– José, zi era ma lindo que una rroza.
Amor, piedad, gratitud a la vida, a los libros y al mundo me galvanizaban el nervio azul del alma.
No era yo, sino el dios que estaba dentro de mí, un dios hecho con pedazos de montaña, de bosques, de cielo y de recuerdo.
Cuando había vendido una cantidad suficiente de papel, emprendía el retorno, y como los kilómetros se hacían largos de recorrer a pie, placíame soñar en cosas absurdas, verbigracia, que yo había heredado setenta millones de pesos o en cosas de esa naturaleza. Se evaporaban mis quimeras, cuando al entrar al escritorio, Monti me comunicaba indignado:
– El carnicero de la calle Remedios devolvió el recorte.
– ¿Por qué?
– ¡Qué sé yo!… Dijo que no le gustaba.
– Mal rayo lo parta al tío ése.
Es indescriptible el sentimiento de fracaso que producía ese bulto de papel sucio, abandonado en el patio oscuro, con las ataduras renovadas, lleno de barro en los cantos, manchado de sangre y de grasa, debido a que el carnicero lo había revuelto despiadadamente con las manos pringosas.
Este género de devoluciones se repetía con demasiada frecuencia.
Previniéndome de posteriores incidentes solía advertir al comprador.
– Mire: el recorte son las sobras del papel parejo. Si quiere le mando recorte especial, son ocho centavos más por kilo, pero se aprovecha todo.
– No importa, che -decía el matarife-, mande el recorte.
Mas cuando se le entregaba el papel, pretendía que se le rebajara algunos centavos por kilo, o si no devolver los pedazos muy rotos, que sumando dos o tres kilos hacían perder lo ganado; o no pagarlo, que era perderlo todo…
Acontecían percances divertidísimos, por los que Monti y yo acabamos por echarnos a reír para no llorar de rabia.
Teníamos entre los clientes un chanchero que exigía se le entregaran los fardos de papel en su casa en un día por él determinado y a una hora prefijada, lo que era imposible; otro que devolvía la carga insultando al carretero, si no se le extendía recibo en la forma estipulada por la ley, lo que era superfluo; otro no pagaba el papel sino una semana después que comenzaba a consumirlo.
No hablemos de la ralea de los feriantes turcos.
Si yo les pedía noticias de Al Motamid, no me comprendían o se encogían de hombros, cortando un pedazo de bofe para el gato de una comadre descarada.
Después para venderles había que perder una mañana, y eso con el objeto de enviar a distancias inverosímiles, en calles de suburbios desconocidos, un mísero paquete de veinticinco kilos, donde se ganaban setenta y cinco centavos.
El carretero, un hombre taciturno de cara sucia, al atardecer cuando regresaba con su caballo cansado y el papel que no se había entregado, decía:
– Éste no se entregó -y arrojaba el fardo al pavimento con gesto malhumorado- porque el carnicero estaba en los mataderos y la mujer dijo que no sabía nada y no lo quiso recibir. Este otro no vive en el número, porque allí es una fábrica de alpargatas. De esta calle no me supo dar razón nadie.
Nos deslenguábamos en reniegos contra esa chusma que no reconocía formalidades, ni compromisos de ningún género.
Otras veces acaecía que Mario y yo recogíamos un pedido del mismo individuo y cuando se le enviaba lo encargado lo rechazaba, porque decía que había comprado la mercadería a un tercero que se la ofreció más barata. Algunos tenían la desvergüenza de decir que no habían encargado nada, y por lo general, si no las había, inventaban las razones.
Cuando creía haber ganado sesenta pesos en una semana recibía sólo veinticinco o treinta.
Pero ¡y la gentecilla! ¡Los comerciantes al por menor, los tenderos y los farmacéuticos! ¡Cuánta quisquillosidad, qué de informaciones y exámenes previos!
Para comprar la insignificancia de mil sobres con el impreso de magnesia o ácido bórico, no lo hacían sino después de verlos frecuentemente y exigiendo de antemano que se les entregara muestra de papel, tipos de imprenta y al fin decían:
– Veremos, pásese la otra semana.
He pensado muchas veces que se podría escribir una filogenia y psicología del comerciante al por menor, del hombre que usa gorra tras el mostrador y que tiene el rostro pálido y los ojos fríos como láminas de acero.
¡Ah, por qué no es suficiente exponer la mercadería!
Para vender hay que empaparse de una sutilidad "mercurial", escoger las palabras y cuidar los conceptos, adular con circunspección, conversando de lo que no se piensa ni cree, entusiasmarse con una bagatela, acertar con un gesto compungido, interesarse vivamente por lo que maldito si nos interesa, ser múltiple, flexible y gracioso, agradecer con donaire una insignificancia, no desconcertarse ni darse por aludido al escuchar una grosería, y sufrir, sufrir pacientemente el tiempo, los semblantes agrios y malhumorados, las respuestas rudas e irritantes, sufrir para poder ganar algunos centavos, porque "así es la vida".
Si en la dedicación se estuviera solo… mas hay que comprender que en el mismo lugar donde disertamos sobre la ventaja de entablar negocios con nosotros, han pasado muchos vendedores ofreciendo la misma mercadería en distintas condiciones, a cual más ventajosa para el comerciante.
¿Cómo se explica que un hombre escoja a otro entre muchos, para beneficiarse beneficiándole?
No parecerá entonces exagerado decir que entre un individuo y el comerciante se han establecido vínculos materiales y espirituales, relación inconsciente o simulada de ideas económicas, políticas, religiosas y hasta sociales, y que una operación de venta, aunque sea la de un paquete de agujas, salvo perentoria necesidad, eslabona en sí más dificultades que la solución del binomio de Newton.
Pero ¡si fuera esto solo!
Además, hay que aprender a dominarse, para soportar todas las insolencias de los burgueses menores.
Por lo general, los comerciantes son necios astutos, individuos de baja extracción, y que se han enriquecido a fuerza de sacrificios penosísimos, de hurtos que no puede penar la ley, de adulteraciones que nadie descubre o todos toleran.
El hábito de la mentira arraiga en esta canalla acostumbrada al manejo de grandes o pequeños capitales y ennoblecidos por los créditos que les conceden una patente de honorabilidad y tienen por eso espíritu de militares, es decir, habituados a tutear despectivamente a sus inferiores, así lo hacen con los extraños que tienen necesidad de aproximarse a ellos para poder medrar.
¡Ah!, y cómo hieren los gestos despóticos de esos tahúres enriquecidos, que inexorables tras las mirillas del escritorio anotan sus ganancias; cómo crispan en ímpetus asesinos esas jetas innobles que responden:
– Déjese de joder, hombre, que nosotros compramos a casas principales.
Sin embargo, se tolera, y se sonríe y se saluda… porque "así es la vida".
A veces, terminado mi recorrido, y si quedaba en camino, iba a echar un parrafito con el cuidador de carros de la feria de Flores.
Ella era como otras tantas.
Al fondo de la calle de casas con fachadas encaladas, cubierta por un océano de sol, ésta se presentaba inopinadamente.
El viento traía agrio olor a verduras, y los toldos de los puestos sombreaban los mostradores de estaño dispuestos paralelamente a la vereda, en el centro de la calzada.
Aún tengo el cuadro ante los ojos.
Se compone de dos filas.
Una formada por carniceros, vendedores de puercos, hueveros y queseros, y otra de verduleros. La columna se prolonga chillona de policromía, churrigueresca de tintas, con sus hombres barbudos en mangas de camiseta junto a las cestas llenas de hortalizas.
La fila comienza en los puestos de pescadores, con los cestos ocres manchados por el rojo de los langostinos, el azul de los pejerreyes, el achocolatado de los mariscos, la lividez plomiza de los caracoles y el blanco zinc de las merluzas.
Los perros rondan arrebatándose el triperío de desecho, y los mercaderes con los velludos brazos desnudos y un delantal que les cubre el pecho, cogen a pedido de las compradoras el pescado por la cola, de una cuchillada le abren el vientre, con las uñas le hurgan hasta el espinazo destripándolo, y después de un golpe seco lo dividen en dos.
Más allá las mondongueras raen los amarillentos mondongos en el estaño de sus mostradores, o cuelgan de los ganchos inmensos hígados rojos.
Diez gritos monótonos repiten:
– Pejerreye fresco… fresco, señora.
Otra voz grita:
– Aquí… aquí está lo bueno. Vengan a ver esto.
Pedazos de hielo cubiertos de aserrín rojo se derriten a la sombra lentamente encima del lomo de los pescados encajonados.
Entrando, preguntaba en el primer puesto.
– ¿El Rengo?
Con las manos apoyadas en la cadera, inflado el delantal sucio sobre el vientre, los feriantes gritaban con voces gangosas o chillonas: