Entonces repetí palabras que antes habían tenido un sentido pálido en mi experiencia.

"Sufrirás", me decía, "sufrirás… sufrirás… sufrirás…"

"Sufrirás… sufrirás…"

"Sufrirás…", y la palabra se me caía de los labios. Así maduré todo el invierno infernal.

Una noche, fue en el mes de julio, precisamente en el momento en que don Gaetano cerraba la puertecilla de la cortina metálica, doña María recordó que se había olvidado en la cocina un atado de ropa que trajera esa tarde la lavandera. Entonces dijo:

– Che, Silvio, vení, vamos a traerla.

Mientras don Gaetano encendía la luz, la acompañé. Recuerdo con exactitud.

El bulto estaba en el centro de la cocina, sobre una silla. Doña María, dándome las espaldas, cogió la oreja de trapo del bulto. Yo, al volver los ojos, vi unos carbones encendidos en el brasero. Y en aquel brevísimo intervalo pensé:

"Eso es…", y sin vacilar, cogiendo una brasa, la arrojé a un montón de papeles que estaba a la orilla de una estantería cargada de libros, mientras doña María se ponía a caminar.

Después don Gaetano hizo girar la llave del conmutador, y nos encontramos en la calle.

Doña María miró el cielo constelado.

– Linda noche… va a helar…

Yo también miré a lo alto.

– Sí, es linda la noche.

Mientras Dío Fetente dormía, yo, incorporado en mi yacija, miraba el círculo blanco de luz que por el ojo de buey se estampaba en el muro desde la calle.

En la oscuridad yo sonreía libertado… libre… definitivamente libre, por la conciencia de hombría que me daba mi acto anterior. Pensaba, mejor dicho, no pensaba, anudaba delicias.

"Ésta es la hora de las cocottes."

Una cordialidad fresca como un vasito de vino hacíame fraternizar en todas las cosas del mundo, a esas horas despiertas. Decía:

"Ésta es la hora de las muchachitas… y de los poetas… pero qué ridículo soy… y sin embargo, yo te besaría los pies."

"Vida, vida, qué linda que sos, vida… ¡ah!, ¿pero vos no sabés?, yo soy el muchacho… el dependiente… sí, de don Gaetano… y sin embargo yo amo todas las cosas más hermosas de la Tierra… quisiera ser lindo y genial… vestir uniformes resplandecientes… y ser taciturno… vida, qué linda que sos. Vida… qué linda… Dios mío, qué linda que sos."

Encontraba placer en sonreír despacio. Pasé dos dedos en horqueta por las crispaciones de mis mejillas. Y el graznido de las bocinas de los automóviles se estiraba allá abajo, en la calle Esmeralda, como un ronco pregón de alegrías.

Después incliné la cabeza sobre mi hombro y cerré los ojos, pensando: "¿Qué pintor hará el cuadro del dependiente dormido, que en sueños sonríe porque ha incendiado la ladronera de su amo?"

Después, lentamente, se disipó la liviana embriaguez.

Vino una seriedad sin ton ni son, una de esas seriedades que es de buen gusto ostentarla en los parajes poblados. Y yo sentía ganas de reírme de mi seriedad intempestiva, paternal. Pero como la seriedad es hipócrita, necesita hacer la comedia de la "conciencia" en el cuartujo, y me dije:

"Acusado… Usted es un canalla…, un incendiario. Usted tiene bagaje de remordimiento para toda la vida. Usted va a ser interrogado por la policía y los jueces y el diablo… póngase serio, acusado… Usted no comprende que es necesario ser serio… porque va a ir de cabeza a un calabozo."

Pero mi seriedad no me convencía. Sonaba tan a tacho de lata vacía. No, ni en serio podía tomar esa mistificación. Yo ahora era un hombre libre, y ¿qué tiene que ver la sociedad con la libertad? Yo ahora era libre, podía hacer lo que se me antojara… matarme si quería… pero eso era algo ridículo… y yo… yo tenía necesidad de hacer algo hermosamente serio, bellamente serio: adorar a la vida. Y repetí:

"Sí, vida… vos sos linda, vida… ¿sabés? De aquí en adelante adoraré a todas las cosas hermosas de la Tierra… cierto… adoraré a los árboles, y a las casas y a los cielos… adoraré todo lo que está en vos… además… decíme, vida ¿no es cierto que yo soy un muchacho inteligente? ¿Conociste vos alguno que fuera como yo?"

Después me quedé dormido.

El primero en entrar a la librería esa mañana fue don Gaetano. Yo le seguí. Todo estaba como lo habíamos dejado. La atmósfera con un relente de moho, y allá en el fondo, en el lomo de cuero de los libros, una mancha de sol que se filtraba por el tragaluz.

Me dirigí a la cocina. La brasa se había extinguido, aún húmeda de agua, con la que hiciera un charco al lavar los platos Dío Fetente.

Y fue el último día que trabajé allí.