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Al abrir la puerta de su cuarto después de haber sentido retumbarle en el cerebro el ruidito que hizo el pestillo al descorrerse, volvió a sentir miedo y desfallecimiento. Se deslizó, a pesar de eso, hacia las escaleras. Allá abajo relucía el comedor, con el esplendor nocturno de sus ventanas; sonaba el reloj de pie, acompasado.

Atravesó aquella gran habitación, alargada, grandísima. Empujó la puerta de muelles que conducía al servicio y respiró aliviada. Descansó un momento en el pequeño antecomedor. Frente a ella brillaba la nevera y, a los lados, las puertas de la despensa y la cocina.

La cocina era enorme. Una especie de salón con baldosas encarnadas. Tenía una ventana y una puerta abiertas al porche, y se veía por ellas el huerto con las pitas que lo cercaban. Sobre la colina, una luna naciente empezaba a poner su raya de luz y hacía palidecer el brillo de las estrellas. Casi tuvo ganas de pararse para escuchar el rumor del aire allá fuera, entre las púas agudas de las pitas.

La cocina estaba limpia y tibia, se metía en ella la noche bienoliente. Allí en la penumbra Marta sintió una absoluta seguridad, como el animal que llega a su establo…; le pareció innecesario encender la luz y cruzó la habitación para acercarse al teléfono. Al llegar quedó sorprendida por aquel artefacto antiguo. No se había acordado de que allí en el campo el teléfono no era automático. Aunque fuera extraño, no había utilizado nunca aquel teléfono de su casa. Se encontró desconcertada un momento, y luego llamó furiosamente a la central. Esperó… ¿Habría servicio allí a aquellas horas? Tenía que haberlo.

No se dio cuenta de que la habían seguido desde el piso alto. Ahora que estaba apurada con aquel aparato entre las manos no pensaba nada más que en obtener su comunicación. Así que sintió un deslumbramiento y un espanto muy grande cuando bruscamente se encendió la luz. Marta dejó caer el auricular y miró parpadeando, aterrada, hacia la puerta.

Era José. Estaba en pijama y con zapatillas. Largo y tieso como un palo. No tenía el aspecto de rabia salvaje con que Marta le recordaba, pero estaba enfadado.

– ¿Se puede saber a quién llamas? ¿Es que te has vuelto loca o qué? Ya me temía yo algo de eso.

El auricular, pendiente de su hilo, golpeaba la pared. Marta estaba asustada, aunque ahora, pasada la primera sorpresa, no sentía aquel miedo horrible de un rato antes en el comedor. Luego pestañeó con un profundo alivio al oír la puerta del cuarto de las criadas, que se abría. Estaba allí pared por medio y abría bajo el mismo porche de la cocina. José escuchó también y se detuvo en su camino hacia ella mientras aquella puerta rechinaba. Se oyeron unos pasos descalzos sobre la piedra de debajo del porche y apareció Vicenta en la ventana. Llevaba un extraño atuendo interior. Una trenza canosa, enroscada, le caía sobre el hombro… Los ojos eran vivos como siempre.

– ¿Está mala, señorita Teresa?

– ¡Váyase al demonio! -dijo José-. No, no está mala.

Vacilaba en su enfado. A pesar del mal humor, Marta cogió fuerzas.

– Iba a telefonear a los tíos. Es justo que les avise de mi encierro…

José colgó el teléfono y cogió a Marta por la nuca, con unos dedos duros. A la muchacha le hizo el efecto de que iba a ahogarla. Sólo la empujaba hacia fuera de la cocina; pero la empujaba rabiosamente.

– A tu cuarto… Ya te enseñaré… ¿con que avisar? ¿Crees que tengo que darle cuentas a ellos, precisamente a ellos, a esa manada de…?

Mascullaba las palabras. Casi no se le entendía.

La hizo subir las escaleras a empellones, la metió en la alcoba y sacó la llave de la cerradura.

Marta se había golpeado los dedos de un pie. Le dolían agudamente y al mismo tiempo le hormigueaba aún en la nuca la presión de la mano de José. Un portazo. Ella oyó cómo su hermano daba la vuelta a la llave encerrándola por fuera.