Séptima alegría. Por elogio de los hombres, he gozado noches tan estupendas, que la sangre, en una muchedumbre de alegrías, me atropellaba el corazón, y yo creía, sobre las espaldas de mi pueblo de alegrías, cruzar los caminos de la tierra, semejante a un símbolo de juventud.

Creo que fuimos escogidos treinta aprendices para mecánicos de aeroplanos entre doscientos solicitantes.

Era una mañana gris. El campo se extendía a lo lejos, áspero. De su continuidad verde gris se desprendía un castigo sin nombre.

Acompañados por un sargento pasamos junto a los hangares cerrados, y en la cuadra nos vestimos con ropa de fajina.

Lloviznaba, y a pesar de ello un cabo nos condujo a hacer gimnasia en un potrero situado tras de la cantina.

No era difícil. Obedeciendo a las voces de mando dejaba entrar en mí la indiferente extensión de la llanura. Esto hipnotizaba el organismo, dejando independientes los trabajos de la pena.

Pensaba:

"Si ella ahora me viera, ¿qué diría?"

Dulcemente, como una sombra en un muro blanqueado de luna, pasó toda ella, y en cierto anochecimiento lejano vi el semblante de imploración de la niña inmóvil junto al álamo negro.

– A ver si se mueve, recluta -me gritó el cabo.

A la hora del rancho, chapoteando en el barro, nos acercamos a las ollas hediondas de comida. Bajo los tachos humeaban los leños verdes. Apretujándonos extendíamos al cocinero los platos de lata.

El hombre hundía su cucharón en la basofia, y un tridente en otra olla, luego nos apartábamos para devorar.

En tanto comía, recordé a don Gaetano y a la mujer cruel. Y aunque no habían transcurrido, yo percibía inmensos espacios de tiempo entre mi ayer taciturno y mi hoy vaciloso.

Pensé:

"Ahora que todo ha cambiado, ¿quién soy yo dentro del amplio uniforme?"

Sentado junto a la cuadra, observaba la lluvia cayente a intervalos, y con el plato encima de las rodillas no podía apartar los ojos del arco del horizonte, tumultuoso a pedazos, liso como una franja de metal en otros y aleonado tan despiadadamente, que el frío de su altura en la caída penetraba hasta los huesos.

Algunos aprendices amontonados en la escuadra reían, y otros, inclinados en una pileta para abrevar caballos, se lavaban los pies.

Me dije:

"Y así es la vida, quejarse siempre de lo que fue. Con cuánta lentitud caían los hilos de agua. Y así era la vida." Dejé el plato en tierra, para agrandar mis cavilaciones con estas ansiedades.

¿Saldría yo alguna vez de mi ínfima condición social, podría convertirme algún día en un señor, dejar de ser el muchacho que se ofrece para cualquier trabajo?

Pasó un teniente y adopté la posición militar… Después me dejé caer en un rincón y la pena se me hizo más honda.

En el futuro, ¿no sería yo uno de esos hombres que llevan cuellos sucios, camisas zurcidas, traje color vinoso y botines enormes, porque en los pies le han salido callos y juanetes de tanto caminar, de tanto caminar solicitando de puerta en puerta trabajo en qué ganarse la vida?

Me tembló el alma. ¿Qué hacer, qué podría hacer para triunfar, para tener dinero, mucho dinero? Seguramente no me iba a encontrar en la calle una cartera con diez mil pesos. ¿Qué hacer, entonces? Y no sabiendo si pudiera asesinar a alguien, si al menos hubiera tenido algún pariente, rico, a quien asesinar y responderme, comprendí que nunca me resignaría a la vida penuriosa que sobrellevan naturalmente la mayoría de los hombres.

De pronto se hizo tan evidente en mi conciencia la certeza de que ese anhelo de distinción me acompañaría por el mundo, que me dije:

"No me importa no tener traje, ni plata, ni nada"; y casi con vergüenza me confesé: "Lo que yo quiero, es ser admirado de los demás, elogiado de los demás. ¡Qué me importa ser un perdulario! Eso no me importa… Pero esta vida mediocre… Ser olvidado cuando muera, esto sí que es horrible. ¡Ah, si mis inventos dieran resultado! Sin embargo, algún día me moriré, y los trenes seguirán caminando, y la gente irá al teatro como siempre, y yo estaré muerto, bien muerto… muerto para toda la vida."

Un escalofrío me erizó el vello de los brazos. Frente al horizonte recorrido por navíos de nubes, la convicción de una muerte eterna espantaba mi carne. Apresurado, cogiendo el plato, fui a la pileta.

¡Ah, si se pudiera descubrir algo para no morir nunca, vivir aunque fuera quinientos años!

El cabo que dirigía los ejercicios de instrucción, me llamó:

– En seguida, mi cabo primero.

Durante el ejercicio, por intermedio del sargento, había solicitado permiso al capitán Márquez, con objeto de pedirle consejo acerca de un mortero de trinchera que había ideado, para arrojar proyectiles que permitieran destruir mayor cantidad de hombres, que los schrapnells con sus explosivos.

Interiorizado en mi vocación, el capitán Márquez acostumbraba escucharme, y en tanto yo hablaba esquematizando en la pizarra, él, tras los espejuelos de sus lentes, me miraba sonriendo con una sonrisa de curiosidad, de burla y de indulgencia.

Dejé el plato en la bolsa de servicio y rápidamente me dirigí al casino de oficiales.

Ahora estaba en su habitación. Junto al muro, un lecho de campaña, un estante con revistas y cursos de ciencias militares, y clavado en la pared un tablero negro con su cajita llena de barras de tiza clavada en un ángulo.

El capitán me dijo:

– A ver, ayer cómo es ese cañón de trinchera. Diséñelo.

Cogí una tiza, e hice un croquis.

Comencé.

– Usted sabe, mi capitán, que el inconveniente de los grandes calibres, son peso y tamaño de la pieza.

– Bien, y…

– Yo tengo imaginado un cañón de esta forma: el proyectil de grueso calibre estaría perforado en el centro y en vez de estar colocado en un tubo que es el cañón, sería introducido en la barra de hierro, como un anillo en el dedo, yéndose a encajar en la cámara donde explotaría el cartucho. La ventaja de mi sistema, es que sin aumentar el peso del cañón, se aumentaría enormemente el calibre del proyectil y la carga explosiva que puede llevar.

– Entiendo… Está bien… Pero usted debe saber esto: de acuerdo con el calibre de los proyectiles, su peso y la clase del grano de pólvora, se calcula el grosor, diámetro y longitud del cañón. Es decir, que a medida que la pólvora se va inflamando, el proyectil por presión de los gases avanza en el cañón, de forma que cuando ha llegado a la boca de éste, el explosivo ha rendido su máximo de energía.

"En su invento ocurre todo lo contrario. Se efectúa la explosión y el proyectil se desliza por la barra y los gases, en vez de seguir presionándolo, se pierden en el aire, es decir, que si la explosión tiene que seguir actuando durante un segundo de tiempo, usted lo reduce a un décimo o a un milésimo. Es lo contrario. A mayor diámetro, menos uniformidad, más resistencia, a menos que usted haya descubierto una balística nueva, que es medio difícil."

Y terminó agregando:

– Usted tiene que estudiar, estudiar mucho, si quiere ser algo.

Yo pensaba, sin atreverme a decirlo: "Cómo estudiar, si tengo que aprender un oficio para ganarme la vida."

Proseguía:

– Estudié muchas matemáticas; lo que le falta a usted es la base, discipline el pensamiento, aplíquelo al de las pequeñas cosas prácticas, y entonces podrá tener éxito en sus iniciativas.

– ¿Le parece, mi capitán?

– Sí, Astier. Usted tiene condiciones innegables, pero estudie, usted cree que porque piensa lo ha hecho todo, y pensar no es nada más que un principio.

Y yo salía de allí, estremecido de gratitud hacia ese hombre que conocía serio y melancólico y que a pesar de la disciplina, tenía la misericordia de alentarme.

Eran las dos de la tarde del cuarto día de mi ingreso en la Escuela Militar de Aviación.

Estaba tomando mate cocido en compañía de un pelirrojo apellidado Walter, que con entusiasmo conmovedor me hablaba de una chacra que tenía su padre, un alemán, en las cercanías del Azul.

Decía el pelirrojo con la boca llena de pan:

– Todos los inviernos carneamos tres chanchos para la casa. Los demás se venden. Así a la tarde cuando hacía frío, entraba y me cortaba un pedazo de pan, después con el Ford me iba a recorrer…

– Drodman, venga -me gritó el sargento. Detenido frente a la cuadra me observaba con seriedad inusitada.

– Ordene, mi sargento.

– Vístase de particular y entrégueme el uniforme, porque está usted de baja.

Le miré atento.

– ¿De baja?

– Sí, de baja.

– ¿De baja, mi sargento? -temblaba todo al hablarlo. El suboficial me observó apiadado. Era un provinciano de procederes correctos, y hacía pocos días que había recibido el brevet de aviador.