"No he de morir, no… yo no puedo morir…, pero tengo que matarme."
¿De dónde provenía esta certeza ilógica que después ha guiado todos los actos de mi vida?
Mi mente se despejó de sensaciones secundarias; yo sólo era un latido de corazón, un ojo lúcido y abierto al serenísimo interior.
"No he de morir, pero tengo que matarme."
Me acerqué a un galpón de zinc. No lejos una cuadrilla de peones descargaban bolsas de un vagón, y en aquel lugar el empedrado estaba cubierto de una alfombra amarilla de maíz.
Pensé:
"Aquí debe ser", y al extraer del bolsillo el revólver, súbitamente discerní: "no en la sien, porque me afearía el rostro, sino en el corazón".
Seguridad inquebrantable guiaba los movimientos de mi brazo.
Me pregunté
"¿Dónde estará el corazón?"
Los opacos golpes interiores me indicaron su posición.
Examiné el tambor. Cargaba cinco proyectiles. Después apoyé el cañón del revólver en el saco.
Un ligero desvanecimiento me hizo vacilar sobre las rodillas y me apoyé en el muro del galpón.
Mis ojos se detuvieron en la calzada amarilla de maíz, y apreté el gatillo, lentamente, pensando.
"No he de morir", y el percutor cayó… Pero en ese brevísimo intervalo que separaba al percutor del fulminante, sentí que mi espíritu se dilataba en un espacio de tinieblas.
Caí por tierra.
Cuando desperté en la cama de mi habitación, en el blanco muro un rayo de sol diseñaba los contornos de las cenefas, que en el cuarto no se veían tras los cristales.
Sentada al borde del lecho estaba mi madre.
Inclinaba hacia mí la cabeza. Tenía mojadas las pestañas, y su rostro de rechupadas mejillas parecía excavado en un arrugado mármol de tormento.
Su voz temblaba:
– ¿Por qué hiciste eso?… ah, ¿por qué no me dijiste todo? ¿Por que hiciste eso, Silvio?
La miré. Me contraía el semblante un terrible visaje de misericordia y remordimiento.
– ¿Por qué no viniste?…Yo no te hubiera dicho nada. Si es el destino, Silvio. ¿Qué sería de mí si el revólver hubiera disparado? Tú ahora estarías aquí, con tu pobre carita fría… ¡Ah, Silvio, Silvio!
Y por la ojera carminosa le descendía una lágrima pesada.
Sentí que anochecía en mi espíritu y apoyé la frente en su regazo, en tanto que creía despertar en una comisaría, para distinguir entre la neblina del recuerdo, un círculo de hombres uniformados que agitaban los brazos en torno mío.