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XII

Marta estuvo varios días encerrada en casa. Era un encierro soportable. Podía salir al jardín y vagar por la finca, y sólo le estaba prohibido transponer la verja de hierro -por otra parte siempre abierta- del portón de entrada.

Marta sentía su impaciencia como el rumor de un mar que avanza en la marea, y su imaginación corría rápidamente. Al pronto esperó que sus tíos preguntaran por ella, pero los días fueron pasando y tuvo que desengañarse. Seguramente tenían ellos suficiente tarea con preparar su viaje de vuelta para ocuparse de la niña. Ella no intentó más llamadas por teléfono, convencida al fin de que no servirían para nada.

Marta comía silenciosamente entre sus hermanos y silenciosamente obedecía a Pino cuando le encargaba alguna tarea de la casa. Esperaba que le levantaran el castigo en vista de su buen comportamiento. Pero su paciencia se iba agotando. Lo más irresistible era la obligación de sentarse a coser, por las tardes, frente a Pino. A su cuñada le gustaba mortificarla, y en efecto, Marta sufría. Pero no por las palabras de la otra mujer, sino por no poder estar sola, por tener que contestar alguna vez, aunque fuese con monosílabos, para no irritarla demasiado. Llevaba quince días de encierro cuando supo que no podía aguantar más.

– Vaya un novio que tienes, ni te manda un recado, ni intenta verte…

Pino le decía estas cosas. Estaban las dos sentadas junto a una ventana, con un cestón de ropa por repasar. Marta cosía inhábilmente, fastidiada como nunca. Se encogió de hombros.

– Yo no tengo novio, pero si lo tuviese, ¿sería un crimen?

– Díselo a tu hermano.

– Ya te digo que no lo tengo. No sé por qué estoy aquí encerrada.

– ¿No lo estoy yo también y me aguanto? Si tu hermano lo manda te fastidias tú también.

– Yo no estoy casada con mi hermano.

Estaban en el comedor, bajo los ventanales. El viento agitaba el jardín en la tarde y el reloj hacía sonar su tictac.

– No -dijo Marta-. No me aguanto.

Se puso en pie y tiró la costura al cesto.

– ¡Ven aquí inmediatamente!

– No tengo por qué obedecerte.

Pino empezó a gritar furiosa. Marta se escabulló escaleras arriba a su cuarto, se encerró con llave y se echó sobre la cama a llorar. Aquellos quince días de encierro la habían vuelto nerviosa y desequilibrada. Sabía por la majorera que Sixto había llamado por teléfono varias veces. Pero eso poco consuelo le proporcionaba; no quería nada con Sixto.

Al oscurecer oyó el automóvil de José en el jardín, y al poco rato sintió que su hermano llamaba a la puerta de su cuarto. Marta le abrió.

– ¿Se puede saber qué le has hecho a Pino? Dice que le has pegado.

– ¿Y tú lo crees?

José se desconcertó.

– Tienes que obedecerla, ¿entiendes?

– No sé por qué.

– Te pesará si no lo haces.

– ¡Como no piensen ustedes envenenarme! Más de lo que hacen, no me pueden hacer.

– Te has portado como una sinvergüenza teniendo un novio a mis espaldas.

– Te digo que no quiero novio… Te lo he dicho mil veces, pero si me tienen encerrada así, sin dejarme estudiar ni vivir, entonces sí me escaparé con él y para que te enteres, me casaré depositada. Sé muy bien mis derechos.

Marta se detuvo asustada de ella misma. Estaba tan harta, desesperada y triste de tantos días inactivos y monótonos, que se había vuelto feroz y descarada. Estaba segura de la furia de José por esta contestación. Se sorprendió cuando vio que él cruzaba la alcoba para asomarse a la ventana dándole la espalda. Siempre que algo le hacía reflexionar tomaba esta actitud.

Los hombres se asustan siempre cuando se invoca al derecho, a la ley, pero Marta no lo sabía y miraba con asombro la larga figura de José, en un silencio tan tolerante, dándole la espalda a ella. Habló al fin sin mirarla.

– Nadie quiere secuestrarte… ¿Entiendes? Pero cuando llegue el momento de casarte, seré yo quien te busque un novio que te convenga. Ése viene por el interés. Es un imbécil.

A Marta se le ocurrieron muchas cosas. Echarse a reír o contestar una grosería, por ejemplo, pero quedó callada, esperando. Como se prolongaba el silencio, preguntó al fin:

– ¿Cuándo puedo volver al Instituto?

– Mañana, si quieres -fue la sorprendente respuesta-. Pero tienes que prometerme que no vuelves a ver a ese idiota.

José investigaba su cara; Marta sintió que una alegría muy grande la llenaba, de tal manera que no acertaba a decir nada. Al fin le prometió lo que él quería, asintiendo apresurada con la cabeza para dar más fuerza a sus palabras.

– Ya te dije que él no me importa.

– Mejor… Pero mucho cuidado con lo que haces.

La cena fue desagradable, con Pino, nerviosa y ofendida, delante de ella. Marta, desde su nueva seguridad, empezó a comprender que Pino fuera tan mal pensada y tan mezquina. El aburrimiento de su vida era enorme, y no hay nada peor que ese aburrimiento mediocre, triste, sin lucha, para el espíritu. Envejecer en esta casa, sin interés de ninguna clase por ella, éste era el porvenir de Pino. Y Pino por eso la miraba a ella con una grisácea envidia de la que ni siquiera se daba cuenta. Pino estaba enferma de envidia por todos y de todo. Aquella enfermedad le volvía los ojos brillantes y las manos temblonas como una fiebre.

Había discutido con José. Pino hubiera querido que José arrastrara a Marta por los cabellos y le pegara una paliza tremenda. Marta la había oído gritar estas cosas sin inmutarse. Le parecía que sólo le importaba aquel hecho de haber perdido quince días de su vida metida allí obediente y callada… No perdería ni uno más. Estremecida de horror, pensó que su vida, el año próximo, cuando ya no tuviese el pretexto de los estudios, sería la vida que había llevado estos días en la casa, si ella no lo remediaba y dejaba escapar la única oportunidad de la marcha de sus parientes para irse con ellos.

Durante aquella cena no tuvo hambre. Comía sólo para disimular sus pensamientos, porque le parecía que su hermano y su cuñada podrían leérselos en la cara. Y, así, bajaba la cabeza y tragaba lentamente los alimentos. Preguntó, cuando pudo:

– ¿Se sabe ya cuándo se van los tíos?

– Sí, ya tienen los pasajes para el doce de mayo… ¿Por qué?

– Ya sabes que yo quería irme con ellos.

Pino se echó atrás en su silla, excitada. Esperaba una buena contestación de su marido para Marta. Cualquier pequeña cosa tomaba para ella proporciones tremendas. Su ojo izquierdo, estrábico, le daba un aire maligno. José no se inmutó.-Tú tienes muchos pájaros en la cabeza, Marta. Bastante es que no te vuelva a meter interna.

– Interna… -en la voz de Pino vibraba un rencor apasionado-; interna en un buen colegio… En un correccional es donde tendría que estar…

Marta suspiró hondamente mientras Pino comenzaba su habitual ataque de nervios. Como siempre, mezclaba las acusaciones a Marta con inculpaciones a su marido y denuestos a Teresa. Como siempre, José preguntaba, perdidos los estribos: -¿Qué tiene eso que ver? Marta pensaba escabullirse sin ruido. -¿Qué tiene que ver, criminal…? ¡Criminal! Que me tienes aquí encerrada mientras otras se ríen… ¡Mira cómo se ríe ésta, mírala, que la mato!

Pino se puso en pie y arrojó un cuchillo a la cabeza de Marta. La chica se agachó rápidamente y el cuchillo pasó por encima de ella. José, asustado ya, fue a calmar a su mujer, que sollozaba ahora en su fase depresiva.

"Doce de mayo… -pensó Marta rápidamente-. Me quedan dos semanas poco más o menos. Si sale todo bien, me veré libre de esto muy pronto. Nunca más veré estos ataques de nervios. Nunca más oiré el tictac de este reloj. Nunca más…" Estas palabras, "nunca más", le regaban el espíritu, se lo vigorizaban, lo hacían hervir al pensarlas. Y estaba allí junto a la mesa, un poco pálida, muy seria, con los ojos brillantes.

Al día siguiente, después de tantos días de pensarlo, súbitamente adelgazada por el nerviosismo, iba intranquila por las calles de Las Palmas.

Se fijaba, por primera vez, en las tiendas de la ciudad. Siempre había sentido timidez de entrar en ellas y nunca había sabido comprar nada. Admiraba a sus amigas cuando disfrutaban palpando telas, combinándolas en su imaginación para futuros trajes, deseando pequeñas cosas fáciles de obtener y sintiéndose luego felices de sus adquisiciones. Ella nunca había deseado nada concreto en la vida, al menos nada de lo que se obtiene a cambio de unas monedas. Le pareció siempre que tenía trajes de sobra para cubrirse, demasiada comida en la mesa, demasiadas chucherías en sus cajones. Nunca había mirado los escaparates de los comercios. Y ahora ella misma tenía algo que vender, y se le hacía muy difícil. Para algunas cosas de la vida se sentía incapaz, absurda, débil. Necesitaba convertir en dinero las únicas cosas de valor que poseía en el mundo, pero las apreciaba tan poco, que hasta tenía miedo de que se riesen de ella al enseñarlas.

Pero las gentes compran. Veía señoras con paquetes. Muchachas airosas con tacones altos, y muchas con blancas y graciosas mantillas canarias. Marta no había tenido nunca gracia para usar la mantilla canaria de lana fina. No sabía sacar partido de sus manos, pintando cuidadosamente las uñas, ni sabía perfilar bien sus labios, ni arreglar sus ojos, ni alhajarse. Para todo esto se necesita tiempo, deseo de agradar, paciencia… Todas aquellas mujeres que encontraba, y que se iban llevando las miradas de los hombres, parecían poseer esas cualidades… Sus amigas también. Por eso florecían y se sentían felices en la intimidad de sus casas, en la suave paz de la ciudad, entre los campos cerrados por el mar. Tenían lo que querían, y no deseaban fugarse.

Las tiendas olían a encajes, a telas nuevas. Los bazares de los indios presentaban mantones de Manila y elefantes de marfil, y expandían a la calle un olor de seda y maderas caras. Todo aquello podía ser una tentación fuerte como la que las sirenas de los barcos, saliendo en la noche, le ponían a ella en el alma…

Encontró a dos amigas del Instituto que la besaron en las mejillas y trataron de que se detuviese con ellas en una tienda de radios y gramófonos, para oír las últimas novedades en discos. Entonces sintió aquella impaciencia brutal, desesperada, que la agobiaba, y se deshizo de ellas casi a la fuerza. Oyó el cañonazo de las doce y comprendió que se le acababa la mañana. Había necesitado habilidad y calma para salir temprano de la casa. Por la noche, cuando Pino ya estaba acostada, había pedido a José dinero para venir a Las Palmas por la mañana en el coche de hora.