Floreana decide retirarse e irse a acostar; no en vano tiene que madrugar. Recuerda cuando a Dulce, ya cercada por la muerte, le empezó a parecer que dormir era una pérdida de tiempo. Trata de distinguir a Flavián en la oscuridad. ¡Cómo ser ciega y poder tocarlo con sus manos! Acariciar esas heridas, palpar su pecho, reposar en ese refugio. Tocar su boca, la más avara de todas, la que nunca besó la suya. Palpar hacia abajo su vientre, comprobar que lo milenario sigue viviendo. Nada la convencería de que esa vivencia es pasajera.

¡En qué momento maldito me puse sobre su huella!

Cuando Pedro comienza a encender las velas, ella anuncia tímidamente su partida.

– Espera un poco -Pedro la detiene-. Tenemos un rito pendiente.

– ¿Cuál? -pregunta Flavián.

– Yo no soy desmemoriado y podría repetir cada cosa que le he escuchado a Floreana desde que vino por primera vez a esta casa. Siéntense ustedes dos al frente, les voy a leer una página que he seleccionado para ella. En su honor.

Un candelabro los acompaña. Flavián se acomoda junto a Floreana, muy cerca, y ninguno ignora que sus piernas están rozándose. Pero ninguno se mueve.

Vuelve Pedro con un libro. Acerca otra vela para alumbrar sus páginas.

– ¿Qué libro es?

– El amante de Lady Chatterley.

Guardan un silencio respetuoso. Pedro comienza su lectura:

«Y ahora amo mi actual castidad, porque es la paz que llega después del amor. Amo ser casto ahora. La amo como las campanillas blancas aman la nieve. Amo esa castidad que es un espacio de paz en nuestro amor, que es entre nosotros como una campanilla blanca bifurcada en blanca llama. Y cuando llegue la verdadera primavera, cuando nos reunamos, entonces podremos, al hacer el amor, volver la llama bien brillante, bien amarilla y brillante.

»¡Pero no ahora, no todavía! Ahora es el tiempo de ser casto; y es bueno ser casto; es como un arroyuelo de agua fresca en mi corazón. Amo la castidad, ahora que se desliza entre nosotros. Es como el agua fresca y la lluvia. ¡Cómo puede desearse correr aventuras aburridas! ¡Qué miseria ser un Don Juan, impotente hasta para extraer la más mínima paz de amor cuando brilla la pequeña llama; impotente, incapaz de ser casto!

»Y bien, van ahí muchas palabras, porque no puedo tocarte… Si pudiera dormir en ti, teniéndote en mis brazos, ¡cómo se secaría la tinta en la botella! Podemos ser castos juntos de la misma manera que podemos hacer el amor juntos. Pero es necesario que estemos separados por algún tiempo y ésa es la forma más prudente de proceder. Si solamente estuviera seguro…»

Pedro se detiene, cierra el libro y los mira.

¿Quién osará quebrar el silencio? Floreana gira hacia Flavián, sus ojos brillan como la escarcha entre las hojas de un olivillo. Él extiende su mano y con ella toma la de Floreana, entrelaza sus dedos con los de ella en un encaje preciso, como si dos piezas perdidas de un rompecabezas se encontraran por fin en un mismo tablero. Conduce, ya aprisionada, esa mano hacia su pierna, y sobre ella la cubre en un deseado reposo.

– Si solamente estuviera seguro… -dice, ronco, y presiona la mano de Floreana contra su muslo.

La penumbra los guarda en un silencio bendito, una estatua las tres figuras, mientras las llamas de las velas oscilan; o una pintura del Caravaggio en sus claroscuros, si éstos pudiesen fijarse para siempre.

Floreana nota que un hilillo de esperma ha ido resbalando desde el candelabro hasta la pana de su pantalón. Siente el calor del líquido; no alcanza a quemarla y ella se desentiende: sólo sabe de la mano grande de Flavián sobre la suya.

– Floreana, te voy a ir a dejar. Déjame buscar la linterna.

Y Flavián la suelta, como si su capacidad de intimidad se hubiese saturado; la catedral es retirada y con ella su jerarquía. Floreana mira su mano desguarnecida, al descubierto, y se siente como un niño en brazos de nadie.

La noche era un pedazo de tela estirada por las estrellas.

– Quiero llorar… y debo loca reír, ¿verdad?

– No te apenes por Pedro, seguro que lo verás aparecer en cualquier momento por tu departamento de La Reina.

– ¿Y a ti?

– Difícil, yo no voy a la gran ciudad.

Fueron las únicas frases pronunciadas al dejar la casa. Recorrieron sin hablar el camino que asciende por la colina, guiados por el haz luminoso de la linterna que Flavián sostenía en una mano; con la otra no soltó ni por un instante el brazo de Floreana, como si la llevase esposada. Vigoroso y vigilante, cauteloso su acecho de gato montes.

Cuánto pesa una pena, le susurró ella, callada, al abismo inaudible de la noche.

– Mira el Albergue, ¡volvió la luz! -exclama Floreana de pronto.

– Entonces, aquí te dejo -dice bruscamente Flavián-. ¿Ves la arboleda? Yo te miraré subir.

– Creí que me acompañarías hasta la cabaña.

– No hace falta. Puedes correr, cuando yo vea que apagas la luz del porche, me iré.

Una vez más, Floreana vuelve sus ojos, desconcertada. No distingue bien los de él. Flavián apaga la linterna, la guarda en el bolsillo de su chaqueta.

– Buenas noches -dice con un tono neutro.

Floreana no responde. Él espera.

– ¿Tantos son los límites, Flavián? ¿Así termina la historia?

– Porque hay límites, es así como termina. Tú lo has dicho.

Él no se mueve. Floreana abre los brazos.

– Ven, despídete de mí -lo ha dicho tan bajo que apenas se oyó.

Cómo se ha equivocado ella aceptando jugar con las reglas que él ha impuesto. ¡Si tan sólo le hubiese hecho, alguna vez, una petición explícita! Desde su impotencia, la formula hoy por vez primera y la reacción de él es inesperada. Como si la hubiese anhelado, en un instante se vuelca vertiginosamente hacia ella, entra en esos brazos que lo esperan, entra, extiende los suyos, entra. Y el abrazo repleta las praderas de la isla entera.

El deseo se desprendió violento e independiente de sus cuerpos, dejándolos desarmados. Flavián busca su boca, no demora en encontrarla, si ella lo ha esperado tanto… Tantea sus labios como si manos fueran, comienza a morderlos despacito, luego los lame, avanza hasta su lengua, besa su lengua, muerde su lengua hasta que ambas bocas se funden besando al deseo tenaz en esta nada en que la oscuridad ha transformado a la noche.

Y como si las costuras del alma hablasen por él, escondido en el cuello que seguía besando, desató lo que no era voz sino ruego.

– Sé indulgente con mi debilidad. Tengo miedo, Floreana.

Ambos abrazan su intimidad de extraños, reconociéndose. El Tango para Evora no fue en vano. Floreana siente que en ese instante se desprende de toda su anterior existencia.

Flavián toma su cara y, sujetándola como al bien más preciado, toca su boca, toca sus ojos y murmura:

– Quédate.

Floreana cree estar soñando, no sabe bien si oyó ese verbo o su imaginación lo ha inventado, tan suavemente fue dicho. Pero no alcanza a determinarlo, porque de inmediato aparece el Flavián de siempre.

– Anda, corre, yo te estaré mirando.

Floreana corrió hacia arriba, sin ninguna conciencia del esfuerzo de sus piernas. Nada, salvo la boca, la boca y sus contornos que ardían. El beso de Flavián dejó esa zona de su rostro señalada; empinar la ladera como si le hubiesen arrancado la boca; mordida, tragada, su boca ya no es su boca.

Con los poros ardiendo llega Floreana a su cabaña. Él la ha besado. La selección hecha por sus labios y su lengua distinguió esta boca que perdió su margen, esa línea que ella había creído exacta: su límite.

Boca de todas las bocas.

Floreana se tumba en la cama.

Tú, amor óptimo, dímelo: ¿en qué estaremos convertidos la última noche del siglo?

21

El cielo era una sábana.

Forrada de sí misma, ella amaneció a la mañana, y luego de guardar el retrato de Dulce partió con la maleta a cuestas. Con las reservas de vida que le restaban, respiró bocanadas de aire y enfrentó el nuevo sol. Sentía sus labios amoratados, vivos como las hortensias del jardín cuando las miró por última vez.

Cruza la arboleda, serpentea también por última vez su sombra, y el campo enorme se presenta virgen al amanecer, vasto y potente en su silencio. Lo mira embelesada, inhala el olor del viento como si inhalara además la totalidad del cielo. Y aunque el viento negro aún no se presenta, esta naturaleza le recuerda que la piedad está postergada. Sólo los cuervos limpiarán de pena estas praderas.

Tanteando sus pies la tierra como si fueran las manos de un hombre, baja por la colina, despacio. La maleta pesa. Por el costado del cementerio le hace una respetuosa venia al mar y, cuando la pequeña iglesia con su torre de alerce se aproxima, decide no mirar a su derecha: no se despedirá del faro ni de esa prolongación de tierra que alberga al policlínico.

Ya llegó al pueblo. Al lado de la Telefónica, en el familiar camino de tierra, divisa el bus con su cansancio polvoriento. Hacia él dirige sus pasos. Todos los pasajeros están ya sentados, pacientes y somnolientos, con la marca del alba en sus rostros. Floreana le ordena enderezarse a su cuerpo aún aterido. Y obedeciendo, aparentando ser muy dueña de sí, aborda el bus.

Ya en su asiento, al lado de la ventana, piensa en aquello del tiempo perceptible y se dice con horror: Dulce ya murió, yo moriré algún día, ¿qué le he arrancado yo a la muerte? ¿Sólo un baile y un beso?

El bus parte y Floreana mira el pueblo. No retira sus ojos hasta que cruzan bajo el lienzo que en otros tiempos le dio la bienvenida, y lee su reverso: Hasta pronto. Un «pronto» eterno.

Se distrae en el paisaje. Los mil verdes invernales la sobrecogen una vez más mientras van dejando atrás el mar. Los árboles parecen banderas con tantas manchas rojas en sus ramas. Se nubla la mañana, ¡poco duró el sol! Este día será otro de ésos plateados que ella conoce. Las nubes están bajas. ¡Qué lejos estoy!, se dice al verlas tan cerca. Atraviesan un pequeño bosque de arrayanes y la estridencia naranja de sus troncos le evocará siempre esta tierra del sur, perennemente húmeda.

Avanza el bus por el camino, por senderos interiores que se alejan y se alejan del mar. Los ojos de Floreana ya no ven el paisaje, o lo ven borroso porque están demasiado llenos de él. Mira al suelo, entre sus pies, donde ha guardado la mochila. Leer. Quizás historias ajenas puedan investirla de ese talante que no encuentra. Quizás le alivianen el peso de esos verdes que insisten, que la retienen, que hieren sus pupilas. Un libro, siempre una tabla de salvataje, le permitirá soñar que muchos lugares pueden ser el Lugar. Cuando se inclina para sacarlo del bolso, sus ojos encuentran una mancha blanquecina en el pantalón, a la altura del muslo. Es la esperma, es la vela de anoche, la derramada. ¿No debería limpiarla? Raspa con la uña el líquido solidificado sobre la tela, disponiéndose a arrancarlo, y de pronto se detiene. Se pregunta por el sentido de eliminarlo: esa esperma es su testimonio. La frota contra su pantalón, como si pudiese convertirla en un impreso sobre su pierna, un grabado o, para preservarla sin límite en el tiempo, un tatuaje. Y mientras repasa con la yema de sus dedos la esperma de la vela, un brillo acomete sus ojos: como una alucinada lleva su mano al bolsillo de su pantalón, busca un objeto, lo palpa, sí, la llave aún está ahí.