– No, no está en el Azul; está en la cárcel.

– ¿En la cárcel?

– Como yo estoy acá, él está en la cárcel.

– ¿Qué hizo?

– Nada, che: la struggle for life…, la lucha por la vida quiere decir, es un término que le aprendí a un gallego panadero que le gustaba fabricar explosivos. ¿Vos no fabricás explosivos? No te enojés; como eras tan aficionado a las bombas de dinamita…

Irritado de sus preguntas insidiosas, le miré con fijeza.

– ¿Estás por meterme preso?

– No, hombre, ¿por qué? ¿No se te puede dar una broma?

– Es que parece que querés sonsacarme algo.

– Pucha… qué rico tipo sos, ¿no te regeneraste ya?

– Bueno, ¿qué decías de Enrique?

– Te voy a contar: una hazaña gloriosa entre nosotros, una cosa notable.

"Resulta, ahora no me acuerdo si era en la agencia del Chevrolet o del Buick, donde Enrique estaba de empleado, que le tenían confianza… bueno, para engatusar siempre fue un maestro éste. Él trabajaba en el escritorio, no sé cómo, el caso es que del talonario de cheques robó uno y lo falsificó en seguida por cinco mil novecientos cincuenta y tres pesos. ¡Lo que son las cosas!

"La mañana que piensa ir a cobrarlo, el dueño de la agencia le da dos mil cien pesos para depositar en el mismo banco. Este loco se embolsa la plata, va al garaje de la agencia, saca un auto, y tranquilamente se presenta al banco, presenta el cheque, y ahora es lo raro, en el banco le pagaron el cheque falsificado."

– ¡Lo pagaron!

– Es increíble, ¡qué falsificación sería! Bueno, él siempre tuvo aptitudes. ¿Te acordás cuando falsificó la bandera de Nicaragua?

– Sí, desde chico sirvió… pero seguí.

– Bueno, le pagaron… ahora andá a saber si Enrique estaba nervioso: sale con el coche, a dos cuadras del mercado, en un cruce, se lleva por delante un sulky… y tuvo suerte, la vara lo único que hizo fue romperle un brazo, si lo agarra un poco más al medio le atraviesa el pecho. Quedó desmayado. Lo llevan a un sanatorio, da la casualidad que el dueño de la agencia supo en seguida el accidente, y se fue al sanatorio como gato al bofe. El hombre le pide al médico las ropas de Enrique, porque debía de haber dinero o una boleta de depósito… date cuenta de la sorpresa del tipo… en vez de sacar una boleta le encuentra ocho mil cincuenta y tres pesos. En eso Enrique reacciona, le pregunta de dónde son esos miles, y no supo qué contestar; van al banco y allí en seguida se enteraron de todo.

– Es colosal.

– Increíble. Yo leí toda la crónica de eso en El Ciudadano, un diario de allí.

– ¿Y ahora está preso?

– A la sombra, como él decía… pero andá a saber el tiempo que lo han condenado. Tiene la ventaja de ser menor de edad, y además la familia conoce a gente de influencia.

– Es curioso: va a tener un gran porvenir el amigo Enrique.

– Envidiable. Con razón que lo llamaban el Falsificador.

Después callamos. Recordaba a Enrique. Me parecía volver a estar con él, en la covacha de los títeres. En el muro rojo el rayo de sol iluminaba su demacrado perfil de adolescente soberbio.

Con voz enronquecida, Lucio comentó:

– La struggle for life, che, unos se regeneran y otros caen; así es la vida… pero me voy, tengo que tomar servicio… si querés verme acá tenés mi dirección -y me entregó una tarjeta.

Cuando después de una aparatosa despedida me encontré lejos, solo en las calles iluminadas, todavía en mis oídos sonaba su enronquecida voz:

"La struggle for life, che… unos se regeneran, otros caen… ¡así es la vida!"

Ahora me dirigía a los comerciantes con el aplomo de un experto corredor, y con la certeza de que debían ser estériles mis fatigas, porque ya "había vendido" me aseguré en breve tiempo una clientela mediocre, compuesta de fiesteros de feria, farmacéuticos a quienes hablaba del ácido pícrico y otras zarandajas, libreros y dos o tres almaceneros, la gente de menos provecho y la más taimada para mercar.

Con el objeto de no perder el tiempo, había dividido las parroquias de Caballito, Flores, Vélez Sársfield y Villa Crespo en zonas que recorría sistemáticamente una vez por semana.

Muy temprano dejaba el lecho, y a grandes pasos me dirigía a los barrios prefijados. De aquellos días conservo el recuerdo de un inmenso cielo resplandeciente sobre horizontes de casas pequeñas y encaladas, de fábricas de muros rojos, y adornando los confines: surtidores de verdura, cipreses y arboledas en torno de las cúpulas blancas de la necrópolis.

Por las chatas calles del arrabal, miserables y sucias, inundadas de sol, con cajones de basura a las puertas, con mujeres ventrudas, despeinadas y escuálidas hablando en los umbrales y llamando a sus perros o a sus hijos, bajo el arco de cielo más límpido y diáfano, conservo el recuerdo fresco, alto y hermoso.

Mis ojos bebían ávidamente la serenidad infinita, extática en el espacio celeste.

Llamas ardientes de esperanza y de ensueño envolvíanme el espíritu y de mí brotaba una inspiración tan feliz de ser cándida, que no acertaba a decirla con palabras.

Y más y más me embelesaba la cúpula celeste, cuanto más viles eran los parajes donde traficaba. Recuerdo…

¡Aquellos almacenes, aquellas carnicerías del arrabal!

Un rayo de sol iluminaba en lo oscuro las bestias de carne rojinegra colgadas de ganchos y de sogas junto a los mostradores de estaño. El piso estaba cubierto de aserrín, en el aire flotaba el olor de sebo, enjambres negros de moscas hervían en los trozos de grasa amarilla, y el carnicero impasible aserra a los huesos, machacaba con el dorso del cuchillo las chuletas… y afuera… afuera estaba el cielo de la mañana, quieto y exquisito, dejando caer de su azulidad la infinita dulzura de la primavera.

Nada me preocupaba en el camino sino el espacio, terso como una porcelana celeste en el confín azul, con la profundidad de golfo en el zenit, un prodigioso mar alto y quietísimo, donde mis ojos creían ver islotes, puertos de mar, ciudades de mármol ceñidas de bosques verdes y navíos de mástiles florecidos deslizándose entre armonías de sirenas hacia las fúricas ciudades de la alegría.

Caminaba así, estremecido de sabrosa violencia.

Parecíame escuchar los rumores de una fiesta nocturna; en lo alto los cohetes derramaban verdes cascadas de estrellas, abajo reían los ventrudos genios del mundo y los simios hacían juegos malabares en tanto que reían las diosas escuchando la flauta de un sapo.

Con estos festivos rumores cantando en los orejas, con aquellas visiones bogando ante los ojos, disminuía las distancias sin advertirlo.

Entraba a los mercados, conversaba con "puesteros", vendía o discutía con los clientes disconformes de las mercaderías recibidas. Solían decirme, sacando de debajo del mostrador unas virutas de papel que podrían servir para fabricar serpentinas:

– ¿Y con estas tiras de papel qué quiere envolver usted?

Yo replicaba:

– Oh, el "recorte" no va a ser grande como un lienzo. De todo hay en la viña del Señor.

Estas razones especiosas no satisfacían a los mercaderes, que tomando por testigos a sus cofrades, juraban no comprarme un kilo más de papel.

Entonces yo fingía indignarme, decía algunas palabras no evangélicas y con desparpajo entraba tras el mostrador y comenzaba a revolver el bulto y a entresacar pliegos que con un poco de buena voluntad podían servir para amortajar a una res.

– ¿Y esto?… ¿Por qué no enseñan esto? Se creen ustedes que el recorte se lo voy a elegir. ¿Por qué no compran recorte especial?

Así eran las disputas con los individuos carniceros y ciudadanos vendedores de pescado, gente ruda, jaquetona y amiga de líos.

También agradábame en las mañanas de primavera "corretear" por las calles recorridas de tranvías, vestidas con los toldos del comercio. Complacíame el espectáculo de los grandes almacenes interiormente sombrosos, las queserías frescas como granjas con enormes pilones de manteca en los estantes, las tiendas con multicolores escaparates y señoras sentadas junto a los mostradores frente a livianos rollos de telas; y el olor a pintura en las ferreterías, y el olor a petróleo en las despensas, se confundía en mi sensorio como el fragante aroma de una extraordinaria alegría, de una fiesta universal y perfumada, cuyo futuro relator fuera yo.

En las gloriosas mañanas de octubre me he sentido poderoso, me he sentido comprensivo como un dios.

Si fatigado entraba a una lechería a tomar un refresco, lo sombroso del paraje, lo semejante del decorado, hacíame soñar en una Alhambra inefable y veía los cármenes de la Andalucía distante, veía los terruños empinados al pie de la sierra, y en lo hondo de los socavones la cinta de planta de los arroyuelos. Una voz mujeril acompañábase con una guitarra, y en mi memoria el viejo zapatero andaluz reaparecía diciendo: