Lowe se pasó los siguientes minutos hablando con sus homólogos de Flowerdown e Islandia intentando trazar las coordenadas y determinar la situación del transmisor. Por desgracia, la comunicación fue breve, y el punto sólo pudo determinarse de forma terriblemente imprecisa. En realidad, todo lo más que le fue posible hacer a Lowe fue situarlo en una zona oriental de Inglaterra más bien extensa: comprendía todo el territorio de Suffolk y de los condados de Cambridge y Lincoln. Probablemente no sería mucha ayuda, pero al menos era algo.

Lowe rebuscó entre los papeles de su mesa hasta encontrar el número de Vicary en Londres y luego descolgó su teléfono de seguridad.

Las condiciones atmosféricas sobre el norte de Europa hacían virtualmente imposibles las comunicaciones de onda corta entre las islas Británicas y Berlín. Como consecuencia de ello, el centro de radio de la Abwehr se alojó en el sótano de una gran mansión del suburbio hamburgués de Wohldorf, doscientos cuarenta kilómetros al noroeste de la capital alemana.

Cinco minutos después de que el radiotelegrafista del U-509 transmitiera su mensaje al BdU del norte de Francia, el oficial de guardia en el BdU envió a Hamburgo un breve comunicado. El oficial de guardia en Hamburgo era un veterano de la Abwehr llamado capitán Schmidt. Registró el mensaje, efectuó una llamada con carácter prioritario a la sede de la Abwehr en Berlín, por la línea de seguridad, e informó del desarrollo de los acontecimientos al teniente Werner Ulbricht. Schmidt dejó luego la mansión y anduvo calle abajo hasta un hotel cercano, desde donde hizo una segunda llamada, esa vez a Berlín. No quiso hacer esa llamada desde las líneas del puesto de la Abwehr, todas ellas intervenidas, porque el número que dio a la telefonista era el del despacho del general de brigada Walter Schellenberg en Prinz Albrechtstrasse. Schmidt había tenido la desgracia de que Schellenberg descubriera que estaba disfrutando en Hamburgo de una inconfesable aventura más bien fantástica con un joven de dieciséis años. Para evitar que aquello saliera a la luz, Schmidt se mostró más que dispuesto a trabajar para Schellenberg. Cuando le dieron la comunicación, Schmidt habló con uno de los innumerables ayudantes de Schellenberg -el general cenaba fuera aquella noche- al que informó de la noticia.

Cosa rara, Kurt Vogel había decidido pasar la noche en su pisito, situado a unas manzanas de distancia de Tirpitz Ufer. Ulbricht le llamó por teléfono y le informó de que Horst Neumann se había puesto en contacto con el submarino y que ya abandonaba Inglaterra. Al cabo de cinco minutos, Vogel salía por la puerta frontal del edificio y se dirigía a pie, bajo la lluvia, a Tirpitz Ufer.

Al mismo tiempo Walter Schellenberg se ponía en comunicación con su despacho y le informaban de los acontecimientos de Gran Bretaña. Telefoneó entonces al Reichsführer Heinrich Himmler y le puso al corriente. Himmler ordenó a Schellenberg que se trasladara a Prinz Albrechtstrasse; iba a ser una noche muy larga ydeseaba estar acompañado. Sucedió, pues, que Schellenberg y Vogel llegaron exactamente al mismo tiempo a sus respectivos despachos y se acomodaron dispuestos a esperar.

El punto por el que los aliados desembarcarían en Francia. La vida del almirante Canaris.

Lo cual dependía del comunicado de un par de espías en plena huida del MI-5.

53

Hampton Sands (Norfolk)

Martin Colville abrió la puerta del granero empujándola con el cañón de la escopeta. Neumann, que aún estaba de pie junto a la radio, oyó el ruido. Mientras Colville entraba, Neumann sacó su Mauser. Colville vio que trataba de empuñar el arma. Se echó la escopeta a la cara y disparó. Neumann se apartó de la trayectoria del disparo arrojándose al suelo del granero y rodando sobre si mismo. La detonación de la escopeta en el reducido ámbito del granero resultó ensordecedora. La radio se desintegró.

Colville apuntó a Neumann por segunda vez. Boca arriba, Neumann se incorporó sobre los codos sosteniendo la Mauser con ambas manos. Sean Dogherty se adelantó, al tiempo que gritaba a Colville que se estuviera quieto. Colville dirigió el cañón de la escopeta hacia Dogherty y apretó el gatillo. El disparo alcanzó a Dogherty en el pecho, le levantó en peso y lo despidió hacia atrás como un muñeco de trapo. La sangre salió a borbotones de la herida mientras caía de espaldas. Murió en cuestión de segundos.

Neumann hizo fuego y el proyectil se hundió en el hombro de Colville y lo hizo girar en redondo. Catherine había sacado ya su Mauser.La empuñaba con ambas manos y apuntó a la cabeza de Colville. Hizo dos rápidos disparos. El silenciador hizo que las detonaciones sólo produjeran un «plof» apagado. La cabeza de Colville estalló y el hombre era cadáver antes de que su cuerpo tocara al suelo.

En su cama del primer piso de la casa, Mary Dogherty estaba medio sumida en un agitado duermevela cuando oyó el primer disparo de escopeta. Se sentó de golpe y saltó al suelo en el instante en que la segunda detonación hacía añicos la calma de la noche. Apartó la ropa de la cama y corrió escaleras abajo.

La casa estaba a oscuras, desiertos el salón y la cocina. Salió al exterior. La lluvia le azotó la cara. Se percató entonces de que sólo llevaba encima el camisón de franela. Reinaba el silencio, sólo se oía el ruido de la tormenta. Miró al otro lado del huerto y distinguió en el camino de entrada la silueta de una furgoneta desconocida. Se volvió hacia el granero y vio allí una luz.

– ¡Sean! -llamó, y echó a correr hacia el granero.

Iba descalza y sus pies notaron la frialdad embarrada del suelo. Pronunció varias veces más el nombre de Sean, mientras corría. La tenue claridad del rayo de luz que se escapaba por el hueco de la puerta abierta del granero iluminaba una caja de cartuchos de escopeta caída en el suelo.

Al entrar, se quedó boquiabierta. Un grito se le inmovilizó en la garganta, como si se negara a salir. Lo primero que vio fue el cuerpo de Martin Colville tendido en el suelo a unos palmos de ella. Parte de la cabeza había volado y la sangre y los trozos de tejido sembraban el suelo a su alrededor. Las náuseas revolvieron el estómago de Mary.

Desvió su atención hacia el segundo cuerpo. Yacía boca arriba, con los brazos extendidos. En la muerte, sin que se supiera cómo, los tobillos se habían cruzado dando la impresión de que el hombre descabezaba un sueño. La sangre le oscurecía el rostro. Durante un fugaz segundo Mary se permitió la esperanza de que aquel muerto no fuera Sean. Luego se fijó en las botas altas y en el impermeable y supo que sí era él.

El grito que se le quedó suspendido en la garganta salió al aire.

– ¡Oh, Sean! -chilló Mary-. ¡Oh, Dios mío, Sean! ¿Qué has hecho?

Levantó la mirada y vio a Horst Neumann erguido sobre el cadáver de Sean, con una pistola en la mano. A unos metros del agente, Mary vio a una mujer que le apuntaba a la cabeza con una pistola.

Mary volvió a mirar a Neumann y chilló:

– ¿Hiciste tú esto? ¿Has sido tú?

– Fue Colville -repuso Neumann-. Entró aquí con el arma escupiendo fuego. Sean se puso en medio. Lo siento, Mary.

– No, Horst, puede que Martin apretase el gatillo, pero fuiste tú quien le hizo esto a Sean. No hay error. Tú y tus amigos de Berlín… ustedes son los que han acabado con él.

Neumann no dijo nada. Catherine seguía inmóvil, sin apartar el punto de mira de la Mauser de la cabeza de Mary. Neumann se le acercó, asió el arma y la bajó en silencio hasta dejarla encañonando el suelo.

En la oscuridad del prado, Jenny Colville se acercó al granero por un lado, oculta a la vista. Se agachó contra la pared exterior, con la lluvia restallando contra su impermeable, y escuchó la conversación que mantenían dentro.

Oyó la voz del hombre al que conocía como James Porter, aunque Mary le había llamado de otra manera, algo parecido a Horse. «Fue Colville. Sean se puso en medio. Lo siento, Mary»

Luego oyó la voz de Mary. Había subido un tono y en ella vibraba la cólera y el dolor. «Fuiste tú quien le hizo esto a Sean… Tú y tus amigos de Berlín.»

Jenny esperó oír la voz de su padre; esperó oír la voz de Sean. Nada. Supo entonces que ambos habían muerto.

«Tú y tus amigos de Berlín.»

Jenny pensó: «¿Qué estás diciendo, Mary?».

Y entonces todo se centró en su cerebro, como piezas de un rompecabezas que encajaran de pronto en su sitio; Sean en la playa aquella noche, la súbita aparición del hombre llamado James Porter, la advertencia de Mary aquella misma tarde: «No es lo que aparenta. No es para ti, Jenny».

Jenny no comprendió entonces lo que Mary trataba de decirle, pero ahora pensaba que sí lo entendía. El hombre que para ella se llamaba James Porter era un espía alemán. Y eso significaba que Sean también era un espía de los alemanes. El padre de Jenny debió de descubrirlos y se enfrentó a ellos. Y ahora yacía muerto en el suelo del granero de Sean Dogherty.

Jenny deseó ponerse a gritar. Notó que las lágrimas brotaban de sus ojos y se le deslizaban por las mejillas. Se llevó las manos a la boca para ahogar los sollozos. Se había enamorado de él, pero él le había mentido, se aprovechó de ella, era un espía alemán; probablemente acababa de matar a Martin Colville, a su padre.

Hubo movimiento dentro del granero, acompañado de un breve intercambio de instrucciones en voz baja, que Jenny no pudo entender. Oyó la voz del espía alemán y oyó una voz de mujer que no pertenecía a Mary. Luego vio al espía salir del granero y echar a andar por el camino, con una linterna en la mano. Se dirigía al punto donde estaban las bicicletas. Si las encontraba, comprendería que también ella estaba allí.

Y volvería para buscarla.

Jenny se esforzó en respirar despacio, regularmente, para pensar con claridad.

Diversas emociones empezaron a agitarla. Estaba aterrada, le enfermaba pensar que su padre y Sean habían muerto. Pero, por encima de todo, estaba furiosa. Le habían mentido y traicionado. Y ahora se sentía incitada por un deseo abrumador: deseaba que los cogieran y deseaba que los castigasen.

Jenny sabía que si el alemán la encontraba, ella no podría hacer absolutamente nada.

¿Pero qué hacer? Podría intentar llegarse corriendo al pueblo. En el hotel y en la taberna tenían teléfono. Podría ponerse en contacto con la policía, y la policía podría presentarse y arrestarlos.

Pero el pueblo era precisamente el primer sitio donde los espías la buscarían. Desde la casa de los Dogherty sólo había un modo directo de ir al pueblo: cruzando el puente por la parte de la iglesia de St. John. Jenny sabía que les sería muy fácil cogerla.