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Empezaron a pasar los días, mientras Marta se iba enterando de los trámites que tenía que hacer para sacar su salvoconducto, y llegó el uno de mayo. Se dio cuenta con desesperación de que aún no tenía nada arreglado… ¡Y al día siguiente era fiesta! Eso significaba otra pérdida de tiempo. Le habían dicho que necesitaba certificados de vacuna para el salvoconducto, y perdió la mañana en el Instituto de Higiene. También se hizo unas fotos de carnet, al minuto, que reflejaron una imagen suya, casi irreconocible, de gesto feroz.

A mediodía llegó a casa de sus tíos rendida y con cara de fantasma. Afortunadamente no estaban, porque les habían invitado a comer unos conocidos, como despedida. Era un descanso aquella casa silenciosa y fresca, donde no tenía que esforzarse en hablar.

– Mañana, desde tempranito, también se marchan sus tíos al campo para todo el día. Me dijeron que mañana no viene usted tampoco, porque es fiesta. Yo me voy a mi casa, y me quedo allí a dormir.

La criada trataba de darle conversación, porque quizá le daba pena verla tan sola en el comedor oscuro, con aquella cara febril que ahora tenía la niña. Esta criada era una mujer gorda, con un ojo torcido, que daba gritos de pena al ver que Marta dejaba intactos los platos.

– ¡Jesús! Eso son las cosas de la línea. ¿Usted sabe, mi niña, que se está poniendo muy flaca? La señorita Hones también quiere adelgazar, pero ella no deja de comer por nada del mundo.

Marta no atendía. Estaba cansada, pero no podía quedarse quieta un minuto. Recorrió la casa vacía, los silenciosos patios, las alcobas. Por allí, durante muchos años, había corrido, despreocupada. ¿Recordaría ella alguna vez estas grandes habitaciones, estos muebles oscuros, cuando estuviera lejos?… En el convento varias veces se había despertado llorando, porque no estaba ya en la casa del abuelo. Allí había sido feliz, sin duda.

Junto a la cocina, en la galería del patio trasero, había una pila de agua. Una piedra hueca, sobre un soporte, la destilaba gota a gota dentro de una panzuda taya roja. La piedra estaba cubierta de las frescas plantas del culantrillo, con su intenso color verde. En el campo, en el porche de la cocina, había otra pila igual.

Estuvo a punto de emocionarse. Estos pequeños detalles de la casa cobraban una vida profunda, un quieto encanto, una significación hogareña y tierna… Pero era -pensó- porque iba a dejarlos. Sí, los recordaría… Sin embargo, si se quedase sujeta a ellos, sentía que podría aborrecerlos.

La muchacha bizca vio con asombro cómo aquella niña tan rara se quedaba mucho rato junto a la pila de agua, viendo formarse aquellas gotas cristalinas que se futraban por la piedra y que caían lentamente.

Por la noche pensó Marta en Teresa, y entró en su habitación de puntillas. Hacía rato que la habían acostado.

Sobre la cómoda ardía siempre una lamparilla de aceite y aquella luz iluminaba apenas la cara de la mujer dormida entre las almohadas. En las mejillas se le proyectaba la sombra de las pestañas. La hija se inclinó, algo demudada, sobre aquel rostro.

"Es como si estuviera muerta. Nunca estuviste con ella. Nunca te necesitó… Ni la necesitaste desde que dejó de estar en tu vida. ¿Te habría entendido alguna vez?… Ella era una mujer feliz en su casa. Le gustaban sus pequeñas joyas, sus cositas, como dice la majorera. No leía, no soñaba con otros mundos y no era histérica ni desgraciada como Pino. Sin embargo… ¿Te hubiera detenido de poder hacerlo…? Desde que creciste pensaste, más que en ella, en tu padre, que te dejó un cajón lleno de libros en el desván. La vas a dejar para siempre. Mírala."

Marta se sintió horrorizada. Si Teresa abriera los ojos y dijera: "No te vayas, tienes que estar conmigo, te he llevado dentro de mí, eres mía"… Bien sabía que mucha gente comentaba desfavorablemente su conducta para con su madre enferma, sobre todo al compararla con la de José, que era su hijastro nada más.

Pero Teresa no podía decir eso. No podía detenerla. Marta no era de nadie, no se sentía atada a nadie, y eso le daba fuerzas. Teresa la había abandonado hacía años, más que si estuviera muerta. Si Teresa le hubiera impedido marchar, también de ella hubiese huido, sin piedad, sin volver la cabeza. La cara de Marta tomó una expresión muy dura.

Empezó a recordar mil hogares amigos que conocía, casas llenas de ternura, hasta el punto de que la marcha de un hijo a la Península para estudiar parecía una tragedia, y a las que la guerra había hecho temblar en sus cimientos. En estos hogares ni se hubiera soñado que una hija pensara desgajarse de ellos, como no fuera por el matrimonio.

Con la punta de los dedos tocó una mano de su madre, blanca y abandonada sobre la colcha. Los ojos de Teresa se abrieron espantados, enormes, verdes con las pupilas negras. Luego los cerró fuertemente y volvió la cabeza, hundiéndola en la almohada.

Marta durmió profundamente, agotada. Se despertó muy temprano, pero tuvo la impresión de que antes de dormir había alcanzado a ver el alba; que sólo había cerrado los ojos unos minutos.

Era un hermoso amanecer, y la vida temblaba allá fuera, en los campos. Pensó que en el puerto se reflejaría en el agua la sombra de los barcos.

Delante de la habitación de Pablo nacía el sol, enrojeciendo el agua… El cuarto estaba vacío, como cuando lo vio ella. Muy pronto, ya no sería ni siquiera el cuarto de Pablo… Ella necesitaba verle. Mientras él y su vida extraña, y su capacidad para comprender las cosas hondas, las que en realidad tienen importancia, llenasen la isla, era posible vivir allí; pero si él se iba… Si él se iba daba lo mismo vivir en un convento o en aquella casa o morirse. En aquellos momentos, en que sabía que Pablo se había preocupado de ella, aunque fuera para denigrar su conducta, marchar con él le parecía a la niña ya una cuestión de vida o muerte.

Estaba en el Sur. Marta conocía la casa donde él paraba. Había comido allí con su abuelo, por lo menos una vez, poco antes de empezar la guerra. Tenía idea de que era una tienda humilde, cerca de la carretera. Ni siquiera sabía el lugar en la larga carretera del Sur… Pero podría reconocerlo, estaba segura, aunque desde luego era muy lejos… Al dueño de esta casa le llamaban Antoñito, el barquero. Hacia años que Marta no había salido en coche por la carretera del Sur. Quizá, reflexionó, el viaje no fuera tan largo como le había parecido aquella vez, porque los parientes pensaban ir y venir en el día, cuando fueran a ver a Pablo.

Fue en el momento de pensar estas cosas, mientras se estaba vistiendo, cuando Marta tuvo un sobresalto y vio con claridad en su imaginación que era allí, a casa de Pablo, a donde iban a ir los parientes aquel día de fiesta. Cada vez estaba más segura. ¡Qué estúpida había sido en no dejarles un aviso, pidiendo que la llevaran para aquella excursión! Marta calculó que si se daba prisa, aún los alcanzaría en Las Palmas, y la podrían llevar con ellos. Entonces sí que encontraría ocasión de explicar a Pablo todo lo que le pasaba y todo lo que estaba haciendo aquellos días. Hacía tanto tiempo que no veía al pintor que casi desfallecía de pensar en volver a hablarle. Llevaba días convirtiendo todos sus pensamientos en acción, y terminó de vestirse a la carrera, como si verdaderamente su familia la estuviera esperando para llevarla a ver a Pablo.

Las criadas acababan de levantarse, espabiladas por la majorera, y José y Pino dormían aún, cuando Marta escribió unas líneas para Pino en una hoja de cuaderno, porque ahora se había vuelto muy precavida y consciente. No quería irritar a su familia demasiado, ni tampoco exponerse a una posible negativa.

"Salgo temprano porque me olvidé de decir que los tíos me invitaron a ir con ellos de excursión. Si volvemos tarde, me quedaré en Las Palmas esta noche. Dile a José, si desconfía, que puede averiguar dónde está Sixto. Yo no me veo con él."

Rompió dos o tres avisos parecidos y al fin quedó contenta con éste. Buscó a su alrededor un sitio para dejarlo bien visible y luego se le ocurrió otra cosa mejor y llamó a Lolilla. De las tres sirvientas, ésta le parecía la mejor. Era una chiquilla muy bondadosa y sentimental, siempre espantada y risueña a un tiempo. Desde que llegó la noticia de la muerte de Chano, el jardinero, no hacía más que llorar por los rincones, sorbiéndose los mocos, siempre en medio de aquella sonrisa suya que desarmaba. Vicenta le decía, a modo de consuelo, que bien podía dar gracias a Dios de no ser ella la que hubiese muerto.

– Oye, Lola. Le das este papel a la señorita, pero después que mi hermano se vaya a Las Palmas… ¡No te olvides! Después de que se vaya él. Pero no dejes de dárselo. Si lo haces bien, te hago un regalo…

¡Otra vez aquella sensación de vida, aquella prisa, aquella llama!

Cuando llegó a casa de sus tíos, encontró solamente a la criada, que la miró esta vez sin simpatía, como si pensase que la iba a dejar sin vacaciones. Se apresuró a explicarle con bastantes malos modos que estaba recogiendo la casa para marcharse, porque tenía todo el día libre. A los señoritos les vinieron a buscar en dos coches cuando todavía era oscuro. No le podía decir más. Además, ya se lo había dicho el día antes. -¿Dónde se fueron?

– Si le digo la engaño, mi niña… A mí no me dijeron nada… ¡Oh! Yo, ¿qué quiere que sepa?

Marta tuvo la certeza absoluta de que habían ido a ver al pintor. Su deseo era tan fuerte, que se engañaba a sí misma; llegó hasta a imaginar que había oído de boca de Hones que era este día precisamente, el dos de mayo, cuando pensaban ellos dar una sorpresa a Pablo presentándose allí, en aquel paraje medio desierto donde se había refugiado con sus pinceles.

De pronto le pareció que si no iba ella también a ver a Pablo quedaba chasqueada y fallida. Si no lo hacía, no tendría fuerzas para seguir su plan y salir de la isla. Necesitaba un amigo que la ayudase, únicamente él, en el mundo, podía tenderle una mano… Decidió marchar a verle por sus propios medios, porque nada es difícil cuando se desea de veras, nada es imposible, y eso el mismo Pablo se lo había dicho… Salió de casa de sus tíos dispuesta a ir a los barrancos a toda costa, aunque fuese a pie y tardase días.

Era muy temprano. Por las calles tranquilas se oían campanillas. Unas beatas, con sus mantillas negras, iban hacia la iglesia cercana. Pasaban unas cabras. Se detuvieron arracimadas frente a un portal. El cabrero llamó a la puerta cerrada, hasta que una criada soñolienta apareció llevando en la mano una vasija que tendió al hombre. Luego se apoyó en el quicio para ver ordeñar la leche.