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– Te he llamado para que me expliques delante de Pino todas tus trapisondas, tus engaños y tus tonterías…

Marta sintió miedo. Por un momento fue un miedo tan grande que le hizo temblar las rodillas con violencia. Se apoyó en un extremo de la mesa. Luego apretó los dientes, como en los últimos tiempos se había acostumbrado a hacer. Pensó: "Este rato pasará en seguida. Luego no tendrá importancia".

Hubo un silencio. Marta miró ahora a su hermano con la cabeza alta, muy fija, insolente.

– ¡Estoy esperando! -dijo José.

Marta descubrió que no podía hablar. No podía despegar aquellos dientes apretados, ni bajar la cabeza. Le parecía que nunca había visto a José tan colérico, y le había visto muchas veces. Nunca estuvo tan desarmada delante de él, porque allá en su fondo ella veía una razón de su enfado. Por eso, aterrada, seguía fija en su actitud insolente.

Pino se levantó de pronto, descalza como estaba, con el collar de Teresa en el cuello, adornada con anillos y pendientes de Teresa.

– ¿Pero no ves que es una…? ¡No eres hombre si no la matas!

Marta perdió su rigidez, furiosa, al oír el insulto de aquella voz.

– ¡Tú no te metas!

Pino dio una especie de chillido en el momento en que José cogió a su hermana por el cuello de la blusa y la tiró materialmente contra la pared. Luego se plantó ante ella con los ojos saltones, con una actitud tan terrible que ya tocaba en lo cómico.

Entonces Marta, que se había golpeado la cabeza, que veía a Pino dislocada, que notaba un extraño baile en las paredes, hizo una mueca a la que se había acostumbrado en los últimos tiempos. Sonrió.

José perdió la cabeza y empezó a cruzarle la cara a bofetones.

Marta sentía aquel dolor quemante, y sonreía. Este gesto era inconsciente. De allá adentro, de una parte de su ser que no razonaba sino presentía, le venía quizás esta sonrisa. Ahora era la única serena, la única fuerte.

Su hermano la insultó con la misma palabra que le había lanzado Pino. Luego se detuvo jadeante.

– No te atreves a contestar, ¿verdad? Nos has estado engañando a todos con la porquería de los estudios… A la playa todos los días con ese idiota… Después de enterarme de lo que corre de boca en boca por todas partes he hablado con el padre de Sixto esta tarde… ¡El buen hombre no tiene inconveniente en la boda…! Pero ¿qué te has creído…? ¿Quién te crees que soy yo para reírte de mí? ¿Qué boda ni qué porquerías a mis espaldas? -Yo no quiero casarme. Marta dijo esto muy fuerte, muy segura. José se desconcertó un instante. Luego volvió a la carga.

– Ni quieres ni puedes. Desde hoy se acabaron los estudios, las salidas; todas aquí dentro, ¿entiendes? Aquí, con Pino y con tu madre.

Marta a esto opuso una voz ahogada, una vacilante necesidad.

– Tengo que examinarme…

– Te quedas sin exámenes. Y ahora, a tu cuarto, sin cenar. A reírte a tu cuarto.

Marta se fue escaleras arriba sin volverse una sola vez. Su cuarto le parecía muy vacío y muy grande. Había jazmineros mezclados a las enredaderas de aquella parte de la casa y olían mucho. Se echó en la cama. No para orar, sino para tranquilizarse, para que aquel golpear del corazón se hiciera menos fuerte. Había sido castigada. No le importaba aquel dolor en la mejilla, era mejor así. Ella sabía desde siempre que todo abandono, que todo pecado tiene su castigo. Pero José no la castigó por eso.

Oyó unos pasos en el corredor, pasos suaves, como gatunos. Luego un pequeño arañar en la puerta; al fin sintió que entraba la majorera. Marta se sintió furiosa con su intromisión. Se incorporó.

– ¿Qué pasa, Vicenta? ¿Qué quieres otra vez?

– Estaba arreglando a tu madre, y oí que peleaban abajo. Creí que era contigo.

– A ti no te importa.

– Está bien. Algún día te ha de pesar.

– ¡Vete!

Marta apagó la luz. Se tumbó vestida sobre la cama: escuchó los ruidos de la casa. El ruido del aire en el jardín.

Le habían pegado por Sixto. No por besarse con él sin motivo, aquello que ella allá en el fondo encontraba mal, sino porque creían lo que hubiera sido tan natural, tan simple, que iba a casarse con él. Era incomprensible… Ah, pero se alegraba. Se alegraba también de que fuera por eso, que José le hubiese pegado con crueldad, con injusticia absoluta…

Lo repetía en alta voz: "Me alegro; ahora puedo luchar contra José…" Luchar contra José, pero no para casarse con Sixto, porque -y a momentos le daban ganas de reír de tal manera que tenía que apoyar la boca contra las sábanas para contenerse-, porque desde aquella tarde sabía que Sixto no le importaba nada, absolutamente nada.

Después de contener aquella risa nerviosa levantaba la cabeza para escuchar. Oía muy lejano un rumor de vida en la planta baja. El corredor estaba silencioso. Más tarde oyó los pasos de Lolilla y de Carmela. Un cuchicheo… Se iban. ¿Qué harían esas dos por el pasillo? Ninguna llamó a su cuarto. Marta se levantó y fue a cerrar con pestillo la puerta. Así estaba más tranquila.

Avisaría a sus tíos… O a Pablo. A todos les parecería bien el noviazgo. A pesar de lo que había dicho Daniel, ellos no eran monstruos como José. ¿A quién le va a parecer mal el noviazgo de dos jóvenes que se conocen desde niños? ¡Qué disparate! Se llevó las manos a las sienes, que le latían. Nunca le había dolido la cabeza hasta entonces. Quizá debería llorar, para que se le quitase aquel mareo…, porque resultaba que Marta y Sixto no eran novios. Y Marta tampoco quería que lo fuesen jamás. Seguramente Sixto tampoco querría, aunque su padre dijese tonterías. No tenían nada común ellos dos. Nada común. Él quería quedarse en la isla. Había vuelto a la isla después de su guerra y de su herida, y Marta quería salir de allí. De ninguna manera podría vivir allí cuando las ventanas de aquella casa junto al mar dejasen de tener un significado.

Quería con toda el alma marcharse con ellos. Los cuatro: Hones, Daniel, Matilde y Pablo… Lo habían dicho. Dentro de un mes. Ella encontraría un pasaje para dentro de un mes. Una vez fuera, ¿cómo se iba a atrever José a dar el espectáculo de mandarla buscar? Es verdad que era menor de edad, una chiquilla de la que todo el mundo tenía derecho a disponer. Pero Daniel era un pariente suyo tan cercano como José. Podía acogerse a él. Si ella combinaba bien las cosas, los tíos se enternecerían. Con verdadera ironía vio la cara vieja y pecosa de Daniel diciendo aquello de guardar las formas. Bueno, pues las iba a guardar, iba a disimular las verdaderas intenciones. A ella le habían salido mal las cosas siempre por ir con el alma abierta, confiándose demasiado.

Sus pensamientos iban tan desquiciados que tuvo miedo de estar enloqueciendo.

Necesitaba sobre todo ver a Pablo. También el pintor se había escapado una vez de su casa, y, en un momento de gravedad tan grande, él no se negaría a ayudarla. O por lo menos no la delataría, de eso estaba segura, si ella le pedía silencio. Porque concretamente lo que había decidido era fugarse para siempre de la isla. Quería atreverse a bajar a la cocina, donde estaba el teléfono. José lo había relegado allí porque lo odiaba. Lo tenían en casa sólo en atención a la enfermedad de Teresa. Marta pensaba que Pablo tendría teléfono en el hotel. Sus tíos también lo tenían en la casa de Las Palmas. Necesitaba que alguien la ayudara a salir de la casa. Necesitaba que sus tíos la ayudasen a escapar… Al menos a escapar por aquellos días del castigo impuesto por José de permanecer encerrada en la casa. Eso dificultaba todos los planes.

Empezó a pasear por la habitación. Las sandalias crujían en el entarimado y se descalzó. Notó que estaba temblando. Era tremendo aquello que se le había ocurrido, de pensar en fugarse. Pero lo haría, ya lo creo. Lo extraño era no haberlo pensado antes, siempre.

Aquella bofetada en su mejilla había despertado en ella algo hondo, un instinto de defensa y de lucha. Supo que nadie la vencería a la fuerza bruta, jamás, jamás. Estaba excitada y temblando.

El temblor llegó a ser tan grande que no la dejaba pensar. Se asomó a la ventana para apoyar los codos allí hasta que le dolieran. Se mordió como una fiera; se hizo hasta sangre en su afán de serenarse. Al fin el dolor físico la calmó como quería y fue ya una persona reposada, escuchando, inmóvil, los últimos ruidos de la casa. Mirando las estrellas, como si estuviese encargada de contarlas. Esperando.

José y Pino subieron a acostarse; oyó sus pasos. Marta no se había ocupado nunca en pensar en José y Pino; y, sin embargo, a su manera eran bien singulares. Quizá todas las personas llevan algo extraño dentro, hasta las que más grises le parecen a uno. ¿Cómo había dicho Pablo en una ocasión? Llevan sus demonios… José esta noche tuvo en los ojos una frialdad, un odio. No podía pensar en aquello sin revolverse, sin aborrecerlo también. Pero a ella no se le alcanzaba el por qué la noticia de un noviazgo suyo podía despertar en aquellos ojos tal aversión.

"No quiero pensar en José. Tengo que pensar en mi fuga. Me queda poco tiempo y el pasaje hay que sacarlo muy pronto."

Poco a poco se sintió llena de serenidad. Cuando hay una tarea que hacer, las dudas desaparecen. Una vez le sucedió algo parecido, hacía mucho tiempo, le parecía que hacía años ya…, cuando Pino una noche tuvo un ataque de histerismo y ella la cuidó. Fue la noche antes de la llegada de los tíos. Hasta entonces ella había sido una verdadera criatura. Luego le habían sucedido cosas.

"Nada de recuerdos. Piensa en lo que te importa."

Marta, de cuando en cuando, se interrumpía en aquella disparada facilidad de sus pensamientos… Hacía algún tiempo que había dos Martas dentro de ella. Una que ordenaba a la otra, que se dejaba ir…

"Ahora, ahora mismo, bajarás a la cocina a telefonear. Al menos en esto de que te tienen encerrada avisarás a tus tíos… Esto les va a ayudar a entender, más tarde, que te hayas escapado", pensó por milésima vez.

Ahora se descubría un gran entusiasmo. ¡Qué suerte enorme que José hubiese perdido de tal manera los estribos! Sin eso quizás ella no se habría decidido a escapar para siempre. Su aborrecimiento por José se esfumaba, tomaba un sentido distinto. Le daba miedo y horror, pero esto la ayudaba y la espoleaba.

Parada en medio del cuarto sonrió a las sombras. Una curiosa sensación de triunfo le quemó el cuerpo como una llama. La vida estaba de su parte. Era joven, fuerte, decidida. Ahora todos sus deseos se habían fundido en uno: escapar.