– ¿Y por qué está usted así?

Un gran cansancio se apoderaba de mí rápidamente, y me dejé caer en la silla.

– ¿Por qué? Dios lo sabe. Aunque pasen mil años no podré olvidarme de la cara del Rengo. ¿Qué será de él?

Dios lo sabe; pero el recuerdo del Rengo estará siempre en mi vida, será en mi espíritu como el recuerdo de un hijo que se ha perdido. Él podrá venir a escupirme en la cara y yo no le diré nada.

Una tristeza enorme pasó por mi vida. Más tarde recordaría siempre ese instante.

– Si es así -balbució el ingeniero, y de pronto incorporándose, con los ojos brillantes fijos en el lazo de mi corbata, murmuró como soñando-: usted lo ha dicho. Es así. Se cumple con una ley brutal que está dentro de uno. Es así. Es así. Se cumple con la ley de la ferocidad. Es así; pero ¿quién le dijo a usted que es una ley? ¿dónde aprendió eso?

Repliqué:

– Es como un mundo que de pronto cayera encima de nosotros.

– ¿Pero usted había previsto que algún día llegaría a ser como Judas?

– No, pero ahora estoy tranquilo. Iré por la vida como si fuera un muerto. Así veo la vida, como un gran desierto amarillo.

– ¿No le preocupa esa situación?

– ¿Para qué? Es tan grande la vida. Hace un momento me pareció que lo que había hecho estaba previsto hace diez mil años; después creí que el mundo se abría en dos partes, que todo se tornaba de un color más puro y los hombres no éramos tan desdichados.

Una sonrisa pueril apareció en el rostro de Vitri. Dijo:

– ¿Le parece a usted?

– Sí, alguna vez sucederá eso… sucederá, que la gente irá por la calle preguntándose los unos a los otros: ¿Es cierto esto, es cierto?

– Usted, dígame, ¿usted nunca ha estado enfermo?

Comprendí lo que él pensaba y sonriendo continué:

– No… ya sé lo que usted cree… pero escúcheme… yo no estoy loco. Hay una verdad, sí… y es que yo sé que siempre la vida va a ser extraordinariamente linda para mí. No sé si la gente sentirá la fuerza de la vida como la siento yo, pero en mí hay una alegría, una especie de inconsciencia llena de alegría.

Una súbita lucidez me permitía ahora discernir los móviles de mis acciones anteriores, y continué:

– Yo no soy un perverso, soy un curioso de esta fuerza enorme que está en mí…

– Siga, siga…

– Todo me sorprende. A veces tengo la sensación de que hace una hora que he venido a la tierra y de que todo es nuevo, flamante, hermoso. Entonces abrazaría a la gente por la calle, me pararía en medio de la vereda para decirles: ¿Pero ustedes por qué andan con esas caras tan tristes? Si la vida es linda, linda… ¿no le parece a usted?

– Sí…

– Y saber que la vida es linda me alegra, parece que todo se llena de flores… dan ganas de arrodillarse y darle las gracias a Dios, por habernos hecho nacer.

– ¿Y usted cree en Dios?

– Yo creo que Dios es la alegría de vivir. ¡Si usted supiera! A veces me parece que tengo un alma tan grande como la iglesia de flores… y me dan ganas de reír, de salir a la calle y pegarle puñetazos amistosos a la gente…

– Siga…

– ¿No se aburre?

– No, siga.

– Lo que hay, es que esas cosas uno no se las puede decir a la gente. Lo tomarían por loco. Y yo me digo: ¿qué hago de esta vida que hay en mí? Y me gustaría darla… regalarla… acercarme a las personas y decirles: ¡Ustedes tienen que ser alegres!, ¿saben?, tienen que jugar a los piratas… hacer ciudades de mármol… reírse… tirar fuegos arficiales.

Arsenio Vitri se levantó, y riendo dijo:

– Todo eso está muy bien, pero hay que trabajar. ¿En qué puedo serle útil?

Reflexioné un instante, luego:

– Vea; yo quisiera irme al sur… al Neuquén… allá donde hay hielos y nubes… y grandes montañas… quisiera ver la montaña…

– Perfectamente; yo le ayudaré y le conseguiré un puesto en Comodoro; pero ahora váyase porque tengo que trabajar. Le escribiré pronto… ¡Ah!, y no pierda su alegría; su alegría es muy linda…

Y su mano estrechó fuertemente la mía. Tropecé con una silla… y salí.