve imperceptible, y sumergida entonces en el orgulloso tiempo perceptible abre la ventana de su dormitorio para escuchar la quietud. Se deja mecer por el sonido del viento contra el mañío, apenas alcanza a fijarse en el color de las vigas del techo y en cómo la imanta esa madera, cuando ya se ve, de pronto, otra vez, en el corredor de la casa de sus padres: un remolino de imágenes, La Reina, el hospital, Ciudad del Cabo, Berlín, las Galápagos, Chiloé, las fichas sobre el pueblo yagan, el sexo del Académico, las manos de Flavián. Sumergida en lo atemporal, lo no espacial, sus entrañas esbozan una vez más la pregunta que siempre esquiva, porque sabe que lleva demasiados años buscando la respuesta: ¿cuál es el lugar de la patria? Si no es físico ni geográfico, ¿dónde está ese lugar?

Sí, ya puede partir.

Ha visto el atardecer. Ha divisado desde la colina cómo, primero una y luego otra, cada ventana nace a la noche. Se ha quedado quieta en su modorra, tratando de recomponer el cuerpo y el espíritu, entre un sueño ido, un cielo que se arranca, un calor que amenaza con pasar al frío, una certeza de fertilidad, una ganancia a la muerte; no ha querido hacer ni un solo movimiento, cualquiera habría resultado incompleto. Antes, en su intransigencia, detestó todo gesto práctico que le recordara la cotidianidad. Hoy le da la bienvenida.

También el agua ha limpiado el cielo. ¿Ves esa cantidad de estrellas, Floreana? Es que la tierra en esta isla está colmada. Alguna vez Colón creyó que América era un paraíso y que sólo se podía entrar a él con el permiso de Dios. Y cada poro se le abre, se ensancha entera, absorbe el aire, no debe malgastar el momento: ya es capaz de nombrar la ausencia.

Entonces toma la decisión, cruda y apremiante. Elena debe estar despierta. Se levanta y encamina sus pasos a la casa grande.

Cuando al día siguiente vuelve de la Telefónica tras preparar su partida -reservar el pasaje del bus a Puerto Montt, avisar a José y a Fernandina-, vuelve a tomar la caja de madera nazarena y en su caricia subyace la certeza de que la reveladora tarde de ayer, de un triste día domingo, ha sido real. Pero no debe engañarse, en su decisión también juegan factores externos. Como bien dijo Flavián, dos semanas aquí en la isla pueden ser eternas y a ella no le alcanzan las fuerzas. No se ve a sí misma necesariamente débil, sino debilitada por una relación que no la reconoce.

Su deseo es desenfrenado, inconfesable, arrollador. Tal derroche vuelve imposible todo consentimiento. No basta para desentumecer a ese otro cuerpo irreductible y cansado que pega patadas, que mueve las piernas como un recién nacido, descoordinado, arbitrario, ciego. ¿Qué quiere avisar? ¿Cuáles son sus berridos? Flavián.

Ese cuerpo de hombre sólo puede manifestar que sus heridas lo han enmudecido.

Nada ha sido catastrófico ni sublime, nada ha sido tanto, nada ha sido tan poco, se dice Floreana: es sólo que, al final, lo más importante que me ha pasado, no pasó.

– ¿No te vas a despedir de Pedro y Flavián?

– Prefiero no hacerlo. Les escribiré desde Santiago. Me da mucha pena, ¿sabes? O quizás les deje una nota contigo.

Elena la ayuda a encontrar su ropa en el lavadero, escarban entre las rumas tratando de distinguir qué es de quién, colocan en la secadora las prendas que Floreana ha lavado por su cuenta.

– ¿Te vas en ese horrible bus del alba?

– No hay otro para llegar a Puerto Montt…

– ¿Y es necesario que lo hagas todo con tanta prisa?

– Es la única forma, creo. O parto mañana, o me quedo aquí para siempre -Floreana le sonríe, una sonrisa que titubea entre la vergüenza y la disculpa.

– ¿Estás segura de lo que estás haciendo?

– Totalmente. Y quiero que sepas cuánto aprecio tu comprensión, sé que estoy quebrando las reglas.

– Las has quebrado desde el primer día, Floreana.

Se ruboriza. Elena está en lo cierto. Desde que fue a comprar azúcar al almacén de doña Carmen y se enteró de que los cigarrillos Kent no habían sido distribuidos, no ha vivido en el Albergue como lo han hecho las demás.

– Por eso te he permitido partir antes de lo que te corresponde. Pero no te preocupes, ya informé en el diario mural y nadie, aparte de Olguita, conoce ese detalle. Hoy te despediremos a la hora de comida y podrás ahorrarte explicaciones.

Elena plancha con la palma de su mano la ropa que Floreana va separando, la dobla amorosamente.

– Anda a hacer tu maleta y deja todo listo. Así tendremos tiempo de verte tranquila esta tarde.

Deshacer su pequeño dormitorio resultó más difícil de lo que había pensado. Cada rincón significa una evocación diferente, y se aferraba a todas, incapaz de avanzar. ¡Con razón ahora se exige una eficiencia donde las emociones sobran! Se pregunta con ternura quién será la próxima ocupante, cuáles sus tristezas.

Los ojos de porcelana de la muñeca que le regaló Cherrie la miran fijamente, como los de la Virgen de la absurda gruta que cuida el policlínico. Cherrie, con sus blusas de vuelos y sus caderas rellenas, también ha partido, y al entregarle su regalo le ha dicho: «Para que no me olvides.»

– Imposible, Cherrie -dice Floreana en voz alta, sus manos presionando la rubia cabellera de la muñeca-. Ni a ti, ni a Olguita, ni a Maritza, ni a Aurora, menos aun a Toña y Angelita, ni a Constanza, creo que a ella menos que a nadie.

Envuelve la muñeca dentro de un suéter de lana gruesa para que resista bien el viaje por los caminos del archipiélago.

Guarda con cuidado la fotografía familiar y la de su hijo José, pero deja el retrato de Dulce sobre el velador; mañana, al partir, lo meterá en la maleta. Amarra las cartas y las ordena junto a sus fichas de trabajo. Ha guardado toda su ropa: voy a usar para el viaje la que llevo puesta, decide, y envidia a Constanza y a Angelita, que contaban con el dinero para hacer el viaje en avión.

Toma su maleta. ¿Por qué pesará más que al llegar? Se distrae calculando los kilos cuando de pronto golpean a su puerta. Es Elena.

– ¡Cambio de planes, Floreana! Tu despedida va a ser antes de la comida, a la hora de la «terapia», como la llamaba Toña.

– ¿Por qué?

– Ya te dije, tú quiebras las reglas…

– ¿Qué quieres decir?

– No vas a comer aquí -le sonríe con picardía.

– ¡Elena! ¿Qué pasó?

– Nada, no te pongas pálida. Es que me encontré con Pedro en el almacén, me vio haciendo las compras y preguntó a quién despedíamos hoy.

– ¿Me delataste?

– No creerás que te voy a hacer el juego mintiendo. Una cosa es omitir, otra es faltar a la verdad.

Floreana se sienta en la cama, exánime, incapaz de emitir palabra.

– Pedro se sintió un poco traicionado. Pero luego pareció recapacitar. ¿Pasó algo ayer?

– No, nada.

– ¿No fueron juntos a misa?

– Sí.

– No estás muy comunicativa. Pero creo que, después de todo, debieras haberle avisado. Yo tuve que consolarlo, ¿no te parece absurdo? Por eso le prometí adelantar la despedida para la tarde, así él podría invitarte a comer. Partió corriendo donde la directora de la escuela a ver si le mataba un pato para la noche. Quiere festejarte.

Una lágrima se deslizó por la mejilla de Floreana. Se la enjugó con la mano y la lamió. Sus lágrimas aún eran saladas. Hacía tanto que no las vertía, temió que la sal ya las hubiera abandonado.