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XI

Toda aquella primavera: febrero, marzo, abril, Marta bañaba de primavera estos nombres de los meses. No tuvo nunca, allí en la isla, una noción clara de las estaciones.

El agua del mar estaba algunos días suave y templada; otros, fría bajo unas nubes que corrían rápidas y revueltas. Todas las mañanas Marta nadaba con Sixto hasta un pequeño muelle viejo y abandonado. Allí se sentaban los dos, mojados, risueños, juntos. El cuerpo siente una alegría, una serenidad especial después del ejercicio. Esta alegría flota alrededor de la carne joven, limpia y dorada, esta alegría hace compartir sonrientes a dos muchachos el horizonte luminoso y la costa extendida junto al mar y las salpicaduras de las olas. Fácilmente la vida se serena, los pensamientos son buenos, concretos, sin inquietud.

Cuando venían días cálidos, sobre todo a partir de marzo, se llenó el mar de barquitas; la arena, de toldos y sombrillas. La soledad se esfumó. Pero en el muellecito, con las piernas colgando sobre el agua oscurecida por la sombra de la pared, parecían los dos muy alejados de los demás.

Marta miraba los barcos del puerto, la vela de algún balandro inclinada sobre el mar azul, la ciudad extendida con sus jardines, y las ventanas de una casa fea, sin ningún atractivo particular, que se levantaba cerca de aquella playa. A veces la casa se destacaba de tal manera que podría verla igualmente cerrando los ojos. Pero a lo mejor dejaba de mirarla porque tenía ganas de llorar cuando lo hacía mucho rato seguido.

Un día, Sixto le propuso ir a Las Canteras con una panda de amigos y comer allí en un restaurante. Marta se sobresaltó y dijo que no quería ir. Se había acostumbrado al agua de aquella playa, a mirar desde el muelle lejano, junto a Sixto, las ventanas de aquella casa. Una vez le pareció distinguir una figura…

Aquella misma figura, Pablo, en carne y hueso, se le presentaba de pronto, alguna rara vez, en casa de sus tíos para tomar el café con ellos. Entonces Marta miraba asombrada los rasgos de una cara, la forma de unas manos, escuchaba palabras indiferentes, pero que tenían el poder de emocionarla y de hacerle pensar infinitas cosas, revueltas todas, como si las trajera una música. Pablo procuraba no hablar con ella en aquellas ocasiones. Quizá le diera remordimiento ver su cara seria, distante. Sus manos, que ella nunca le tendía ya.

A veces encontraba al pintor en la calle. Entonces Marta cruzaba la calle ostensiblemente, pero sentía una tristeza tan grande que le parecía no poder vivir.

Sin embargo, se sentía orgullosa de ella misma. Capaz de todo lo que desease, si podía dejar así, tranquilamente, como si no tuviera importancia, el encuentro con aquella persona.

A veces se admiraba de haber sentido tantas cosas en el intervalo de tan pocos meses. Había crecido. Se había hecho una mujer entera. Algún día Pablo lo entendería, y quizá buscase su amistad… ¡Qué indigna disculpa había buscado en las habladurías de la gente! No la creyó bastante fuerte para decirle sin rodeos: no me interesa tu amistad; me aburres, eres muy niña aún.

Mientras tanto, los días pasaban sobre sus espaldas, de tal manera que ella se sorprendía de tenerlas tan derechas. El sufrimiento ni le había dado fiebre, ni había alterado su organismo en lo más mínimo, y esto también la sorprendía. Sixto le dijo admirativamente que parecía de hierro. Nadando no se cansaba nunca… Y quizá si ella no hubiera dado suelta así a tantas fuerzas que sentía oprimiéndola, aquellas fuerzas la hubieran consumido. Pero ella les daba expansión en el mar; el agua levantaba su cuerpo pequeño, un punto insignificante en su gran inmensidad, lo levantaba y lo moldeaba, lo abrazaba, lo tendía meciéndole sobre su luminosa canción. Marta sentía su cuerpo saludable, resistente, capaz de cargar con todas las inquietudes, con todas las revueltas contradictorias de su ánimo. Aquel ejercicio, en concreto, le sentaba muy bien. Los Camino peninsulares veían con silenciosa admiración cómo Marta, después de la mañana consagrada al estudio, devoraba con apetito su comida en el comedor un poco oscuro de la casa de Las Palmas, contemplada por los viejos bodegones que conocía de su infancia.

El primero de abril acabó la guerra. Por la mañana, Sixto alquiló una barca para Marta y para él, y a grandes golpes remó mar adentro, hasta que las gentes de la playa se confundieron y se hicieron pequeñas y oscuras. Marta miraba el acompasado juego de los músculos del joven y la bella risa con que entreabría sus labios al mirarla. Le gustaba tanto ver a Sixto, como nadar o correr por los campos en algunas excursiones.

Cuando la barca estuvo muy lejos, Sixto dejó los remos en el fondo y se acercó a Marta. Ella se había vuelto de espaldas apoyándose en un extremo del bote, para tostarse y mirar al mar. El día estaba tan claro, el agua tan limpia, que podían verse a varios metros arenas y rocas. Se veía temblar la sombra de la barca y la de su propia cabeza. Luego vio la sombra del muchacho en el agua hermosa, verde y brillante como una joya, que parecía devolver el calor del sol. Sixto a su lado le pasó el brazo por los hombros; ella levantó la cabeza, y sin saberlo, y sin pensarlo, le ofreció sus labios. Se besaron mucho, muchísimas veces, con una limpia e inocente voluptuosidad. Cuando la barca, abandonada a la corriente, les fue acercando a la playa los dos tuvieron un sobresalto. Sixto remó de nuevo mar adentro. Sixto estaba más confuso que Marta pensando que pudieran haberlos visto desde la arena.

Al día siguiente, un domingo dos de abril, Marta tuvo un gran compromiso con "las niñas". Subían todas al campo para celebrar juntas con una merienda el fin de la guerra. No iban a la finca de Marta, pero sí muy cerca, a la casa que los padres de Anita tenían para pasar el verano.

El sol regaba los caminos, sacaba su color a las flores. Daba una impresión de intimidad y alegría, como si la isla fuera un gran jardín cerrado y cálido. Marta sentía esta intimidad, este calor. Le parecía que algo había florecido en ella, algo que después de mucho tiempo de tristeza le diera ganas de canturrear sin pensamientos. Llevaba un paquete con su merienda envuelto en una servilleta y se lo echaba descuidadamente al hombro. Este gesto, sin saber por qué, parecía colmarla de libertad, naturalidad y ligereza.

La casa de Anita era un gran edificio antiguo pintado de rojo y estaba cerca de la carretera principal. Era tan grande que aun en verano la mitad de aquella casa quedaba deshabitada, porque la familia no necesitaba tanto espacio. "Las niñas" habían cogido para ellas una de aquellas salas deshabitadas y en el verano anterior habían instalado allí varios muebles sobrantes y una alfombra para tenderse en el suelo. Allí habían pasado muchos ratos de reunión. La habitación aquella tenía un nombre puesto por Marta. Se llamaba el cuarto bohemio.

La verja del jardín estaba entreabierta. Un viejo regaba una gran pradera de margaritas y le informó a Marta que las niñas habían llegado ya. Marta sonrió asintiendo. Oía sus voces desde la casa. La ventana del cuarto bohemio en la planta baja estaba abierta. Marta se acercó despacio, quería aparecer súbitamente en la ventana.

Muchas cosas de la vida de Marta estaban unidas a aquella pradera florida, a aquel cuarto bajo, acogedor, hacia donde iba. Aquel día se sentía envuelta de una inconsciente dulzura, cogía aquellos matices tiernos, suaves, de las cosas. Se daba cuenta de que a ella le había sido concedido este regalo de la vida que es la amistad. Hay seres que van solos siempre en todas ocasiones. Ella había tenido aquel cuarto bohemio, aquellas muchachas con las que leía libros, comía fruta y soñaba esos sueños tranquilos que se pueden tejer en alta voz. Oía sus voces distintas. Veía sus trajes de colores. Estaban agrupadas sosteniendo una discusión. Se acercó sonriente. Entonces oyó su nombre y se detuvo. No se ocultaba; estaba en el jardín a plena luz, cerca de la ventana, detrás de la que aparecían ellas, mirándolas. Si hubieran vuelto la cabeza, las niñas también habrían visto a Marta. Ella no se movía; oía sus charlas, pero lo hacía sin ningún misterio.

– Lo sabe todo el mundo. Son novios. Nosotras hemos sido las últimas en enterarnos. Eso es una falta de amistad…

– Pero lo de los besos no lo creo.

– Lo vio mi hermana.

– Pero tenemos que decirle algo… Esa calamidad no se da cuenta nunca de que todo el mundo la critica.

– Y lo peor es que después se creen que todas las de la pandilla somos iguales… Se lo tenemos que decir.

Hubo una pausa. Marta suspiró en el jardín. Oyó la voz de Anita, que siempre era justa:

– Todas nos hemos besado con nuestros novios…

Y Flora, que no tenía novio:

– ¡No digas eso…! ¡Tú…! ¡Que lo digas tú…! De ti nadie pudo decir nada nunca.

– Porque lo hice a escondidas, en el jardín…

Todas protestaron.

– ¡Es distinto!

– Además lo tuyo es una cosa formal. Es distinto. Se lo tenemos que decir. Mi madre, fíjate tú, está empeñada en ir a hablar con su familia… Como ella se ha criado sin madre…

Anita dijo:

– Yo se lo diré luego. ¡Es tan raro que ella nunca se dé cuenta de nada! Como siempre va distraída y no se fija en nadie, se cree que nadie se fija en ella.

Hubo otra pausa.

– Voy a poner un disco.

Tenían una gramola en el cuarto bohemio. Marta aprovechó aquel cambio de cosas para acercarse a la ventana. Estuvo allí de codos un minuto sin que la vieran, ocupadas todas en la tarea de mirar el álbum de discos. Aún dijo Flora:

– Niñas: ¿ustedes creen que estará enamorada?

Anita contestó, segura:

– Una mujer no besa a un hombre nunca sin estar enamorada. No va a perder así su dignidad. ¡Qué tontería! Claro que está enamorada. Ella conoce a Sixto de toda la vida.

Marta, allí, quieta, estaba un poco turbada cuando volvieron la cabeza hacia ella. Y las otras se sobresaltaron también. Marta pensaba que esta dulzura, este olvido que tenía desde el día anterior quizás era estar enamorada. Pero lo pensaba por primera vez. Se sentía también un poco heroína de novela. Ella había ayudado siempre a otros seres en sus noviazgos y había permanecido un poco al margen de aquello, con curiosidad y con ternura a un tiempo. También había leído muchas novelas, y algunas terribles y crudísimas, en compañía de estas mismas muchachas. Cuando la madre de Anita el verano anterior se acercaba por allí algunas tardes, a todas les fastidiaba un poco. Era una señora joven y frágil. Se asomaba un momento, con su cigarrillo en la mano, y les sonreía.