– ¿Ahorcándose?…

– Sí, se ahorcó en la letrina de un café… ¡pero qué zonzos sos!… ja… ja… no te creas… son mentiras… ¿No es verdad que es bonito el cuento?

Irritado, le dije:

– Vea che, déjeme tranquilo; me voy a dormir.

– No seas malo, escuchame… qué variable sos… no te vayas a creer lo de recién… te decía la pura verdad… cierto… el maestro se llamaba Próspero.

– ¿Y usted ha seguido así hasta ahora?

– ¿Y qué iba a hacer?

– ¿Cómo qué iba a hacer? ¿Por qué no se va a lo de algún médico… algún especialista en enfermedades nerviosas? Además, ¿por qué es tan sucio?

– Si está de moda, a muchos les gusta la ropa sucia.

– Usted es un degenerado.

– Sí, tenés razón… soy chiflado… ¿pero qué querés?… mira… a veces estoy en mi dormitorio, anochece, querés creerme, es como una racha… siento el olor de las piezas amuebladas… veo la luz prendida y entonces no puedo… es como si un viento me arrastrara y salgo… los veo a los dueños de amuebladas.

– ¿A los dueños, para qué?

– Natural, eso de ir a buscar, es triste: nosotras nos arreglamos con dos o tres dueños y en cuanto cae a la pieza un chico que vale la pena nos avisa por teléfono.

Después de un largo silencio, su voz se hizo más entonada y seria. Diría que se hablaba a sí mismo, con toda su tribulación:

– ¿Por qué no habré nacido mujer?… en vez de ser un degenerado…, sí, un degenerado…, hubiera sido muchacha de mi casa, me hubiera casado con algún hombre bueno y lo hubiera cuidado… y lo hubiera querido… en vez… así… rodar de "catrera" en "catrera", y los disgustos… esos atorrantes de chambergo blanco y zapatos de charol que te conocen y te siguen… y hasta las medias te roban. ¡Ah!, si encontrara alguno que me quisiera para siempre, siempre.

– ¡Pero usted está loco!, ¿todavía se hace esas ilusiones?

– ¡Qué sabés vos! Tengo un amiguito que hace tres años vive con un empleado del Banco Hipotecario… y cómo lo quiere…

– Pero eso es una bestialidad…

– ¿Qué sabés… si yo pudiera daría toda mi plata para ser mujer… una mujercita pobre… y no me importaría quedarme preñada y lavar la ropa con tal que él me quisiera… y trabajara para mí…

Escuchándole, estaba atónito.

¿Quién era ese pobre ser humano que pronunciaba palabras tan terribles y nuevas?… ¿que no pedía nada más que un poco de amor?

Me levanté para acariciarle la frente.

– No me toqués -vociferó-, no me toqués. Se me revienta el corazón. Andate.

Ahora estaba en mi lecho inmóvil, temeroso de que un ruido mio lo despertara para la muerte.

El tiempo transcurría con lentitud, y mi conciencia descentrada de extrañeza y fatiga recogía en el espacio el silencioso dolor de la especie.

Aún creía sentir el sonido de sus palabras… en lo negro su carita contraída de pena diseñaba un visaje de angustia, y con la boca resecada de fiebre, exclamaba a lo oscuro:

"Y no me importaría quedarme preñada y lavar ropa con tal de que él me quisiera y trabajara para mí."

Quedarse preñada. ¡Cuán suave se hacía esa palabra en sus labios!

"Quedarse preñada."

Entonces todo su mísero cuerpo se deformara, pero "ella", gloriosa de aquel amor tan hondo, caminara entre las gentes y no las viera, viendo el semblante de aquél a quien sometíase tan sumisa.

¡Tribulación humana! ¡Cuántas palabras tristes estaban aún escondidas en la entraña del hombre!

El ruido de una puerta cerrada violentamente me despertó. Encendí apresuradamente la lámpara. El adolescente había desaparecido, y su cama no conservaba la huella de ningún desorden.

Sobre el ángulo de la mesa, extendidos, había dos billetes de cinco pesos. Los recogí con avidez. En el espejo se reflejaba mi semblante empalidecido, la córnea surcada de hilos de sangre, y los mechones de cabello caídos en la frente.

Quedamente una voz de mujer imploró en el pasillo:

– Apúrate, por Dios… que si lo saben.

Distintamente resonó el campanilleo de un timbre eléctrico.

Abrí la ventana que daba al patio. Una ráfaga de aire mojado me estremeció. Aún era de noche, pero abajo en el patio, dos criados se movían en torno de una puerta iluminada.

Salí.

Ya en la calle, mi enervamiento se disipó. Entré a una lechería y tomé un café. Todas las mesas estaban ocupadas por vendedores de diarios y cocheros. En el reloj colgado sobre una pueril escena bucólica, sonaron cinco campanadas.

De pronto recordé que toda esa gente tenía hogar, vi el semblante de mi hermana, y desesperado, salí a la calle.

Otra vez se amontonaron en mi espíritu las tribulaciones de la vida, las imágenes que no quería ver ni recordar, y rechinando los dientes caminaba por las veredas oscuras, calles de comercios defendidos por cortinas metálicas y tableros de madera.

Tras esas puertas había dinero, los dueños de esos comercios dormirían tranquilamente en sus lujosos dormitorios, y yo, como un perro, andaba a la ventura por la ciudad.

Estremecido de odio, encendí un cigarrillo y malignamente arrojé la cerilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico; una pequeña llama onduló en los andrajos, de pronto el miserable se irguió informe como una tiniebla y yo eché a correr amenazado por su enorme puño.

En una casa de compraventa del Paseo de Julio, compré un revólver, lo cargué con cinco proyectiles y después, saltando a un tranvía, me dirigí a los diques.

Tratando de realizar mi deseo de irme a Europa, apresurado trepaba las escalerillas de cuerda de los transatlánticos, y me ofrecía para cualquier trabajo durante la travesía, a los oficiales que podía ver. Cruzaba pasillos, entraba a estrechos camarotes atestados de valijas, con sextantes colgados de los muros, cruzaba palabras con hombres uniformados, que volviéndose bruscamente cuando les hablaba, apenas comprendían mi solicitud y me despedían con un gesto malhumorado.

Por encima de las pasarelas se veía el mar tocando el declive del cielo y los velámenes de las barcas alejadísimas.

Caminaba alucinado, aturdido por el incesante trajín, por el rechinar de las grúas, los silbatos y las voces de los faquines descargando grandes bultos.

Experimentaba la sensación de encontrarme alejadísimo de mi casa, tan distante, que aunque me desdijera en mi afirmación, no podría ya más volver hasta ella.

Entonces me detenía a conversar con los pilotos de las chatas que se burlaban de mis ofrecimientos, a veces asomaban a responderme de las humeantes cocinas, rostros de expresiones tan bestiales, que temeroso me apartaba sin responder, y por los bordes de los diques caminaba, fijos los ojos en las aguas violentas y grasientas que con ruido gutural lamían el granito. Estaba fatigado. La visión de las enormes chimeneas oblicuas, el desarrollarse de las cadenas en las maromas, con los gritos de las maniobras, la soledad de los esbeltos mástiles, la atención ya dividida en un semblante que asomaba a un ojo de buey y a una lingada suspendida por un guinche sobre mi cabeza, ese movimiento ruidoso compuesto del entrecruzamiento de todas las voces, silbidos y choques, me mostraba tan pequeño frente a la vida, que yo no atinaba a escoger una esperanza.

Una trepidación metálica estremecía el aire de la ribera.

De las calles de sombra formadas por los altos muros de los galpones, pasaba a la terrible claridad del sol, a instantes un empellón me arrojaba a un costado, los gallardetes multicolores de los navíos se rizaban con el viento; más abajo, entre la muralla negra y el casco rojo de un transatlántico, martilleaban incesantemente los calafateadores, y aquella demostración gigantesca de poder y riqueza, de mercaderías apiñadas y de bestias pataleando suspendidas en el aire, me azoraba de angustia.

Y llegué a la inevitable conclusión.

"Es inútil, tengo que matarme."

Lo había previsto vagamente.

Ya en otras circunstancias la teatralidad que secunda con lutos el catafalco de un suicida, me había seducido con su prestigio.

Envidiaba a los cadáveres en torno de cuyos féretros sollozaban las mujeres hermosas, y al verlas inclinadas al borde de los ataúdes se sobrecogía dolorosamente mi masculinidad.

Entonces hubiera querido ocupar el suntuoso lecho de los muertos, como ellos ser adornado de flores y embellecido por el suave resplandor de los cirios, recoger en mis ojos y en la frente las lágrimas que vierten enlutadas doncellas.

No era por vez primera este pensamiento, mas en ese instante me contagió de esta certeza.

"Yo no he de morir…, pero tengo que matarme", y antes que pudiera reaccionar, la singularidad de esta idea absurda se posesionó vorazmente de mi voluntad.