– Rengo, vení, Rengo.

Y porque le estimaban, al llamarle se reían con gruesas carcajadas, mas el Rengo reconociéndome desde lejos, para gozar de su popularidad caminaba despacio, cojeando ligeramente. Cuando frente a un puesto encontraba a alguna criada conocida, se tocaba el ala del sombrero con el cabo del rebenque.

Detenido charlaba, charlaba sonriendo, mostrando los torcidos dientes con una perenne sonrisa picaresca; de pronto se iba, guiñando el ojo de soslayo a los peones de carniceros que, con los dedos de las manos le hacían obscenos gestos.

– Rengo… che, Rengo… vení -gritaban de otro lado.

El pelafustán volvía su cara angulosa a un costado, diciendo que aguardáramos, y a fuerza de codo se abría paso entre las mujeres apeñuscadas frente a los puestos, y las hembras que no le conocían, las viejas codiciosas y regañonas, las jóvenes mujeres biliosas y avaras, las mozuelas linfáticas y pretenciosas, miraban con desconfianza agria, con fastidio mal disimulado, esa cara triangular enrojecida por el sol, bronceada por la desvergüenza.

Era un bigardón a quien agradaba tocar el trasero de las mujeres apiñadas.

– Rengo… vení, Rengo.

El Rengo gozaba de popularidad. Además, como a todos los personajes de la historia, le agradaba tener amigas, saludarse con las vecinas, bañarse en esta atmósfera de chirigota y grosería que entre comerciante bajo y comadre pringosa se establece de inmediato.

Cuando hablaba de cosas sucias, su cara roja resplandecía como si la hubieran cardado con tocino, y el círculo de mondongueras, verduleros y vendedoras de huevos se regocijaba de la inmundicia con que las salpicaban las chuscadas del jaquetón.

Llamaban:

– Rengo… vení, Rengo.

Y los fornidos carniceros, los robustos hijos de napolitanos, toda la barbuda suciedad que se gana la vida traficando miserablemente, toda la chusma flaca y gorda, aviesa y astuta, los vendedores de pescado y de fruta, los carniceros y mantequeras, toda la canalla codiciosa de dinero se complacía en la granujería del Rengo, en la desvergüenza del Rengo, y el Rengo olímpico, desfachatado y milonguero, semejante al símbolo de la feria franca, en el pasaje sembrado de tronchos, berzas y cáscaras de naranja, avanzaba contoneándose, y prendida a los labios esta canción obscena.

Y es lindo gozar de garrón.

Se adornaba el cuello que dejaba libre su elástico negro, con un pañuelo rojo. Grasiento sombrero aludo le sombreaba la frente y en vez de botines calzaba alpargatas de tela violeta y adornadas de arabescos rosados.

Con un látigo que nunca abandonaba recorría rengueando de un lado a otro la fila de carros, para hacer guardar compostura a los caballos que por desaburrirse se mordisqueaban ferozmente.

El Rengo, además de cuidador, tenía sus cascabeles de ladrón, y siendo "macró" de afición no podía dejar de ser jugador de hábito. En substancia, era un pícaro afabilísimo, del cual se podía esperar cualquier favor y también alguna trastada.

Él decía haber estudiado para jockey y haberle quedado ese esguince en la pierna porque de envidia los compañeros le espantaron el caballo un día de prueba, pero yo creo que no había pasado de ser bostero en alguna caballeriza.

Eso sí, conocía más nombres y virtudes de caballos que una beata santos del martirologio. Su memoria era un almanaque de Gotha de la nobleza bestial. Cuando hablaba de minutos y segundos se creía escuchar a un astrónomo, cuando hablaba de sí mismo y de la pérdida que había tenido el país al perder un jockey como él, uno sentíase tentado a llorar.

¡Qué vago!

Si iba a verle, abandonaba los puestos donde conferenciaba con ciertas barraganas, y cogiéndome de un brazo decía a vía de introito:

– Pasá un cigarrillo, que… -y encaminándonos a la fila de carros, subíamos al que estaba mejor entoldado para sentarnos y conversar largamente.

Decía:

– Sabés, lo amuré al turco Salomón. Se dejó olvidada en el carro una pierna de carnero, lo llamé al Pibe (un protegido) y le dije: "Rajando esto a la pieza."

Decía:

– El otro día se viene una vieja. Era una mudanza, un bagayito de nada… Y yo andaba seco, seco… Un mango, le digo, y agarro el carro del pescador.

"¡Qué trotada, hermano! Cuando volví eran las nueve y cuarto, y el matungo sudado que daba miedo. Agarro y lo seco bien, pero el gallego debe haber junado, porque hoy y ayer se vino una punta de veces a la fila, y todo para ver si estaba el carro. Ahora, cuando tenga otro viaje le meto con el de la mondonguera."

Y observando mi sonrisa, agregó;

– Hay que vivir, che, date cuenta: la pieza diez mangos, el domingo le juego una redoblona a Su Majestad, Vasquito y la Adorada… y Su Majestad me mandó al brodo.

Mas reparando en dos vagos que estaban rondando con disimulo en torno de un carro al extremo de la fila, puso el grito en el cielo:

– ¿Che, hijos de una gran puta, qué hacen allí?

Y enarbolando el látigo fue corriendo hacia el carro. Después de revisar cuidadosamente los arneses se volvió rezongando:

– Estoy arreglado si me roban un cabezal o unas riendas.

En los días lluviosos acostumbraba a pasar las mañanas en su compañía.

Bajo la capota del carro, el Rengo improvisaba estupendas poltronas con bolsas y cajones. Sabíase dónde estaba porque bajo el arco del toldo se escapaban nubes de humo. Para entretenerse, el Rengo cogía el mango de un látigo como si fuera una guitarra, entornaba los ojos, chupaba con más energía el cigarrillo y con voz arrastrada, a momentos hinchada de coraje, en otros doliente de voluptuosidad, cantaba:

Tengo un bulín más, "sofica"

que da las once antes de hora

y que yo se lo alquilé;

y que yo se lo alquilé

para que afile ella sola.

Con el sombrero sobre la oreja, el cigarro humeándole bajo las narices, y la camiseta entreabierta sobre el pecho tostado, el Rengo parecía un ladrón, y a veces solía decirme:

– ¿No es cierto, che, Rubio, que tengo pinta de "chorro"?

Sino, contaba en voz baja, entre las largas humaradas de su cigarro, historias del arrabal, recuerdos de su niñez transcurrida en Caballito.

Eran memorias de asaltos y rapiñas, robos en pleno día, y los nombres de Cabecita de Ajo, el Inglés, y los dos hermanos Arévalo, estaban continuamente trabados en estos relatos.

Decía el Rengo con melancolía:

– ¡Sí me acuerdo! Yo era un pibe. Siempre estaban en la esquina de Méndez de Andés y Bella Vista, recostados en la vidriera del almacén de un gallego. El gallego era un "gil". La mujer dormía con otros y tenía dos hijas en la vida. ¡Sí me acuerdo! Siempre estaban allí, tomando el sol y jodiendo a los que pasaban. Pasaba alguno de rancho y no faltaba quien gritara: "¿Quién se comió la pata e'chancho?" "El del rancho", contestaba el otro. ¡Si eran unos "grelunes"! En cuanto te "retobabas", te fajaban. Me acuerdo. Era la una. Venía un turco. Yo estaba con un matungo en la herrería de un francés que había frente al boliche. Fue en un abrir y cerrar de ojos. El rancho del turco voló al medio de la calle, quiso sacar el revólver, y zas, el Inglés de un castañazo lo volteó. Arévalo "cachó" la canasta y Cabecita de Ajo el cajón. Cuando vino el cana sólo estaba el rancho y el turco, que lloraba con la nariz revirada. El más desalmado fue Arévalo. Era lungo, moreno y tuerto. Tenía unas cuantas mujeres. La última que hizo fue la de un cabo. Estaba ya con la captura recomendada. Lo "cacharon" una noche con otros muchos de la vida en un cafetín que había antes de llegar a San Eduardo. Lo registraron y no llevaba armas. Un cabo le pone la cadena y se lo lleva. Antes de llegar a Bogotá, en lo oscuro, Arévalo saca una faca que tenía escondida en el pecho bajo la camiseta y envuelta en papel de seda, y se la enterró hasta el mango en el corazón. El otro cayó seco, y Arévalo rajó; fue a esconderse en la casa de una hermana que era planchadora, pero al otro día lo "cacharon". Dicen que murió tísico de la paliza que le dieron con la "goma".

Así eran las narraciones del Rengo. Monótonas, oscuras y sanguinosas. Terminadas sus historias antes de que fuera la hora reglamentaria para deshacerse la feria, el Rengo me invitaba:

– Vení, Rubio, ¿vamos a requechar?

– Vamos.

Con la bolsa al hombro, el Rengo recorría los puestos y los feriantes, sin necesidad de que él les pidiera, gritábanle:

– Vení, Rengo, tomá.

Y él recogía grasa, huesos carnudos; de los verduleros, quien no le daba un repollo le daba patatas o cebollas, las hueveras un poco de manteca, las mondongueras un chirlo de hígado, y el Rengo jovial, con el sombrero inclinado sobre una oreja, el látigo a la espalda, y la bolsa en la mano, cruzaba soberbio como un rey ante los mercaderes, y hasta los más avaros y hasta los más viles no se atrevían a negarle una sobra, porque sabían que él podía perjudicarles en distintas formas.

Terminado, decía:

– Vení a comer conmigo.