– Si supieras cómo la he "laburado", Rubio. ¿Ves esta llave? Es de una caja de fierro.

Introdujo la mano en un bolsillo, y sacando otra llave más larga, continuó:

– Esta es la de la puerta del cuarto donde está la caja. La hice en una noche, Rubio, meta lima. "Laburé" como un negro.

– ¿Te las trajo ella?

– Sí, la primera hace un mes que la tengo hecha, la otra la hice antiyer. Meta esperarte en la feria, y vos que no venías.

– ¿Y ahora?

– ¿Querés ayudarme? Vamos a medias. Son diez mil mangos, Rubio. Ayer los puso en la caja.

– ¿Cómo sabés?

– Fue al banco. Trajo un mazo bárbaro. Ella lo vio y me dijo que todos eran colorados.

– ¿Y me das la mitad?

– Sí, a medias, ¿te animás?

Me incorporé bruscamente en la silla, fingiendo estar poseído por el entusiasmo.

– Te felicito, Rengo, lo que pensaste es maravilloso.

– ¿Te parece, Rubio?

– Ni un maestro hubiera planeado como vos lo has hecho este asunto. Nada de ganzúa. Todo limpio.

– ¿Cierto, eh…?

– Limpio, hermano. A la mujer la escondemos.

– No hace falta, ya tengo alquilada una pieza que tiene sótano; los primeros días la "escabullo" allí. Después, vestida de hombre, me la llevo al norte.

– ¿Querés que salgamos, Rengo?

– Sí, vamos…

La cúpula de los plátanos nos protegía de los ardores del sol. El Rengo, meditando, dejaba humear su cigarrillo entre los labios.

– ¿Quién es el dueño de la casa? -le pregunté.

– Un ingeniero.

– ¡Ah!, ¿es ingeniero?

– Sí, pero batí, Rubio, ¿te animás?

– Por qué no… sí, hombre… ya estoy aburrido de caminar vendiendo papel. Siempre la misma vida: estarse reventando para nada. Decime, Rengo, ¿tiene sentido esta vida? Trabajamos para comer y comemos para trabajar. "Minga" de alegría, "minga" de fiestas, y todos los días lo mismo, Rengo. Esto "esgunfia" ya.

– Cierto, Rubio, tenés razón… ¿Así que te animás?

– Sí.

– Entonces esta noche damos el golpe.

– ¿Tan pronto?

– Sí, él sale todas las noches. Va al club.

– ¿Es casado?

– No, vive solo.

– ¿Lejos de acá?

– No, una cuadra antes de Nazca. En la calle Bogotá. Si querés, vamos a ver la casa.

– ¿Es de altos?

– No, baja, tiene jardín al frente. Todas las puertas dan a la galería. Hay una lonja de tierra a lo largo.

– ¿Y ella?

– Es sirvienta.

– ¿Y quién cocina?

– La cocinera.

– Entonces tiene plata.

– ¡Hay que ver la casa! ¡Tiene cada mueble adentro!

– ¿Y a qué hora vamos esta noche?

– A las once.

– ¿Y va a estar ella sola?

– Sí, la cocinera en cuanto termina se va a su casa.

– ¿Pero es seguro eso?

– Seguro. El farol está a media cuadra, ella va a dejar la puerta abierta, nosotros entramos y directo al escritorio, sacamos la "guita", ahí mismo la partimos y yo me la llevo para el refugio.

– ¿Y la cana?

– La cana… la cana "cacha" a los que están prontuariados. Yo trabajo de cuidador de carros, además nos ponemos guantes.

– ¿Querés un consejo, Rengo?

– Dos.

– Bueno, atendeme. Lo primero que tenemos que hacer es no dejarnos ver hoy por allá. Puede reconocernos algún vecino y nos mandan al "muere". Además no hay objeto si vos conocés la casa. Perfectamente. Segundo: ¿A qué horas sale el ingeniero?

– Nueve y media a diez, pero podemos espiar.

– Abrir la caja es cuestión de diez minutos.

– Ni eso, ya está probada la llave.

– Te felicito por la precaución… Así que a las once podemos ir.

– Sí.

– ¿Y dónde nos vemos nosotros?

– En cualquier sitio.

– No, hay que ser precavidos. Yo voy a estar en Las Orquídeas a las diez y media. Vos entrás, pero no me saludás ni nada. Te sentás a otra mesa, y a las once salimos, yo te sigo, entrás a la casa y entro yo, después cada uno que tire por su lado.

– En esa forma evitamos sospechas. Está bien pensado… ¿Tenés revólver vos?

– No.

De pronto el arma lució en su mano, y antes que lo evitara, la introdujo en mi bolsillo.

– Yo tengo otra.

– No hace falta.

– Nunca uno sabe lo que puede pasar.

– ¿Y vos serías capaz de matar?

– Yo… la pregunta, ¡claro!

– ¡Eh!

Algunas personas que pasaron nos hicieron callar. Del cielo celeste descendía una alegría que se filtraba en tristeza dentro de mi alma culpable. Recordando una pregunta que no le hice, dije:

– ¿Y cómo sabrá ella que vamos esta noche?

– Le doy la seña por teléfono.

– ¿Y el ingeniero no está de día en la casa?

– No, si querés le hablo ahora.

– ¿De dónde?

– De esa botica.

El Rengo entró a comprar una aspirina y poco después salió. Ya se había comunicado con la mujer.

Sospeché el enjuague, y aclarando, repuse:

– Vos contabas conmigo para este asunto, ¿no?

– Sí, Rubio.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

– Ahora todo está listo.

– Todo.

– ¿Tenés guantes vos?

– Sí.

– Yo me pongo unas medias, es lo mismo.

Después callamos.

Toda la tarde caminamos al azar, perdido el pensamiento, sobrecogidos por desiguales ideas.

Recuerdo que entramos a una cancha de bochas.

Allí bebimos, pero la vida giraba en torno nuestro como el paisaje en los ojos de un ebrio.

Imágenes adormecidas hacía mucho tiempo, semejantes a nubes se levantaron en mi conciencia, el resplandor solar que hería las pupilas, un gran sueño se apoderaba de mis sentidos y a instantes hablaba precipitadamente sin ton ni son.

El Rengo me escuchaba abstraído.

De pronto una idea sutil se bifurcó en mi espíritu, yo la sentí avanzar en la entraña cálida, era fría como un hilo de agua y me tocó el corazón.

"¿Y si lo delatara?"

Temeroso de que hubiera sorprendido mi pensamiento, miré sobresaltado al Rengo, que a la sombra del árbol, con los ojos adormecidos miraba la cancha, donde las bochas estaban esparcidas.

Aquél era un lugar sombrío, propicio para elaborar ideas feroces.

La calle Nazca ancha se perdía en el confín. Junto al muro alquitranado de un alto edificio, el bodeguero tenía adosado su cuarto de madera pintado de verde, y en el resto del terreno se extendían paralelas las franjas de tierra enarenada.

Varias mesas de hierro se hallaban en distintos puntos.

Nuevamente pensé:

"¿Y si lo delatara?"

Con la barbilla apoyada en el pecho y el sombrero echado encima de la frente, el Rengo se había dormido. Un rayo de sol le caía sobre una pierna, con el pantalón manchado de lamparones de grasa.

Entonces un gran desprecio me envaró el espíritu, y cogiéndole bruscamente de un brazo, le grité:

– Rengo.

– Eh… eh… ¿qué hay?

– Vamos, Rengo.

– ¿A dónde?

– A casa. Tengo que preparar la ropa. Esta noche damos el golpe y mañana rajamos.