Terminado de acicalarme, salí.

– Bueno, hasta luego, frau, saludos a su esposo y a Maximito.

– ¿No le das las gracias? -interrumpió mi madre.

– Ya se las di antes.

La hebrea levantó los ojillos envidiosos de las rebanadas de pan untadas de manteca y con flojedad me estrechó las manos. Ya reaccionaban en ella los deseos de verme fracasado en mis gestiones.

Anochecido, llegué al Palomar.

Al preguntarle por él, un viejo que fumaba sentado en un bulto, bajo el farol verde de la estación, con un mínimo gasto de gestos, me indicó el camino entre las tinieblas.

Comprendí que me las había con un indiferente; no quise abusar de su parquedad, sabiendo casi tanto como antes de interrogarle, le di las gracias y emprendí el camino.

Entonces el viejo me gritó:

– Diga, niño, ¿no tiene diez centavos? Pensé no beneficiarlo, mas reflexionando rápidamente, me dije que si Dios existía podría ayudarme en mi empresa como yo lo hacía con el viejo y no sin secreta pena me acerqué para entregarle una moneda.

Entonces el andrajoso fue más explícito. Abandonó el bulto y con tembloroso brazo extendido hacia la oscuridad señaló:

– Vea, niño… siga derechito, derechito y a la izquierda está el casino de los oficiales.

Caminaba.

El viento removía los follajes resecos de los eucaliptus, y cortándose en los troncos y los altos tilos del telégrafo, silbaba ululante.

Cruzando el fangoso camino, palpando los alambres de los cercos, y cuando lo permitía la dureza del terreno rápido, llegué al edificio que el viejo ubicara a la izquierda con el nombre de casino.

Indeciso, me detuve. ¿Llamaría? Tras de las barandas del chalet, frente a la puerta, no había ningún soldado de guardia.

Subí tres escalones, y audazmente -así pensaba entonces- me interné en un estrecho corredor de madera, material de que estaba construido todo el edificio, y me detuve frente a la puerta de una oblonga habitación, cuyo centro ocupaba una mesa.

En derredor de ella, tres oficiales, uno recostado en un sofá junto al trinchante, otro de codos en la mesa, y un tercero con los pies en el aire, pues apoyaba el respaldar de la silla en el muro, conversaban con displicencia frente a cinco botellas de colores distintos.

– ¿Qué quiere usted?

– Me he presentado, señor, por el aviso.

– Ya se llenaron las vacantes.

Objeté, sumamente tranquilo, con una serenidad que me nacía de la poca suerte:

– Caramba, es una lástima, porque yo soy medio inventor, me hubiera encontrado en mi ambiente.

– ¿Y qué ha inventado usted? Pero entre, siéntese -habló un capitán incorporándose en el sofá:

Respondí sin inmutarme:

– Un señalador automático de estrellas fugaces, y una máquina de escribir con caracteres de imprenta lo que se le dicta. Aquí tengo una carta de felicitación que me ha dirigido el físico Ricaldoní.

No dejaba de ser curioso esto para los tres oficiales aburridos, y de pronto comprendí que les había interesado.

– A ver, tome asiento -me indicó uno de los tenientes examinando mi catadura de pies a cabeza-. Explíquenos sus famosos inventos. ¿Cómo se llamaban?

– Señalador automático de estrellas fugaces, señor oficial.

Apoyé mis brazos en la mesa, y miré con mirada que me parecía investigadora, los semblantes de líneas duras y ojos inquisidores, tres rostros curtidos de dominadores de hombres, que me observaban entre curiosos e irónicos. Y en aquel instante, antes de hablar, pensé en los héroes de mis lecturas predilectas y la catadura de Rocambole, del Rocambole con gorra de visera de hule y sonrisa canalla en la boca torcida, pasó por mis ojos incitándome al desparpajo y a la actitud heroica.

Confortado, segurísimo de no incurrir en errores, dije:

– Señores oficiales: ustedes sabrán que el selenio conduce la corriente eléctrica cuando está iluminado; en la oscuridad se comporta como un aislador. El señalador no consistiría nada más que en una célula de selenio, conectada con un electroimán. El paso de una estrella por el retículo del selenio, sería señalada por un signo, ya que la claridad del meteoro, concentrada por un lente cóncavo, pondría en condiciones de conductor al selenio.

– Está bien. ¿Y la máquina de escribir?

– La teoría es la siguiente. En el teléfono el sonido se convierte en una onda electromagnética.

"Si medimos con un galvanómetro de tangente la intensidad eléctrica producida por cada vocal y consonante, podemos calcular el número de amperios vueltas, necesarios para fabricar un teclado magnético, que responderá a la intensidad de corriente de cada vocal."

El ceño del teniente acentuóse.

– No está mala la idea, pero usted no tiene en cuenta la dificultad de crear electroimanes que respondan a alteraciones eléctricas tan ínfimas y eso sin contar las variaciones del timbre de voz, el magnetismo remanente; otro problema muy serio y el peor, quizá, que las corrientes se distribuyan por sí mismas en los electroimanes correspondientes. ¿Pero tiene usted allí la carta de Ricaldoni?

El teniente se inclinó sobre ella; después entregándola a otro de los oficiales, me dijo:

– ¿Ha visto usted? Los inconvenientes que yo le planteo, también los señala Ricaldoni. Su idea, en principio, es muy interesante. Yo le conozco a Ricaldoni. Ha sido mi profesor. Es un sabio el hombre.

– Sí, bajito, gordo, bastante gordo.

– ¿Quiere servirse un vermouth? -me ofreció el capitán sonriendo.

– Muchas gracias, señor, no tomo.

– Y de mecánica, ¿sabe algo?

– Algo. Cinemática… Dinámica… Motores a vapor y explosión; también conozco los motores de aceite crudo. Además, he estudiado química y explosivos, que es una cosa interesante.

– También. ¿Y qué sabe de explosivos?

– Pregúnteme usted -repliqué sonriendo.

– Bueno, a ver, ¿qué son fulminantes?

Aquello tomaba visos de un examen, y echándomelas de erudito, respondí:

– El capitán Cundill, en su Diccionario de explosivos, dice que los fulminantes son las sales metálicas de un ácido hipotético llamado fulminato de hidrógeno. Y son simples o dobles.

– A ver, a ver: un fulminato doble.

– El de cobre, que son cristales verdes y producidos haciendo hervir fulminato de mercurio, que es simple, con agua y cobre.

– Es notable lo que sabe este muchacho. ¿Qué edad tiene usted?

– Dieciséis años, señor.

– ¿Dieciséis años?

– ¿Se da cuenta, capitán? Este joven tiene un gran porvenir. ¿Qué le parece que le hablemos al capitán Márquez? Sería una lástima que no pudiera ingresar.

– Indudablemente -y el oficial del cuerpo de ingenieros se dirigió a mí.

– Pero, ¿dónde diablos ha estudiado usted todas esas cosas?

– En todas partes, señor. Por ejemplo: voy por la calle y en una casa de mecánica veo una máquina que no conozco. Me paro, y me digo estudiando las diferentes partes de lo que miro: esto debe funcionar así y así, y debe servir para tal cosa. Después que he hecho mis deducciones, entro al negocio y pregunto, y créame, señor, raras veces me equivoco. Además, tengo una biblioteca regular, y si no estudio mecánica, estudio literatura.

– ¿Cómo -interrumpió el capitán-, también literatura?

– Sí, señor, y tengo los mejores autores: Baudelaire, Dostoievski, Baroja.

– Che, ¿no será un anarquista éste?

– No, señor capitán. No soy anarquista. Pero me gusta estudiar, leer.

– ¿Y qué opina su padre de todo esto?

– Mi padre se mató cuando yo era muy chico.

Súbitamente callaron. Mirándome, los tres oficiales se miraron.

Afuera silbaba el viento, y en mi frente se ahondó más el signo de la atención.

El capitán se levantó y le imité.

– Mire, amiguito, lo felicito, véngase mañana. Esta noche trataré de verlo al capitán Márquez, porque usted lo merece. Eso es lo que necesita el ejército argentino. Jóvenes que quieran estudiar.

– Gracias, señor.

– Mañana, si quiere verme, con el mayor gusto lo voy a atender. Pregunte usted por el capitán Bossi.

Grave de inmensa alegría, me despedí.

Ahora cruzaba las tinieblas, saltaba los alambrados, estremecido de un coraje sonoro.

Más que nunca se afirmaba la convicción del destino grandioso a cumplirse en mi existencia. Yo podría ser un ingeniero como Edison, un general como Napoleón, un poeta como Baudelaire, un demonio como Rocambole.