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"Acostúmbrate a la idea de que no tienes que perseguir a quien te rechaza… De ninguna manera." Se hizo esta reflexión, despacio, firmemente. Era como si hubiese dos Martas en la playa, una dispuesta a llorar a gritos, a patalear como una niña, a correr detrás del pintor para pedirle explicaciones de aquel brusco rechazo de su amistad, y otra muy implacable, hasta burlona, que le decía que no fuese pesada, que obrase por su cuenta, que no se dedicase a ser una histérica obsesa como Pino. Otros pensamientos, cualquier otro pensamiento sería mejor.

"Mañana traigo mi bañador."

Sobre las penas lo mejor es poner ideas concretas. Uno puede entregarse a la alegría, desbordarse en ella; la alegría no molesta a nadie, no hiere… Puede irse uno a su deriva. Pero la angustia debe ser para uno solo. No hay que dar el espectáculo, porque a nadie le importa. Pablo -pensaba la niña- también guardaba su angustia, porque él valía, él era un ser entero… Sólo ante Marta, un momento, en circunstancias muy extrañas, se descubrió. Quizá por eso le había sido tan fácil escuchar las habladurías de las gentes y rechazar la amistad de ella. A lo mejor a Pablo le daba vergüenza hablar ahora con ella. Nadie más que Marta sabía su pena. Todos los demás -sus tíos, por ejemplo- tenían la idea de que Pablo estaba encantado de la vida lejos de su mujer.

"Si alguien supiera todo lo que yo quiero a Pablo, todos mis sueños de marcharme, y además de hacer algo, de escribir algo, de… no sé, de que algo hecho por mí quede para siempre… Si alguien supiera todos mis secretos, yo, a ese alguien, le aborrecería… Excepto si fuese Pablo mismo."

Y no cabía imaginar que el pintor a ella la quisiera y la necesitara tanto como ella a él. Es verdad que en aquellos últimos días sí que había llegado a pensar…

Se mordió las uñas, sintiéndose triste, estúpida. Levantó otra vez los ojos al mar, como si de aquella inmensidad pudiera venirle algún consuelo. El mar era maravilloso; un suave oleaje se rompía en la playa y lamía el muro de un pequeño muellecito cercano. Sobre aquel muelle se veía la silueta de un pescador de caña. Un montón de pájaros marinos se precipitaron en su vuelo ligero, lleno de gracia, se disolvieron a la luz.

Marta sintió una flojedad, un alivio, casi como una necesidad de sueño mirando al mar. Tuvo la sensación de su insignificancia. También la isla era pequeña comparada con el mar. Y el archipiélago, una colección de puntos perdidos en el mapa de los océanos. Su propio corazón, su latido, nada frente al insistente romper rítmico de las olas.

Las olas del mar escupieron a la playa un bañista. Una bella figura de hombre joven se recortó, chorreante, sobre el cielo y el agua. Marta admiró el cuerpo esbelto, su duro contorno que la luz recortaba, y volvió a apoderarse de ella la necesidad ansiosa de nadar sin descanso.

El hombre se acercaba. Cada vez se distinguía mejor. Detrás tenía nubes, un mar manchado de sol. Marta tuvo la extraña sensación de que reconocía aquella figura joven y luminosa. Así se había imaginado ella siempre a Alcorah. Lo miró como hipnotizada, sugestionada por aquella gracia y aquella fuerza joven.

Al cabo de un momento los labios le temblaban de risa. El muchacho estaba ya muy cerca y la saludaba. Era su amigo Sixto. Ahora se distinguía hasta la célebre cicatriz del pecho, de la que tanto le había hablado, como una raya rosada. Nunca hubiera supuesto que Sixto pudiera parecerle tan guapo.

La voz de él sonaba ya, jovial. Enseñaba unos dientes blancos.-Pero, ¡qué raro encontrarte aquí…! ¿Me habías visto?

– No, ¡qué va!

Sixto parecía muy contento. Fue a buscar entre sus ropas, que había guardado en una barca, un paquete de cigarrillos. Aunque le pareciera extraño a ella misma, tampoco a Marta le molestaba la súbita aparición de su amigo. Conforme al plan que se había trazado, de aguantarse la pena, nada podía haber que la distrajese más que una presencia así, tan inofensiva y tan ajena a sus pensamientos. Era muy consolador también saber que ella, a Sixto, le gustaba un poco.

El muchacho hablaba mucho de cosas sencillas. Marta no escuchaba todo lo que decía, pero le contestaba de cuando en cuando amablemente.

– Yo me escapé hoy, ¿sabes…? Mi madre no quiere que yo nade todavía. Ella sabe que yo estoy ya bueno completamente; lo que pasa es que tiene miedo de que digan que soy un emboscado a pesar de los galones de herido… Claro, ella no quiere que yo vuelva al frente ahora que la guerra está acabando. Natural… ¿no? -Natural.

El muchacho se tendió boca abajo, apoyándose en los codos, junto al lugar donde Marta estaba sentada. Ella veía caer el agua en gotitas de sus cortos cabellos. Sentía el olor de salitre que traía en la carne.

– Pero también es natural que yo me fugue para bañarme, después de haber pensado tanto allá lejos en este mar. -Sí.

Sixto levantó los ojos como si mirara lejos un momento. Quizá pensaba en aquellos días, aquellas horas, cuando en el frente recordaba el mar. Pero sus ojos no se ensombrecían. Marta tenía ganas de estirarse como él. La pena le había molido los huesos como una enfermedad; casi le dolían las articulaciones al moverse… Sixto la miró con una risueña simpatía. -¿Tú no te bañas?

Negó con la cabeza sin gran esfuerzo.

– Hoy no vine a eso.

Era raro; pero esta conversación cortada por la pereza, por la grata proximidad del cuerpo bien hecho del muchacho, por el rumor del mar rompiendo sus olas en la orilla, a Marta tuvo la virtud de tonificarla, de dejarla fuerte y decidida.

Durante todo el día, cuando pensaba en el pintor, en vez de dejarse ir, como de costumbre, detrás de aquella obsesión, opuso como muro la imagen limpia y sonriente de Sixto, con sus largas y derechas piernas y la musculatura de sus hombros. Le había hecho pensar en Alcorah y esto le hacía sonreír.

Al día siguiente y al otro día volvió a la playa. Toda aquella primavera tomó la costumbre de ir a nadar diariamente. Casi siempre encontró a Sixto.