Floreana se mete en la cama. Al taparse, su cuerpo se le antoja algo dividido pero a la vez unido y multiplicado; desencadenado, sin Dios ni ley. Pone las dos manos sobre sus pechos. El deseo: arder, robarle un momento a la muerte, resplandecer un instante para luego morir, siempre morir.

El sino -la esencia misma- del tango es la pérdida, piensa. Entonces… ¿cómo empezar con él?

La vida es prepotente, concluye; pasa por arriba de nosotros sin hacer la más mínima pregunta.

16

Con la certeza de que no doblan por ella, Floreana escucha las campanas de la iglesia desde su cabaña. Apresura un último detalle, se escobilla el pelo y toma desde el perchero su chaquetón forrado en lana de oveja. La lluvia es apenas un velo transparente. Corre colina abajo.

La gente del pueblo va acercándose por el camino principal -ni siquiera éste tiene pavimento- para asistir a la misa del domingo. Pedro la espera en la puerta de la iglesia, hermoso como siempre, despeinados sus rizos claros; los bluyines muy ajustados oprimen sus músculos sin miramientos, y sus botas de vaquero con gruesos tacones le dan más altura de la que ya posee.

Se abrazan como si hubiese pasado mucho tiempo.

– Rara tu invitación -Floreana lo dice escabulléndose de sus brazos: de nuevo la están mirando los del pueblo-. Yo entendía que no eras creyente.

– No lo sé. Si Dios existe o no, dudo que sea de mi incumbencia.

– ¿Y a qué vas a misa?

– A cantar, a mirar a la gente. Me gusta el rito, cualquiera sea. Y hoy te he invitado para que pidamos salvación después de tanto pecado -dice con tono burlón.

Floreana se ruboriza. No ha visto a Pedro ni ha hablado con él desde el viernes, en la fiesta.

La nave central está dividida en dos hileras de bancos: los hombres se sientan a la derecha, las mujeres a la izquierda. El techo, un óvalo construido con tablas antiguas que forman una perfecta cúpula, está pintado de cielo, azul el fondo y amarillas las estrellas que parecen titilar.

Pedro y Floreana se sientan en el segundo banco y con una inclinación de cabeza dirigen un discreto saludo al sacerdote y al sacristán, que hoy parece un obispo con su vestimenta morada de monaguillo. Pedro participa del ceremonial en perfecta consecuencia, y a la hora de los cánticos no sólo conoce de memoria las palabras sino que las entona a voz en cuello, con visible alegría.

Cuando el sacerdote ofrece la comunión, la fila se repleta de mujeres que esperan tomar el sacramento. Un solo hombre las acompaña, uno en toda la iglesia.

– Está claro en qué sexo se acumula el pecado -le susurra Pedro al oído.

– O está claro cuál es el sexo que necesita hacerse perdonar -responde Floreana, la voz muy baja.

Mientras el cura se afana en limpiar el cáliz y guardar las hostias sobrantes, sube el fiscal al pulpito y le habla al pueblo desde allí. El tema es el cementerio parroquial, el que linda con el Albergue.

– A partir de ahora, no habrá más moros -dice el fiscal-. Los no bautizados del pueblo podrán enterrarse junto a los cristianos, no van a quedar en las esquinas del cementerio, como antes.

Pedro clava su codo en las costillas de Floreana:

– ¡Moros y cristianos! Nunca creí que a fines de este siglo mis oídos llegaran a escuchar algo parecido.

A la salida de la misa, un esquivo rayo de sol tienta a los feligreses. Floreana cierra los ojos para recibirlo. La lluvia delgada se cruza con el sol y el arcoiris que atraviesa los cerros parece la cinta de un regalo de cumpleaños.

– Éste es el Chile arcaico -comenta Pedro-. ¿Cuánto más durarán estos reductos?

– No soy muy optimista, creo que tienen sus días contados.

– Aquí estamos salvados, Floreana, ¿lo sabías? Tantos viven hoy en la sobriedad y el aburrimiento de sus vidas diarias, sin vuelo alguno, porque los cerros no los rodean tentándolos, porque ven el mar como un obstáculo y no como un camino, porque no tienen cien imágenes de sí mismos que los interroguen: ¿cuál soy yo? Viven su mesura, elegida y calculada, la que yo nunca viviré. ¡Me sofocaría!

– Porque ellos no intoxican, como tú, hasta el más puro de los paisajes.

– De acuerdo. Si yo entro por un huerto de limones, soy capaz de transformar su inocente azahar en veneno.

– O sencillamente arremeter contra ellos.

– Es que le temo tanto a la velocidad. La he vivido hasta el tuétano, lo confieso, pero hoy quiero estar en el tiempo eterno: éste. Créeme, tengo que pelear para que no me mate la vorágine que me espera en cada esquina. Quiero que la inocencia me lleve a este otro tiempo, el del cementerio que divide a los muertos entre moros y cristianos. A propósito, no entendí la figura del señor que habló desde el pulpito. ¿Quién es?

– Es el fiscal. Los fiscales son una institución chilota, los encargados de las capillas cuando el cura no está. Es que aquí los jesuitas construyeron como cien iglesias, todas esas preciosuras que vemos en la isla, y el cura (había muy pocos) pasaba una vez al año por cada misión. Entonces el fiscal le juntaba a la gente para cada visita: los que debían casarse, bautizarse, etcétera, y tenía todo preparado para la fecha en que el cura llegaba.

– ¿Cuándo sucedió todo eso?

– En el siglo xvii.

– ¡Me enamoro de ti cuando te veo de historiadora! A veces lo disimulas tan bien.

Caminan un poco, sin dirección precisa.

– ¿Ves que tengo razón cuando te pido que nos quedemos en el pueblo? Esta misa te lo demuestra. Aquí podemos capear el temporal…

– ¿Cuál temporal? O mejor dicho, ¿cuál de todos?

– El del desorden actual que vive este país con su identidad, y todos los demás desórdenes de los que hemos hablado. Yo estoy por las formas, sólo las formas. Y aquí se mantienen, impertérritas.

Floreana lo mira, interrogante.

– El problema de Occidente, querida mía, es que pretendió unir forma y contenido. Los unió en el sentido y se armó la confusión, porque las formas deben mantenerse separadas del contenido. Su unión enreda los actos inocentes, que son los que aún importan. Ahora, si te interesa saberlo, para mí lo único que tiene sentido es la forma; los contenidos dan lo mismo. ¡Antes me importaban tanto! Ahora adoro todo lo aparente, cuando antes lo odiaba. Es una conclusión reciente a la que llegué al cumplir los veinticinco años.

Pedro la mira de reojo antes de concluir:

– Es por eso que me interesó la noche del viernes. Por las formas.

Ya, imposible hacerle el quite: como fuese, Pedro enfrentaría el tema y Floreana sabe que es inútil impedirlo.

– ¿Qué pasó el viernes con las formas? -pregunta con pretendida inocencia.

– ¡Desaparecieron! ¿No te parece fascinante como fenómeno? Fue la noche que se volvió loca. O, para ser precisos, Flavián y tú volvieron loca a la noche. ¿No te acuerdas de cómo los aplaudió la gente del pueblo? ¡Ustedes contagiaron cada palma, la yema de cada dedo! ¡Estuvo a punto de terminar en una bacanal! El cura, supongo que para mantener su virtud, se retiró. Tus amigas lesbianas empezaron a atracar sin tapujos, a los pescadores se les soltaron las trenzas y por poco lengüetean a unas cuarentonas con cara de intelectuales liberales que se dejaban hacer, felices. El carabinero punteaba a la auxiliar del policlínico y ella le pedía más y más, a don Cristino se le olvidó cuánto cuesta cada kilovatio y bailaba muy acaramelado con doña Fresia, el sacristán perdió la cabeza por esa esotérica con pinta de anoréxica, el ingeniero de la pesquera besuqueaba a la loca de la Telefónica, el alcalde perseguía a Elena por el gimnasio dando saltitos, excitadísimo don Raúl. ¡Todos perdieron la compostura! ¡Debieras haber visto el espectáculo!

– ¿Y Flavián?

– Se fue rápido. Bailó una vez con Prosperina y partió.

– ¿Y tú?

– Yo terminé adentro de un bote con uno de los pescadores, en la caleta chica al lado de la casa.

– Pero, Pedro… -algo ensombreció el semblante de Floreana.

– ¡No seas fresca, my lily of the west, my faithless Flora! Tú te pegaste el atraque de tu vida y pretendes estar celosa porque te seguí el ejemplo. En general yo salgo del pueblo cuando quiero hacer de las mías, tú sabes, por discreción con mi tío. Pero esa noche todo fue distinto. Gracias a la cantante irlandesa, o a ti, descubrí que no necesito salir. Aquí mismo hay mucho material y yo no lo había averiguado.

– Pedro… -Floreana se le acerca, toma una de sus manos, con la suya libre le sujeta una cadera; inquieta, no sabe cómo mover su cuerpo, cómo comportarse.

– Estás caliente -le dice él, muy serio.

Es mentira que sólo el viento silbe, las palabras también lo hacen.

– No digas leseras -se aparta de él avergonzada y le da la espalda.

– Estás caliente con Flavián y quieres que yo te alivie. Mírame, Floreana, mírame.

Se gira: su cuerpo joven se muestra ante ella, siempre ceñido, siempre provocativo, siempre tibio. Vulnerable como el de ella, desprotegido, aventurero. Pero a diferencia de Floreana, es un cuerpo que no vacila, que no guarda reservas. Es un cuerpo expuesto.

– Tengo que reconocer, Pedro, que entre Flavián y tú, cada uno a su manera, han revuelto mis pobres hormonas, que llegaron tan firmes a esta isla. ¡Las han revuelto tanto! Pero… tú no me deseas.

– No seas lineal, Floreana. ¡Como si no existieran los matices! Hasta en el deseo los hay. Los homosexuales no somos todos iguales. De vez en cuando se me enciende algo con una mujer, aunque no sean ellas mi proyecto de vida. Lo mismo le puede ocurrir a una mujer con otra, sin ser lesbianas. ¿Nunca te ha ocurrido desear, aunque sea levemente, a una mujer determinada sólo porque ella es ella, sin que por eso te dejen de gustar los hombres?

– Sí, quizás alguna vez.

– Entonces, yo me puedo permitir desearte hoy, aunque no soy capaz de hacer de ese deseo un flujo continuo.

Floreana posa en él su vista, totalmente sobrepasada por sus propias contradicciones. Pedro toma un mechón de su pelo y se lo acaricia.

– Si lograra hacerte feliz, de la forma que fuera, ¿te quedarías en el pueblo? ¿Postergarías esa estúpida vuelta a la ciudad?

No responde, sus pensamientos y deseos la turban visiblemente. Camina al lado de Pedro, distraída de la huella que sus pasos siguen, hasta percatarse de que van en dirección al mar, hacia el policlínico.

Cuando el manzano ya está encima de ella, se da cuenta de que han llegado. Vacila.

– No te preocupes -Pedro parece detectar siempre sus aprensiones-. No hay nadie en casa. Flavián almuerza hoy en la casa parroquial. Cambian al cura, ¿sabías? Llega un franciscano, un italiano experto en teología y otras materias. Flavián está muy contento, tendrá con quien discutir. A mí, en lo personal, me parece regio, pero no ignoro que es una competencia en ciernes. Flavián me va a necesitar menos.