Bruscamente le pregunté:

– ¿Qué hora es?

Con urgencia tomó su reloj de oro.

– Las once menos cuarto.

Somnoliento yo vacilaba allí. Ahora miraba con desaliento mis botines opacos, donde se habían roto los hilos de un remiendo, dejando ver un trozo de media por la hendidura.

En tanto el adolescente colgó su sombrero en la percha. y con un gesto de fatiga arrojó los guantes de cuero encima de una silla. Volví a mirarle de reojo, pero aparté la vista de él porque vi que me observaba.

Vestía irreprochablemente, y desde el rígido cuello almidonado, hasta los botines de charol con polainas color de crema, se reconocía en él al sujeto abundante en dinero.

Sin embargo, no sé por qué se me ocurrió:

"Debe tener los pies sucios."

Sonriendo con una sonrisa mentirosa volvió el rostro y un mechón de su cabellera se le desparramó por la mejilla hasta cubrirle el lóbulo de una oreja. Con voz suave y examinándome al soslayo con su mirada pesada, dijo:

– Parece que está cansado usted, ¿no?

– Sí, un poco.

Quitóse el sobretodo cuyo forro de seda brilló en los dobleces. Cierta fragancia grasienta se desprendía de su ropa negra, y repentinamente inquieto lo consideré; después, sin conciencia de lo que decía, le pregunté:

– ¿No tiene la ropa sucia, usted?

El otro me adivinó en el sobresalto, mas atinó la respuesta:

– ¿Le ha hecho daño que lo despertara así?

– No, ¿por qué me iba a hacer mal?

– Es decir, joven. A algunos les hace daño. En el internado tenía un amiguito que cuando lo despertaban bruscamente, le daba un ataque de epilepsia.

– Un exceso de sensibilidad.

– Sensibilidad de mujer, diga usted, ¿no le parece, joven?

– ¿Así que su amiguito era un hiperestésico? Pero vea, che, haga el favor, abra esa puerta, porque yo me asfixio. Que entre un poco de aire. Hay olor de ropa sucia aquí.

El intruso frunció ligeramente el ceño… Se dirigió a la puerta, pero antes de llegar a ella unas cartulinas le cayeron del bolsillo del saco al suelo.

Apresurado, se inclinó para recogerlas, y me acerqué a él.

Entonces vi: eran todas fotografías del hombre y la mujer, en las distintas formas de la cópula.

El rostro del desconocido estaba purpurino. Balbuceó:

– No sé cómo están en mi poder, eran de un amigo.

No le respondí.

De pie, junto a él, miraba con obstinación terrible un grupo. Él dijo no sé qué cosas. Yo no le escuchaba. Miraba alucinado una fotografía terrible. Una mujer postrada ante un faquin innoble, con gorra de visera de hule y un elástico negro arrollado sobre el vientre.

Volví el rostro al mancebo.

Ahora estaba pálido, las pupilas voraces dilatadísimas, y en los párpados ennegrecidos rebrillante una lágrima. Su mano cayó sobre mi brazo.

– Déjame aquí, no me eches.

– Entonces usted… vos sos…

Arrastrándome me empujó al borde del lecho y se sentó a mis pies.

– Sí, soy así, me da por rachas.

Su mano se apoyaba en mi rodilla.

– Me da por rachas.

Era profunda y amarga la voz del adolescente.

– Sí, soy así… me da por rachas.

Una pena miedosa temblaba en su voz. Después su mano cogió mi mano y la puso de canto sobre su garganta para apretármela con el mentón. Habló en voz muy baja, casi un soplo.

– ¡Ah, si hubiera nacido mujer. ¿Por qué será así esta vida?

En las sienes me batían las venas terriblemente.

Él me preguntó: -¿Cómo te llamas?

– Silvio.

– ¿Decime, Silvio, no me despreciás?… pero no… vos no tenés cara… ¿cuántos años tenés?

Enronquecido le contesté:

– Dieciséis… ¿pero estás temblando?…

– Sí… querés… vamos…

De pronto le vi, sí, le vi… En el rostro congestionado le sonreían los labios… sus ojos también sonreían con locura… y súbitamente, en la precipitada caída de sus ropas, vi ondular la puntilla de una camisa sucia sobre la cinta de carne que en los muslos dejaban libre largas medias de mujer.

Lentamente, como en un muro blanqueado de luna, pasó por mis ojos el semblante de imploración de la niña inmóvil junto a la verja negra. Una idea fría -si ella supiera lo que hago en este momento- me cruzó la vida.

Más tarde me acordaría siempre de aquel instante. Retrocedí huraño, y mirándolo, le dije despacio:

– Andate.

– ¿Qué?

Más bajo aún le repetí:

– Andate.

– Pero…

– Andate, bestia. ¿Qué hiciste de tu vida?… ¿de tu vida?…

– No… no seas así…

– Bestia… ¿Qué hiciste de tu vida?

Y yo no atinaba a decirle en ese instante todas las altas cosas, preciosas y nobles que estaban en mí, y que instintivamente rechazaban su llaga.

El mancebo retrocedió. Encogía los labios mostrando los colmillos, luego se sumergió en el lecho, y mientras yo vestido entraba a mi cama, él, con los brazos en asa bajo la nuca, comenzó a cantar:

Arroz con leche,

me quiero casar.

Lo miré oblicuamente, luego, sin cólera, con una serenidad que me asombraba, le dije:

– Si no te callás, te rompo la nariz.

– ¿Qué?

– Sí, te rompo la nariz.

Entonces volvió el rostro a la pared. Una angustia horrible pesó en el aire confinado. Yo sentía la fijeza con que su pensamiento espantoso cruzaba el silencio. Y de él sólo veía el triángulo de cabello negro recortando la nuca, y después el cuello blanco, redondo, sin acusar tentaciones.

No se movía, pero la fijeza de su pensamiento se aplastaba… se modelaba en mí… y yo alelado pemanecía rígido, caído en el fondo de una angustia que se iba solidificando en conformidad. Y a momentos lo espiaba con el rabillo del ojo.

De pronto su colcha se movió, y quedaron al descubierto sus hombros, sus hombros lechosos que surgían del arco de puntilla que sobre las clavículas le hacía la camisa de batista…

Un grito suplicante de mujer estalló en el pasillo al cual daba mi habitación:

– No… no… por favor…

Y el sordo choque de un cuerpo sobre el muro, me arqueó el alma sobre el espanto primero, cavilé un instante, después salté del lecho y abrí la puerta en el preciso instante que la puerta de la pieza frontera se cerraba.

Me apoyé en el marco. De la vecina habitación, no surgía nada. Me volví dejando la puerta abierta, sin mirar al otro, apagué la luz y me acosté…

En mí había ahora una seguridad potente. Encendí un cigarrillo y le dije a mi compañero de albergue:

– Che, ¿quién te enseñó esas porquerías?

– Con vos no quiero hablar… sos un malo…

Me eché a reír, luego grave continué:

– En serio, che ¿sabés que sos un tipo raro? ¡Qué raro que sos! En tu familia, ¿qué dicen de vos? ¿Y esta casa? ¿Te fijaste en esta casa?

– Sos un malo.

– Y vos un santo, ¿no?

– No, pero sigo mi destino… porque yo no era así antes, ¿sabés?, yo no era así…

– ¿Y quién te hizo así, entonces?

– Mi maestro, porque papá es rico. Después que aprobé el cuarto grado, me buscaron un maestro para que me preparara para el primer año del Nacional. Parecía un hombre serio. Usaba barba, una barba rubia puntiaguda y lentes. Tenía los ojos casi verdes de azules. A vos te cuento todo eso porque…

– ¿Y?…

– Yo no era así antes… pero él me hizo así… Después, cuando él se iba, yo salía a buscarlo a su casa. Tenía entonces catorce años. Vivía en un departamento de la calle Juncal. Era un talento. Fíjate que tenía una biblioteca grande como estas cuatro paredes juntas. También era un demonio, ¡pero cómo me quería! Yo iba a su casa, el mucamo me hacía pasar al dormitorio… fijate que me había comprado todas las ropas de seda y vainilladas. Yo me disfrazaba de mujer.

– ¿Cómo se llamaba?

– Para qué querés saber el nombre… Tenía dos cátedras en el Nacional y se mató ahorcándose…