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La luna entró en febrero subiendo un cuarto creciente. Primero una delgada raya curva, como el recorte de una uña. A medida que los días avanzaban, más panzuda y luminosa sobre los campos de Alcorah. Más atrevida sobre los barrancos, sobre los bancales de plataneras, sobre los tres riscos últimos guardianes de la isla, sobre los viñedos del monte Lentiscal y de las faldas negras de Bandama en cuyo inmenso, hondísimo cráter redondo, la luna se puede derramar tímida y asustada como en un profundo estanque.

Marta vio crecer la luna cada noche, cuando atravesaba los campos para ir a la finca. A veces, el viento sonaba entre los achaparrados taharales y los hacía resaltar oscuros, con una vida que no tenían durante el día. Cuando la luna fue tomando fuerza, se distinguió a su claridad, el color de las bugambillas. Marta escribió un poema de viejos demonios danzando a aquella luz, saltando con su aspecto de machos cabríos entre los esqueletos de las vides invernales.

No hubiera creído, aunque se lo jurasen, que una pena grande le acechaba antes de que aquel astro frío y brillante que iba hacia su plenitud empezara a decaer. Marta tenía el alma llena de confianza aquellos días. Iba con la cabeza alta, sentía una dulce y caliente sangre corriendo por sus venas. En el aire vivo del campo, en febrero, sus piernas desnudas lanzaban un reto al frío. Vivía y sorbía vida en todo. Cualquier incidente le hacía reír hasta saltársele las lágrimas. A veces se ruborizaba de orgullo, al recordar que era la mejor amiga y la confidente de un hombre extraordinario, que había llegado a la isla quizá sólo para llegar a fortalecer e ilusionar su vida. Pero de esto no hablaba nunca.

Después de la noche de la toma de Barcelona, Marta escribió al pintor una carta muy larga. Con ciertas dudas, después de pensarlo mucho, la confió al correo. Aguardó tres días llena de emoción. Recibió por correo también una respuesta dirigida a casa de sus tíos. Unas líneas breves, muy cariñosas, en las que Pablo le prometía hablar con ella cuanto quisiera, de todo lo divino y lo humano, a la vuelta de una excursión que se proponía hacer. Se iba al pinar de Tamadaba con una tienda de campaña y dos o tres amigos. "¿Quién iba a pensar -terminaba la carta- que en tu isla hubiera bosques grandes?"

Nadie lo habría pensado, en verdad, viendo tantos secos riscos y en cada hoyo templado, cultivos de la mano del hombre: flores y platanares, tomatales y plantaciones de tuneras en cuyas anchas hojas, que se limpian de púas, se cría la cochinilla, y que parecen campos de fantasmas cubiertos por sábanas blancas.

Marta sabía que entre aquel caos de montañas que se ven desde el puerto de Tejeda, custodiados por los roques del sur: Nublo y Bentaiga, hay kilómetros de pinares ardientes y secos, en tierras de lava, los pinares de Pajonales. Ella no los había visto nunca.

Tamadaba es un pinar alto, al final de la carretera del Norte. Para llegar a él, en aquella época, había que seguir varios kilómetros a caballo o a pie entre los campos. Luego se recibía un premio de soledad y belleza. El pinar se corta en un tajo alucinante de ochocientos metros a plomo sobre el mar. Marta se informó mucho sobre aquel rincón desconocido para ella y amado desde que albergaba a Pablo. Sabía que la luna creciente estaría iluminando nieblas frías en el bosque. Que en los atardeceres, Pablo vería recortarse sobre la superficiedel mar la isla de Tenerife, y ponerse el sol detrás de la silueta del Teide… Si Marta hubiese sido un muchacho, quizá Pablo no hubiese tenido inconveniente en invitarla a compartir con él aquellos días espléndidos. Hubieran encendido juntos la hoguera que el frío de las alturas haría imprescindible y juntos hubieran oído el gemir de los árboles. Parecía imposible que una isla tan pequeña guardara tan diferentes paisajes en su redondo interior, climas diferentes entre sí, como las almas de los hombres son diferentes unas de otras.

Marta canturreaba por los caminos, hacia su casa:

Esta noche no alumbra, la farola del mar…

¿Dónde había oído aquella canción? Cuando la luna se llenase del todo, y su luz fingiese un frío día, lleno de sombras alucinantes, la farola del mar alumbraría de nuevo. Pablo estaría en su cuarto viendo las luces del puerto.

Marta vivía tan despistada aquellos días, que al llegar a la luz del comedor de su casa de campo, con las mejillas enrojecidas por el aire del invierno, se sorprendía siempre al encontrarse con José y Pino, tan reales, llenos de pequeños problemas y discusiones domésticas, se sorprendía de ella misma hablando de sus clases y de que quería ir a estudiar a Madrid cuando la guerra llegase al fin. Porque la guerra, a pasos agigantados, estaba acabándose ya. Pino se reía de manera desagradable.

– ¡Tú crees que vas a hacer todo lo que se te antoje, en el mundo…! ¿Por qué no pides la luna a tu hermanito?

– ¡No sé por qué no puedo! Hay miles de mujeres que estudian.

Cada vez le parecía todo más fácil, y lo explicaba con mayor tranquilidad. No sabía por qué había adquirido esta tranquilidad, esta confianza al pensar en el futuro. Quizá porque ahora vivía también en el presente. Estaba como afianzada en algo. Pino se lo notaba… Se ponía endemoniada contra ella. Llegaba a insultarla.

– ¿Pero qué te importa a ti que yo vaya o no? -decía Marta rabiosa.

Pino no sabía por qué le importaba. No habría sabido explicarlo al menos… No contestaba a esto nunca. Sólo insultaba. Veía que aquellos insultos no daban en blanco, que Marta los oía con paciencia, y perdía la cabeza entonces.

José, una noche, se molestó. Cerró el periódico detrás del que se acostumbraba a aislar de aquellas dos mujeres.

– A ver si me dejan en paz con esas historias… ¡Ni que tú lo sueñes, vas a salir de la isla en tu vida! ¿Entiendes? Cuando termines esos malditos estudios, estarás aquí, en casa, encerrada, que bastante suelta andas ya… Tienes que ayudar a Pino a cuidar a tu madre. Y mientras ella viva, ¿me oyes?, mientras ella viva, ninguno de los tres salimos de aquí.

La última parte del discurso iba dirigida también a Pino, que le contestaba con una mirada de desdeñoso desafío. Últimamente se estaba descuidando mucho en su manera de vestir. Casi todo el día iba en bata, arrastrando sus zapatillas. Muchas tardes se metía en la cruna hasta que José llegaba. Pero José parecía no advertir eso.

A Marta, estas negativas de su hermano no le parecían ya una cosa irrevocable. Sentía que la vida toda se estaba poniendo de su parte. Sin pensarlo se notaba como navegando en una rápida y profunda corriente que la llevaba a su destino. Le parecía imposible que este destino fuese pasar un montón de años pacíficos metida en una casa. Es verdad que desde niña el fin de su vida pareció ser éste: vivir resguardada entre gentes de una familia y crear otra a su debido tiempo, igualmente resguardada, sometida y pacífica. Pero si ahora no podía ni pensar esto, debía ser que algo muy grande la empujaba hacia otro futuro… No es que concretamente lo pensase, pero las palabras de su hermano y de Pino, el trajín de las criadas, el ladrido de los perros de la noche, todo lo que sentía a su alrededor, ¿por qué le parecían ya recuerdos de un tiempo lejano, como si no estuviera sucediendo a cada hora?

Una noche la luna llegó a su redonda plenitud. Desde su altura abarcaba toda la isla. Andando por un camino de esta isla, la chiquilla la miró ansiosa. Sus pensamientos iban al compás del ligero crujido de sus sandalias sobre el picón. Pensamientos iguales y monótonos, como las cuentas de un rosario. Ni siquiera pensamientos… deseos, imágenes. Si Marta se detiene, estas imágenes un poco ridículas, estos deseos saltan a su alrededor como los demonios que había imaginado. Bailan. Aquella noche, Marta encontró en la casa un pequeño alboroto: Teresa se había puesto mala. Había cogido una gripe, y se temía que la majorera le hubiese dado algún brebaje de los suyos, queriendo curarla. Había tenido vómitos, sudores, un ligero síncope. La majorera decía que Pino se equivocó con una medicina… Pino, en vista de eso, tuvo un ataque, y don Juan, el médico, estaba allí. También otro personaje, al que José no veía con gusto en la casa: el ama de llaves de don Juan, la madre de Pino.

Todos estaban de mal humor. Sólo don Juan calmado como siempre, con sus manos que olían a alcohol alcanforado y sus ojos pensativos.

De nuevo Marta pensó que tenía la tremenda sensación de que todo aquello había pasado ya, hacía mucho tiempo. Aquel revuelo, aquellas caras, aquellas discusiones… Se refugió en su cuarto, y allí lo olvidó todo hasta que la vinieron a buscar. Era Vicenta la que llamó a su puerta. Entró y cerró detrás de ella. Pilló a Marta a oscuras, en la ventana con la luna. -Eso trae desgracia.

– ¿Qué?

– Mirar así la luna.

– Bueno, ¿qué quieres?

– Que tengas cuidado.

– ¿De la luna?

– ¡Buena luna! De las personas… Esa está como un gato acorralado. Quiere echarme. Pero yo no me voy de ninguna manera del lado de tu madre. Tú tienes que abrir los ojos.

La majorera estaba iluminada por la claridad de la ventana. Marta a contraluz, con el cabello brillante y la cara en sombra.

– Déjate de boberías, Vicenta. ¿Qué es lo que quieres?

– Yo no quiero nada, sino avisarte… Tú deberías estar en tu puesto, que ya eres grande. Echarle el ojo a todo, pedir cuentas de todo lo tuyo… Echarlos a ellos, desde que puedas.

Marta se enfadó. No le gustaba verse envuelta en cosas que le parecían mezquinas y estúpidas.

– ¡Déjame en paz con tus historias de brujas…! Tengo que estudiar. ¡Vete! ¿Me oyes? ¡Vete!

Vicenta se quedó quieta medio minuto. Luego sacó un pañuelo de su faltriquera, y se sonó con furia, como si escupiera. Se fue. Antes de medio minuto, Marta se olvidó de ella.

El mundo de la casa. Todas aquellas gentes estaban lejísimos para Marta. Oía sus carreras, sus conversaciones y le producían hasta fatiga. Se impuso el deber de ir a ver a su madre. Estaba en la cama con la majorera al lado. No se podía decir si Teresa dormía o no, respiraba leve y desigualmente. Tenía los ojos cerrados y daba pena verla con aquel pelo lleno de trasquilones y aquella palidez. Marta estuvo mirándola sin inclinarse a besarla. No estaba conmovida ni apenada. Tampoco le importaba nada aquel ser. Luchó con estas ideas, parpadeando unos minutos. La majorera la miraba. Ella se encogió de hombros sin darse cuenta. Y salió del cuarto.

Al día siguiente supo la muchacha que Pablo estaba en Las Palmas. Fue don Juan, el médico, que había pasado la noche en la finca, quien comentó durante el desayuno una reunión en casa de los Camino peninsulares, dos noches antes.