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– Y si tú me permites un consejo, hijo -le decía a José-, deberías llevar a Pino algunas veces a casa de tus tíos… Daniel dice que siempre te está proponiendo lo mismo. Allí son animados. A Pino le hace falta distraerse… Te lo dice un viejo médico.

– Mire, don Juan, con mi mujer yo sé lo que hago, ¿me oye?

– No te sulfures, hombre.

Don Juan quedó redondo y triste frente a su café con leche.

– Padrino -dijo Marta-, ¿había mucha gente? -No… ese muchacho pintor, que es cojo y dicen que vale tanto, y…

Marta ni siquiera se detuvo a pensar que Pablo no la había avisado, como le prometió en su carta, a su regreso de Tamadaba. Quizá les habría dejado un recado a sus tíos, y ellos se olvidaron de dárselo. Don Juan hablaba y hasta actuaba con una mano. Y la mano cogía una cucharilla y la agitaba un segundo en el aire. Luego don Juan se reía. Pero era lo mismo que si hablase a un sordo. Aquella muchachita inclinada atentamente hacia él, con una cara resplandeciente y limpia, no oyó ni una palabra más de lo que él dijo.

Trémula y paciente, esperó varias horas de la mañana frente a la casa del pintor. Cuando lo vio salir casi no quería creerlo. Parecía empequeñecido, un hombrecito feo, algo diferente al que ella veía en su imaginación a cada momento. Se detuvo, con el bastón colgado al brazo, para encender su pitillo, entre los secos arriates del jardín de su hotel. Marta lo tenía allí, casi a su alcance. Pero él no la veía. Marta sentía el martilleo de su corazón: plaf, plaf, plaf. Si seguía así, pensó que no podría ni hablar.

En la puerta del jardín, junto a la acera, tropezó Pablo con Marta, que se le acercó de improviso, incapaz de pronunciar una palabra. Pablo, para no caer, la cogió por los hombros. Luego le asomó a la cara una sorpresa tardía, que se iba acentuando. No parecía contento. Nada de eso. La soltó en seguida. Y mientras ella se reponía sonriente de aquella emoción, la voz de Pablo resultaba tan molesta y tan seca que no parecía suya.

– ¡Vaya…! Esto es como un atraco, ¿no…? Veo que no tienes mucho que estudiar.

– Sí… Pero hoy vine a verle. Pablo miró su reloj. Miró, como si esperase un milagroso chaparrón, el cielo sereno y perezoso con sus inofensivas nubecillas blancas.

– Pues yo no tengo tiempo… Dispénsame. Yo sí que tengo que trabajar.

Marta aún sonreía. No le parecía cierto que Pablo hablara en aquel tono. Pero detrás de su sonrisa se iba quedando dolorosamente seria.

Pablo frunció el ceño. Se iba a ir, sin más, pero aún parecía clavado en la acera; daba ligeros golpecitos con el bastón en el suelo.

Marta miró aquella cara en la que el aire había acentuado el color moreno. Aquellos ojos inteligentes, que parecían distintos ahora, porque la rehuían. -¿Le he molestado…?

Pablo levantó sus ojos otra vez. Allá muy adentro lucía algo. Una chispita cariñosa. Pero muy lejana.

– No debes venir por aquí a buscarme.

– Entonces… ¿dónde podemos vernos?

– No veo la necesidad… Ya nos encontraremos en casa de tus tíos.

– Y… ¿todo aquello de nuestra amistad…? Pablo pareció exasperarse.

– Hija, compréndelo… Yo no tengo tu edad… No me hagas más imbécil aún de lo que soy… Tú, a tus cosas… A tus amistades… Siento decirte esto así, pero no es posible que continuamente te encuentres delante de mí… ¡Vaya, adiós!

Los ojos de Pablo tuvieron una chispa divertida, hubo un relámpago de alivio en ellos cuando vio que la muchacha se volvía muy rígida. Los labios de Marta se fruncieron con orgullo.

– Siento haberle molestado… No volverá a suceder.

Pablo, durante medio segundo, estuvo a punto de decir algo. Luego, tontamente, tiró el cigarrillo que llevaba encendido, lo aplastó con el zapato. Hizo un ligero saludo con la cabeza y se fue.

Acababa de cruzar la acera, cuando sintió a la muchacha corriendo detrás.

– Pablo… Espere. Un minuto. El hombre esperó. Suspiró con cierto cansancio. -¿Usted cree que no tengo nada que decirle? Pablo volvió a mirar el reloj. Estaba un poco ridículo, como todos los hombres cuando hacen algo estudiado. Esperó luego.

– ¿Y si tuviera que contarle algo muy grave… si se tratara -inventó Marta- de mi vida? ¿De algo horrible que me va a suceder? Si usted viera que ayer mismo vinieron a prevenirme… Y yo… yo pensé sólo en contárselo…

De pronto ella sintió vergüenza de lo que estaba diciendo. Se calló inmediatamente, desesperada.

– Marta, yo no soy ningún estúpido ni ningún chiquillo. Si te digo que me dejes en paz es tanto por tu bien como por mi tranquilidad. ¿Entiendes…? En fin, no pensaba decírtelo, pero he prometido a una persona que no se me iba a ver más hablando contigo por las calles, porque eso, entre las gentes de tu ciudad, te perjudica.

Marta estaba desesperada.

– Pero… ¿a quién le importa? ¿Qué mal hay…? Y usted dice eso… Usted, que se ríe de todas las tonterías…

De pronto parecía mucho mayor.

– ¿Hones se lo ha dicho?

Pablo se sonrió.

– No. ¡Qué tontería!

– ¿De verdad?

– ¿Por qué iba a mentirte? No es Hones, pero tampoco te diré quién me ha hecho prometer esto. Es una persona muy razonable, que tiene interés por ti… De modo que dame la mano y adiós, ¿eh?

Marta no dio la mano que se le pedía. Pablo se encogió de hombros y se fue nuevamente. Esta vez la muchacha no le siguió.

Se quedó quieta junto a la valla florida de un jardín, mirando obstinadamente al suelo. La acera, llena de sombras de plantas, parecía bailar bajo sus pies. Aquella conversación había sido tan rápida que no acababa de entender aún su significado. Ni tampoco entendía el temblor que cogía sus manos y que le hizo morderse los dedos para contenerlo.

Cuando levantó la cabeza vio que Pablo subía a una guagua. Él no volvió su oscura cabeza para mirarla. No le había costado el menor esfuerzo dejarla plantada en la acera. Si es verdad que un día la había considerado como mujer fuerte, como amiga, hoy era sólo una niña molesta y mentirosa la que dejaba atrás. ¡Ojalá hubiera sido cierto que su vida estuviese amenazada! ¡Ojalá la matara alguien y Pablo recibiera horrorizado y pálido la noticia!

Corrió hacia la acera del mar, y llegó hasta la barandilla de la playa. Vio desde allí una agua mansa, apenas rizada en la superficie por el aire vivo, protegida de los grandes oleajes por el lejano espigón del muelle… La playita estaba desierta. En un rincón, unas barcas se secaban al sol… Solamente los extranjeros suelen bañarse en la playa en el mes de febrero.

Imaginó que se tiraba al mar. Pero -el pensamiento le hizo sonreírse, mientras dos gruesas lágrimas le corrían al fin por las mejillas-, pero ella nadaría inmediatamente. Le gustaba con pasión nadar, sumergirse, deslizarse.

Pensativa, secó aquellas lágrimas. Huyó el pensamiento del suicidio, sustituido por el más placentero de imaginarse a sí misma nadando en lucha contra los elementos. Este pensamiento la distrajo unos segundos, como si en realidad estuviera con sus fuerzas concentradas en esa lucha. Puesto que ya no se trataba de morir, no era posible satisfacer inmediatamente aquel deseo de meterse en el mar; para eso es necesario, en una playa civilizada, llevar ropas a propósito.

Sin embargo, como el mar parecía llamarla, como sentía su sal y su hirviente murmullo tirando de ella, bajó las escalerillas de la playa, se descalzó y fue a tumbarse en la arena junto a las barcas. Allí su cuerpo se distendió, y el sol cosquilleó sus piernas, y al aspirar hondamente, la arenilla seca subió hasta sus labios.

No estaba tan sola como había pensado. Un corro de chiquillos astrosos, medio desnudos, con la piel de un sano color dorado, jugaban con un clavo en la arena. Constituían una media docena de ejemplares llenos de vida y color, cuyas voces, con el acento muy arrastrado, agujereaban el viento del mar. Marta los veía, distraída. Ellos juntaron las cabezas de pronto y cuchichearon mirándola. Uno se acercó a ella. Parecía un diablejo, con unos pelos tiesos, con las puntas rubias por el aire y el sol del mar, y una boca de oreja a oreja.

– Oiga, miss… guay peny.

Esto es lo que habían decidido en sus cuchicheos aquellos arrapiezos.

– ¡Vete a la porra!

Marta se lo dijo con tal ira, que el chico escapó a correr, y esto a ella le provocó una risa algo nerviosa, que le hizo brotar, al fin, unas lágrimas, mientras el crío, espantado, le presentaba su culito entre el pantalón hecho jirones, que le golpeaban al correr.

La habían tomado por una inglesa excéntrica al verla tendida en la playa. "¡Ahora aprenderán a chapurrear alemán esos demonios!", pensó, porque a toda costa quería distraerse de aquella angustia, de aquel vacío que desde un rato antes le hacía vacilar la cabeza. "José dice que Hitler lleva a los alemanes por el camino de hacerse dueños del mundo, y que pronto tendremos más turistas alemanes que ingleses." Miró fijamente un montoncito de arena, bajo su cara, y concluyó con un desconsolado: "Pero a mí todo eso me importa bien poco…," Se encogió de hombros y sobre la arena volvieron a caer lágrimas. Por unos momentos se le apagaron el ruido del mar, el brillo del sol y las sombras de las nubes, ocupada en llorar.

Los críos desarrapados, seguían jugando ruidosamente: se pegaban, discutían, saltaban a la pínola unos sobre otros. Era algo estupendo que no se les hubiese ocurrido acercarse, con las manos en las narices, para mirarla de cerca. Marta terminó mirándolos a ellos embobada y distraída. Aquella era una edad buena. ¿Cómo había llegado a pensar que la infancia fuese aburrida? Trató de recordar lo que hacía ella en la playa en los veranos de su infancia y por qué se divertía de manera extraordinaria. La mandaba su abuela a Las Canteras, todas las mañanas, con una criada. Aquélla era una playa mucho mayor que ésta, al otro lado del istmo. Una playa de varios kilómetros, en forma de concha, llena de casetas y de gente en verano. Ella jugaba con varios niños, hijos de amigas de su madre. Hacían castillos y barcas de arena que la marea deshacía. Cuando llegaba el abuelo a buscarla al mediodía, le parecía siempre demasiado pronto. Entonces no tenía preocupaciones. No creía necesario para ser feliz salir de la isla y conocer gentes distintas, parecidas a los complicados héroes de las novelas. Todo esto había venido más tarde, y se convirtió en una especie de enfermedad desde que supo que los parientes peninsulares llegaban a la isla. Luego todos los héroes la habían rechazado uno a uno… En verdad, los parientes no resultaron como los había imaginado, pero Pablo sí. Muy reflexiva, se sentó ahora en la arena, frente al mar. No sabía por qué Pablo le era tan necesario. Por qué tenía ganas de arrodillarse delante de él, suplicarle que le prestara un poco de atención. Decirle: "A usted yo puedo enseñarle mi alma".