– Pero si yo no he cometido ninguna falta, mi sargento, usted lo sabe bien.
– Claro que lo sé… Pero qué le voy a hacer… la orden la dio el capitán Márquez.
– ¿El capitán Márquez? Pero eso es absurdo… El capitán Márquez no puede dar esa orden… ¿No habrá equivocación?
– Así es, en el detall me dijeron Silvio Drodman Astier… Aquí no hay otro Drodman Astier que usted, creo, ¿no?, así que es usted, no hay vuelta de hoja.
– Pero esto es una injusticia, mi sargento.
El hombre frunció el ceño y en voz baja confidenció:
– ¿Qué quiere que le haga? Claro que no está bien… creo… no, no lo sé… me parece que el capitán tiene un recomendado… así me han dicho, no sé si es verdad, y como ustedes no han firmado contrato todavía, claro, sacan y ponen al que quieren. Si hubiera contrato firmado no habría caso, pero como no está firmado, hay que aguantarse.
Dije suplicante:
– ¿Y usted mi sargento, no puede hacer nada?
– ¿Y qué quiere que haga, amigo? ¿Qué quiere que haga?, si soy igual a usted; se ve cada cosa.
El hombre me compadecía.
Le di las gracias, y me retiré con lágrimas en los ojos.
– La orden es del capitán Márquez.
– ¿Y no se le puede ver?
– No está el capitán.
– ¿Y el capitán Bossi?
– El capitán Bossi no está.
En el camino, el sol de invierno teñía de una lúgubre rojidez el tronco de los eucaliptus.
Yo caminaba hacia la estación.
De pronto vi en el sendero al director de la escuela.
Era un hombre rechoncho, de cara mofletuda y colorada como la de un labriego. El viento le movía la capa sobre las espaldas, y hojeando un infolio respondía brevemente al grupo de oficiales que en círculo le rodeaba.
Alguien debió comunicarle lo sucedido, pues el teniente coronel levantó la cabeza de los papeles, me buscó con la mirada, y encontrándome, me gritó con voz destemplada:
– Vea amigo, el capitán Márquez me habló de usted. Su puesto está en una escuela industrial. Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo.
Ahora cruzaba las calles de Buenos Aires, con estos gritos adentrados en el alma.
"¡Cuando mamá lo sepa!"
Involuntariamente me la imaginaba diciendo con acento cansado:
– Silvio… pero no tienes lástima de nosotros… que no trabajas… que no quieres hacer nada. Mira los botines que llevo, mira los vestidos de Lila, todos remendados, ¿qué piensas, Silvio, que no trabajas?
Calor de fiebre me subía a las sienes; olíame sudoroso, tenía la sensación de que mi rostro se había entosquecido de pena, deformado de pena, una pena hondísima, toda clamorosa.
Rodaba abstraído, sin derrotero. Por momentos los ímpetus de cólera me envaraban los nervios, quería gritar, luchar a golpes con la ciudad espantosamente sorda… y súbitamente todo se me rompía adentro, todo me pregonaba a las orejas mi absoluta inutilidad.
"¿Qué será de mí?"
En ese instante, sobre el alma, el cuerpo me pesaba como un traje demasiado grande y mojado.
Ahora, cuando vaya a casa, mamá quizás no me diga nada. Con gesto de tribulación abrirá el baúl amarillo, sacará el colchón, pondrá sábanas limpias en la cama y no dirá nada. Lila, en silencio, me mirará como reprochándome.
– ¿Qué has hecho, Silvio? -y no agregará nada.
"¿Qué será de mí?"
¡Ah, es menester saber las miserias de esta vida puerca, comer el hígado que en la carnicería se pide para el gato, y acostarse temprano para no gastar el petróleo de la lámpara!
Otra vez me sobrevino el semblante de mamá, relajado en arrugas por su vieja pena; pensé en la hermana que jamás profería una queja de disgusto y sumisa al destino amargo empalidecía sobre sus libros de estudio, y el alma se me cayó entre las manos. Me sentía arrastrado a detener a los transeúntes, a coger de las mangas del saco a las gentes que pasaban y decirles: "Me han echado del ejército así porque si, ¿comprenden ustedes? Yo creía poder trabajar… trabajar en los motores, componer aeroplanos… y me han echado así… porque sí.
Me decía:
"Lila, ¡ah!, ustedes no la conocen, Lila es mi hermana; yo pensaba, sabía que podríamos ir alguna vez al biógrafo; en vez de comer hígado, comeríamos sopa con verduras, saldríamos los domingos, la llevaría a Palermo. Pero ahora…
"¿No es una injusticia, digan ustedes, no es una injusticia?…
"Yo no soy un chico. Tengo dieciséis años, ¿por qué me echan? Iba a trabajar a la par de cualquiera, y ahora… ¿Qué dirá mamá? ¿Qué dirá Lila? Ah, si ustedes la conocieran. Es seria: en la Normal saca las mejores calificaciones. Con lo que yo ganara comerían mejor en casa. Y ahora, ¿qué voy a hacer yo?…"
Noche ya, en la calle Lavalle, cerca del Palacio de Justicia me detuve frente a un cartel:
PIEZAS AMUEBLADAS POR UN PESO
Entré al zaguán iluminado débilmente por una lámpara eléctrica, y en una garita de madera aboné el importe. El dueño, hombre gordo, en mangas de camiseta a pesar del frío, me condujo a un patio lleno de macetas pintadas de verde, y señalándome al mucamo, le gritó:
– Félix, éste a la 24.
Miré arriba. Aquel patio era el fondo de un cubo, cuyas caras lo formaban los muros de cinco pisos de habitaciones con ventanas cubiertas de cortinas. A través de algunos vidrios veíanse las paredes iluminadas, otras estaban oscuras y no sé de dónde partía bulla de mujeres, risas reprimidas, y ruidos de cacerolas.
Subíamos por una escalera de caracol. El mucamo, un granuja picado de viruelas con delantal azul, me precedía, arrastrando el plumero, cuyas plumas desbarbadas barrían el suelo.
Por fin llegamos. El pasillo, como el zaguán, estaba débilmente iluminado.
El mucamo abrió la puerta y encendió la luz. Le dije:
– Mañana me despierta a las cinco, no se olvide.
– Bueno, hasta mañana.
Extenuado por la pena y las cavilaciones me dejé caer en un lecho.
La pieza: dos camas de hierro cubiertas de colchas azules, con borlitas blancas, un lavabo de hierro barnizado y una mesita imitación caoba. En un ángulo, el cristal del ropero espejaba la puerta tablero.
Perfume acre flotaba en el aire confinado entre los cuatro muros blancos.
Volví el rostro hacia la pared. Con lápiz, algún durmiente había diseñado un dibujo obsceno.
Pensé:
"Mañana me iré a Europa, puede ser…", y cubriéndome la cabeza con la almohada, rendido de fatiga, me dormí. Fue un sueño densísimo, a través de cuya oscuridad se deslizó esta alucinación:
En una llanura de asfalto, manchas de aceite violeta brillaban tristemente bajo un cielo de buriel. En el zenit otro pedazo de altura era de un azul purísimo. Dispersos sin orden, se elevaban por todas partes cubos de portland.
Unos eran pequeños como dados, otros altos y voluminosos como rascacielos. De pronto del horizonte hacia el zenit se alargó un brazo horriblemente flaco. Era amarillo como un palo de escoba, los dedos cuadrados se extendían unidos.
Retrocedí espantado, pero el brazo horriblemente flaco se alargaba, y yo esquivándolo me empequeñecía, tropezaba con los cubos de portland, me ocultaba tras ellos; espiando, asomaba el rostro por una arista y el brazo delgado como el palo de una escoba, con los dedos envarados, estaba allí, sobre mi cabeza, tocando el zenit.
En el horizonte la claridad había menguado, quedando fina como el filo de una espada.
Allí asomó el rostro.
Era un pedazo de frente abultada, una ceja hirsuta y después un trozo de mandíbula. Bajo el párpado arrugado estaba el ojo, un ojo de loco. La córnea inmensa, la pupila redonda y de aguas convulsas. El párpado hizo un guiño triste…
– Señor, eh, diga, señor…
Me incorporé sobresaltado.
– Se ha dormido vestido, señor.
Con dureza miré a mi interlocutor.
– Cierto, tiene razón.
El muchacho se retiró unos pasos.
– Como vamos a ser compañeros de pieza esta noche, me permití despertarlo. ¿Está disgustado?
– No, ¿por qué? -y después de restregarme los ojos, incorporándome, me senté al borde del lecho. Le observé:
El ala de un hongo negro le sombreaba la frente y los ojos. Su mirada era falsa, y el resplandor aterciopelado de ella parecía tocar la propia epidermis. Tenía una cicatriz junto al labio, cerca de la barbilla, y sus labios túmidos, demasiado rojos, sonreían en su cara blanca. El sobretodo exageradamente ceñido modelaba las formas de su cuerpo pequeño.