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– Corre delante, anda…

Marta se había apoyado en una piedra ardiente de todo el día de sol. La noche caía rápida sobre ellos, sofocante, con estrellas rojizas. Rápidamente el mar se volvía de un negro brillante, y negras las siluetas de los cardones, hieráticas, duras. Pablo le puso las manos en los hombros, la mirada sonriente, esperando algo.

– Esto es una broma, ¿verdad?… ¿Quién ha venido contigo?

Hacía calor. Parecía el calor de una noche de Levante. Punzaban las sombras de los cardones. Marta dijo con voz muy ronca:

– Yo sola.

Pablo movió la cabeza y se empezó a palpar los bolsillos, sin decir nada. Iba a sacar un cigarrillo. Marta conocía aquel gesto. A la luz de la cerilla vio él la cara de la muchacha y le pareció exhausta, con ojeras. Ella también vio, un instante, los ojos del pintor, llenos de inquietud. Luego quedaron envueltos en la noche y el resplandor del mar.

Pablo estaba asustado. Se le notaba en la voz.

– Te debe haber pasado algo muy grave. Esto es una locura. Hay que buscar inmediatamente un coche que te lleve a Las Palmas… Vamos hacia la carretera. Cuéntame, anda.

Marta no se movió. Allí mismo, como si estuviera clavada contra la roca, empezó a hablarle ansiosamente. En unos minutos le explicó, llena de ardor, su decisión de marchar, su necesidad de ayuda, su equivocación al venir aquel día, creyendo que estarían con él los tíos.

– Pero, aunque me cueste un disgusto, no me importa nada. Me parece que nunca he sido tan feliz como ahora.

Pablo la cogió del brazo para hacerla andar de nuevo hacia la carretera. Le dijo, cuando empezaban la marcha:

– Hija mía… Tu cabeza no rige bien, te lo aseguro.

Sin embargo, no había enfado en su voz.

Luego se detuvo como sofocado, y se oyó el cansado cric cric de los grillos. Soltó el brazo de Marta y sacó de su bolsillo una pequeña linterna, porque a cada momento tropezaban. Terminaron el camino en silencio y se encontraron al final de él a Antoñito y la mujer, llenos de sonrisas, de miradas burlonas y codazos.

A la luz de la casita Marta resultaba muy poca cosa. Una criatura rendida, con la cabeza baja.

– ¿No hay manera de que alguien lleve a la señorita esta noche a Las Palmas? -preguntó Pablo.

Hubo muchas exclamaciones de pena. ¡Qué va! Ya no pasaba nadie, hasta el coche de hora, por la mañana temprano.

– Si viniera algún coche, o alguna camioneta, lo parábamos… Pero, ¡cualquiera sabe!… Ya les tengo preparada la cena.

Antoñito se rascó la cabeza y dijo que quería hablar con don Pablo, con perdón de la niña, a solas.

Marta volvió a quedarse en la tienda solitaria, alumbrada por un candil de carburo y aromada violentamente por el pescado seco. Oyó discutir a Pablo y al tendero. Antoñito no quería darle a ella hospitalidad aquella noche. Pablo parecía furioso.

– Usted sabe que no tenemos sitio. Y, luego, yo no quiero enemistarme con don José…

– Eso está muy bien. De modo que cree usted hacerle un favor dejándola en la calle, ¿no?

Después, Marta no entendió ya lo que decían. Venía un olor de guisos por el conducto del pequeño pasillo y ella tenía hambre. Le zumbaba la cabeza. No le importaba nada la discusión del tendero; le daba lo mismo pasar allí o en el campo raso aquella noche maravillosa. Sabía que Pablo se ocuparía de ella. Pablo volvió en seguida. Parecía muy fastidiado y su bastón golpeaba, furioso, en el piso de cemento.

– ¿Has oído lo que dice ese buen hombre?

– Sí; ¿qué importa? Ya hablaremos luego.

– ¿Cómo "qué importa"?… ¡Bueno! ¡Estamos arreglados!

Pablo, asombrado, vio que Marta no parecía demasiado intranquila, aunque sí parecía muy cansada; pero incluso este abatimiento se esfumó delante de la comida. A la luz del carburo, en un cuartito pequeño, Pablo vio cómo la muchacha devoraba el caldo de papas, el pescado fresco, el queso… De cuando en cuando le sonreía. Estaban separados por una mesa cubierta de hule. Contra la pared se amontonaban cajones. Olía a jabón basto, y a comestibles. Aquello era el comedor y el almacén de la casa a un tiempo. Al pintor empezó a resultarle simpática la chiquilla. Se daba cuenta de que le tenía cierto afecto, a pesar de que por otra parte se sentía tan molesto.

La mujer de Antoñito se disculpó porque el agua que vertía no era muy buena. Aquella mujer entraba a cada momento y se paraba a mirarlos a los dos con asombro, como si el verlos comer fuera un magnífico número de circo y al mismo tiempo charlaba incesantemente.

– El agua es del aljibe, que por falta de lluvia está medio seco. Mañana esperamos agua mineral para don Pablo. Siempre tenemos, pero se nos acabó… La del pozo es salobre. Nosotros, muchas veces, la bebemos porque está fresquita que da gusto. Pero para los animales y las plantas no sirve, y a quien no está acostumbrado no le gusta.

Se oía animación en la tienda. Antoñito estaba atendiendo a un par de hombres que habían venido por unas copas. La mujer escuchó.

– Vienen a oler… Ya saben que usted llegó. Con eso Antoñito les pregunta si tienen alguna cama, aunque sea para la niña, porque aquí don Pablo ya sabe que nosotros no tenemos más que la alcoba y dormimos con los cuatro niños.

– Bien; pueden poner un colchón en el suelo a la señorita, si quieren. Siempre estará mejor que en las chozas. Aquello no es sitio para ella.

Como Pablo estaba realmente rabioso, la mujer se apresuró a escabullirse. A Marta le daba risa. Hubiera reído por cualquier cosa.

Al fin estuvieron solos. Oían en el patio el ruido del pozo; la mujer sacaba agua y al mismo tiempo gritaba algo a sus hijos allá afuera. En la tienda, las voces de los barqueros parecían ladridos… Habían acabado la cena. En aquella habitación hacía calor. Por primera vez Marta se fijó que las cucarachas andaban entre los cajones de comida. Se alegró de no haberlas visto antes de la cena, pero pensaba que quizá habría comido de todas maneras, tanta hambre tenía.

– Marta, tengo que hablar contigo seriamente. -Dígame… Yo le escucho todo lo que me diga. Como Marta levantaba hacia Pablo una cara anhelante, él se sintió confuso. La niña tenía abandonada sobre el hule de la mesa una mano morena del sol, delgada y fuerte, que él estuvo mirando en silencio.

El pintor estaba pensando que aquella criatura era una niña loca y mimada sin chispa de seso en la cabeza, dispuesta a fastidiar a quien fuese para conseguir sus caprichos. Cuando la conoció unos meses antes en su casa le había parecido extraordinariamente tímida y sensible; después se le había hecho un poco molesta. Quizá la causa de esto estuviese en que una noche estando algo mareado le había hablado de su mujer y no podía recordar qué atrocidades podría haber dicho en un estado como el que él tenía en aquellos momentos. Ella le escribió una carta absurda en la que le daba a entender que le consideraba poco menos que un santo, y él se sintió contento de romper estas relaciones, un poco pesadas ya, cuando Matilde le llamó la atención diciéndole que podían perjudicar a la chiquilla. A pesar de eso, había seguido teniéndole simpatía porque era tan joven y parecía un poco enamorada de él. Más tarde se sintió defraudado por lo que le contaban de ella. Se había destapado de la manera más vulgar escandalizando a sus amistades con locuras, y por último, viniendo a buscarle y a fastidiarle sin ninguna consideración.

Sin embargo, y sin saber por qué, las manos de ella al atraer su atención le calmaron un poco. No es que fueran unas manos bonitas, pero eran, si esto puede decirse, unas manos llenas de inteligencia, franqueza y desamparo. Unas manos capaces de trabajar, sufrir y sentir. No eran inútiles ni delicadas, ni sensuales. No parecían hechas para acariciar, pero sí para moldear, para recoger en el tacto de sus delgados dedos, un poco ásperos, mil cosas de la vida, del alma de las gentes. Eran espirituales y al mismo tiempo constructivas. Eran capaces de crear algo… A Pablo se le ocurrió que aquellas manos tenían un profundo interés para pintarlas, y una gran dificultad, al mismo tiempo, porque su encanto no residía precisamente en la forma, sino en lo que esta forma sugería. Estos pensamientos disiparon en gran parte su enfado, y sobre todo le hicieron desaparecer la idea de vulgaridad, necedad y sensualidad barata que ahora aplicaba sin querer a la imagen de la sobrinita de Hones.

La hizo salir de la casa, atravesando el patio, por la puerta trasera. La mujer, junto al pozo, lavaba platos en una pileta al aire libre, con el agua negra, donde se reflejaban las estrellas. Pablo le dijo:

– Estaremos aquí mismo… Llámeme si deciden algo para esta noche.

– En último caso, yo me quedo aquí en el patio con una manta o unos sacos -dijo Marta, complaciente. Le parecía agradable la idea de dormir al aire libre.

Los chiquillos en un rincón en sombra la miraban con sus ojos brillantes. Iban muy desarrapados.

El aire caluroso, como una respiración, les envolvió al salir. Salía del mar la luna casi llena con los bordes apenas carcomidos. Extraordinaria luna caliente. Luna sin viento. Las tierras desérticas que alumbraba parecían lunares también, irreales; el mar ardía. Marta se sintió también devastada, quemada como aquella tierra.

Disfrutaron de unos instantes calmados y llenos de belleza, como si al salir al barranco se hubieran encontrado en una enorme, maravillosa iglesia. Después Marta empezó a hablar deprisa, y como el pintor no había entendido bien aquello de sus proyectos de fuga, se los repitió de nuevo. Pero más tarde vio que tampoco esta vez había entendido del todo.

Fueron interrumpidos a la mitad de la explicación de Marta por la cuadrilla de los niños de los tenderos. Ya se había encontrado, dijeron, un lugar apropiado en las chozas para que durmiera la niña. Pablo se volvió a enfadar, y Marta lo vio marcharse a discutir otra vez con el matrimonio. No hubo remedio. En la tienda no querían tenerla a dormir por nada. Al fin, la mujer de Antoñito consintió en alquilar unas sábanas a la pescadora que la iba a albergar. Fuera de ahí, nada. Ni soñarlo.

Con todos estos contratiempos Pablo volvió a coger fuerzas para su propósito de reñir con Marta, y así lo hizo mientras iban hacia las chozas por el sendero lleno de calor, entre las piedras de lava donde los lagartos tomaban su baño de luna y los grandes cardones. Le dijo cuánto le había decepcionado, y qué poco valía a su juicio una criatura como ella que estando dotada de fuerza y de inteligencia se dejaba ir a la deriva de cualquier capricho, como una mujerzuela vulgar, y que ahora quería fugarse con su novio estúpidamente. Pablo no sabía que Marta le escuchaba arrobada, sintiendo ese gran placer que da a veces el que un ser querido se exaspere con nosotros y nos riña. Porque quien castiga así de palabra no tiene indiferencia, al menos, aunque sea algo injusto.