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XIII

Con las piernas colgando en el asiento altísimo y saltarín, Marta se notaba ensordecida por el ruido del motor del coche de línea.

Estaba cayendo la tarde. La carretera que va al sur por la costa este de la isla se había ido desenrollando en largas horas, con infinitas paradas. Marta, que, con la emoción de aquel viaje, había olvidado comer, se sentía mareada y liviana. Tenía media cara quemada por el sol y polvo en la nariz y en la garganta.

El viaje había comenzado a primera hora de la tarde. Sólo un coche de hora llegaba hasta el fin de aquella carretera en todo el día. Éste era el que Marta había cogido por fuerza. Empleó toda la mañana de inactividad en casa de una amiga y tuvo que hacer un esfuerzo para no contarle sus proyectos, tan metida estaba en ellos. Le había costado mucho prestar atención a lo que la otra muchacha le decía. Y eso que también se trató en la conversación de cosas suyas, de su noviazgo con Sixto y de si su familia la dejaba o no la dejaba "hablar" con él.

– ¡Qué más da! -había dicho Marta al fin, aburrida.

– ¡Eres más rara…! Otra persona estaría desesperada.

– Otra persona sí.

Porque, ¿acaso no era otra persona a la que su amiga se refería? Ella no tenía nada que ver ya con aquellas historias. Luego las dos se estuvieron riendo sin entenderse y sin saber por qué.

Durante casi todo el viaje, cerca o lejos, el mar puso su frescura y su oleaje contra las piedras secas en el horizonte. Atravesó el coche de hora la ciudad más antigua de Gran Canaria: Telde, entre vegas verdes de platanares. Marta sintió el mareo de los bancales de plataneras, de las palmeras, las piedras secas, los llanos… Pueblos llenos de pereza caliza, moscas y chiquillos.

Marta se hizo amiga del conductor. Se había colocado en un asiento individual junto a él. Era un hombre ya mayor, serio, con aspecto de ser de pocas palabras; pero el aspecto engañaba, y pronto sostuvieron una conversación animada. Aquel nombre cuadrado, bigotudo y simpático conocía la tienda de Antoñito porque solía dejar recados en ella, y desde luego dijo que dejaría allí a la niña sana y salva.

A cambio de esta promesa, quiso él saber quién era Marta, la edad que tenía y por qué iba a aquella tienda. Se asombró mucho de todo lo que decía ella. Había conocido, según dijo, a su abuelo Rafael, y hasta era medio pariente suyo porque los dos venían del mismo pueblo, y una hermana de la abuela de don Rafael había sido precisamente la abuela de aquel hombre con quien hablaba Marta.

Cada vez el chófer se volvía más cordial y charlatán, a pesar de que a veces el estruendo del motor era tan horrible que impedía oír las palabras. Criticó a los parientes de Marta por dejarla ir por ahí sola, como si fuera una cualquiera, y dijo que a una hija suya no le consentiría él una cosa así. Frunció las cejas amenazadoramente para decir eso, y Marta se alegró de no ser hija suya. Pero en seguida Marta sonrió y se dejó proteger por aquel hombre.

Sus relaciones se enfriaron cuando el chófer insistió varias veces en convidarla a un café con leche o un vasito de vino y Marta se negó tozudamente. Otro día cualquiera ella habría aceptado con la mayor naturalidad, pero precisamente entonces estaba hambrienta, no tenía dinero y deseaba enormemente lo que se le ofrecía, por esta misma razón a Marta de pronto le pareció un abuso el que este hombre, que tenía un familión que mantener, gastase su dinero en alimentarla a ella, que todos los días comía más de lo que necesitaba.

El chófer acabó ofendiéndose. Marta no lo supo, sino que notó como un alivio en el silencio que se extendió entre ellos, y se dedicó a mirar el paisaje.

La Cumbre quedaba a la derecha. Una Cumbre extraña desde aquel ángulo, alejada por llanuras. Y el cielo también era extraño, cálido y calmado, con una hermosa tristeza en sus colores lisos.

Llegaron las alucinantes plantaciones de tomates con sus encañados que daban un aspecto blanquecino al campo en oleadas de kilómetros. La carretera seguía… Llegaron a las puertas del desierto. Las casas blancas, de aspecto colonial, con palmeras en sus patios externos rodeados de muros, hacían recordar relatos árabes. Marta se sintió emocionada porque aquel paisaje le gustaba a Pablo y le iba acercando a él.

Ahora estaba bajando algo el calor del día, cuando entraron en las tierras negras de lava. Extensos barrancos venían desde las lejanas cumbres. Un oleaje de piedras retorcidas sembraba el campo, al que la hora daba tonos rojizos. Podía uno imaginar que aquella ancha corriente petrificada era de fuego aún, como en los días en que corría hacia el mar.

Marta, cegada por aquellos reflejos, no veía huella humana alguna. Sin embargo, el enorme coche se detuvo.

– Ésa es la tienda de Antoñito el barquero, mi niña.

Quizá el hombre seguía un poco fastidiado con ella, ya que no se bajó para acompañarla hasta la tienda. Le dio la mano, y como pariente le ofreció su casa, en el risco de San Nicolás, en Las Palmas.

Al cesar el ruido del coche, Marta quedó casi mareada en la carretera, viendo cómo el enorme vehículo seguía su camino entre una nube polvorienta, cruzando un pequeño puente sobre el barranco y desapareciendo al fin.

La tienda era una casita de cemento, de una sola planta, «muy pequeña y solitaria, que aparecía cerca de la carretera. Frente a ella, las alucinantes tierras de lava terminaban en el telón de las montañas encendidas en el crepúsculo. Montañas que a Marta le parecían desconocidas, de formas geométricas, achatadas, extrañas, envueltas en vapor rojo y azul como si los valles fueran hogueras que les lanzasen su resplandor y su humo. Detrás de la casita seguía el barranco anchísimo, hasta el mar. Unas formas oscuras, unas chozas agrupadas, podían distinguirse allá lejos, cerca del agua. Por única vegetación aquellos cactos enormes, los cardones, más grandes que las grandes piedras. Parecían hogueras verdes entre la negrura del terreno. El suelo despedía calor. Y la raya del agua, allá lejos, daba una impresión de serenidad, tristeza y ensueño. Por lo menos esta sensación tuvo la niña.

La puerta de la casa estaba abierta. Marta vio encenderse una luz en su interior. Se acercó. Una mujer colgaba en la pared un candil de carburo y la miró como espantada.

Era una tienda pequeña, con un mostrador mugriento. En las estanterías había muchas botellas. Olía a vino y a aceitunas. Se vendían allí escobas, estropajos, pan, alpargatas… Una puerta, al fondo, dejaba ver un pasillo oscuro y luego el cielo de un patio.

La mujer fue muy amable con Marta; inmediatamente le alcanzó una silla y se hizo cruces de que hubiera venido sola. Se interesó mucho al saber su nombre, y dijo que la recordaba perfectamente. Hizo tantas exclamaciones enternecidas, que daba la impresión de que hasta la hubiese mecido en sus brazos de chiquitina. Se limpió una lágrima recordando a Teresa y a su desgracia, aunque, según confesó, nunca la había conocido más que de oídas. De cuando en cuando se iba hacia la puerta del pasillo y daba una voz terrible:

– ¡Antoñito!…

A esta voz no contestaba nadie, aunque debía de atravesar todas las pequeñas dependencias de aquella casa frágil.

– ¡Ay, mi niña querida del alma!… Aquí no estuvieron esos señores peninsulares que usted dice… ¡La engañaron, mi niña! ¡Tal desgracia!… Aquí sí viene ese caballero cojo. Nosotros le damos la comida porque trajo una recomendación, pero no tenemos sitio para que duerma, y se queda allá en las chozas. Por la noche deja aquí en casa las cosas de pintar, porque allí, ¿usted sabe?, no tienen sitio. Son gentes muy pobres… Pero él, ¿le toca algo a usted? ¡Ave María!… Y ¿él sabe que usted viene?

A cada momento la mujer se santiguaba.

– ¡Antoñitooo…!

A Marta le dio risa aquel berrido. Estaba cansada. Sentada en una silla, apoyados los brazos en el mostrador. Un pescado salado colgaba del techo. Su olor le producía náuseas en el vacío estómago.

Al fin apareció Antoñito, que era un viejo gordo y repugnante con la camisa salida de la faja que le rodeaba los pantalones.

– Mujer, tal bulla; ni que pasara algo…

Se asombró de ver a Marta, pero no hizo demostraciones como la mujer. Él le informó que don Pablo se había ido por allí, hacia las casas de los barqueros, a pintar. Estaría al volver, porque ya no había luz. Su mujer se iba a poner ahora mismo con la cena.

Marta no soportaba los olores de la tienda.

– Voy a buscarlo.

– ¡Ave María!… Antoñito, va…

– No, no.

Antoñito se frotó la nariz con una manga, luego miró a Marta socarrón y desvió los ojos.

– Como quiera, mi niña… Tenga cuidado y no se pierda. ¿No le da miedo?

El hombre era pesado y rojizo, calvo, pero con una pelambrera canosa en el pecho que le salía por la camisa entreabierta. La mujer, renegrida, era mucho más joven.

A Marta le parecía que ya nada en el mundo podía darle miedo. Salió de la casa y vio que el día acababa y un silencio, que los grillos y el lejano rumor marino volvían más impresionante, lo llenaba todo. Calor. Era una noche de calor. Más que nunca los cardones daban la impresión de fuego verde. Aquello era de una hermosura trágica, seca.

Marta iba por entre las piedras, transportada, en busca de Pablo. Allá abajo el mar tenía un tono rosa y plata, bajo el cielo rojo oscuro, antes de ennegrecer totalmente.

Se encontró perdida, de pronto, en un bosque de monstruosas plantas desérticas y de piedras. Iba por una hondonada del terreno. Se quedó angustiada un momento, pero el pensamiento de que iba a ver a Pablo la reconfortó, y a poco volvía a ver el mar. Vio también unas luces tristísimas allá a la sombra de las viviendas, mientras encontraba una especie de senderillo entre las grandes piedras.

Se le presentó, de pronto, a la vista el bulto de un hombre y el de un niño, y casi se asustó. Luego reconoció a Pablo en la figura del hombre, que llevaba un bastón, y le dio una alegría grandísima. Estaba tan desfallecida, nerviosa y exaltada que temblaba. Vio que Pablo se detenía en seco y se ponía la mano sobre los ojos. Corrió hacia él, conteniendo el deseo de abrazarle.

Marta tenía a sus espaldas la Cumbre con el poniente. Su figura, a contraluz, parecía algo irreal en aquel mundo silencioso. Cuando el pintor llegó a reconocerla, quedó desconcertado; no se explicaba aquella presencia. Todo su afán era encontrar a alguien más detrás de Marta.

– He venido sola. Le explicaré…

Pablo dio una palmada en el hombro al chico que le llevaba el caballete plegable y la caja de las pinturas.