Dogherty apagó la radio. ¿Era posible que los dos sospechosos del tiroteo de Earl’s Court fuesen Neumann y el otro agente? ¿Se encontraban ahora huyendo del MI-5 y de la mitad de la policía de Gran Bretaña? ¿Se dirigían a Hampton Sands o iban hacia otra parte dejándolo a él abandonado allí? Luego se preguntó: «¿Saben los británicos que yo también soy espía?».

Subió al primer piso, puso una muda de ropa en una bolsa de lona y descendió de nuevo a la planta baja. Fue al granero, cogió la escopeta e introdujo un par de cartuchos en la recámara.

Dogherty regresó a la casa, se sentó junto a la ventana y aguardó. Casi había abandonado la esperanza cuando vio las luces veladas de los faros, que avanzaban por la carretera rumbo a la casita. Al entrar la furgoneta en el patio, Dogherty distinguió a Neumann al volante. Una mujer ocupaba el asiento contiguo del pasajero.

Dogherty se levantó y se puso el impermeable y el sombrero. Encendió la lámpara de queroseno, recogió la escopeta y salió bajo la lluvia.

Martin Colville se examinó la cara en el espejo: nariz rota, ojos amoratados, labios hinchados y una contusión en la parte derecha del rostro.

Pasó a la cocina y se sirvió las últimas y preciosas gotas de whisky que quedaban en una botella. Hasta el último instinto anidado en el cuerpo de Colville le recalcaba que en el hombre llamado James Porter había algo turbio. No creía que fuese un soldado británico herido. No creía que fuese una antigua amistad de Sean Dogherty. No creía que hubiese ido a Hampton Sands para disfrutar del aire del océano.

Se tocó el maltratado semblante, al tiempo que pensaba: «Nadie me ha hecho una cosa así en la vida y no voy a permitir que ese hijo de puta se vaya de rositas».

Colville se engulló el whisky de un trago y luego depositó el vaso y la botella en el fregadero. Oyó fuera el ruido sordo de un motor. Se acercó a la puerta y echó un vistazo. Una furgoneta pasó por delante. Colville vislumbró a James Porter tras el volante y a una mujer en el asiento de al lado.

Cerró la puerta y se preguntó: «¿Qué demonios hace conduciendo a estas horas de la noche? ¿Y de dónde ha sacado la furgoneta?».

Decidió averiguarlo por su cuenta. Entró en la sala de estar y bajó la escopeta calibre doce colgada encima de la repisa de la chimenea. Los cartuchos estaban en el cajón del aparador de la cocina. Lo abrió y estuvo rebuscando entre el desorden que había allí hasta dar con la cajita. Salió de la casa y montó en la bicicleta.

Instantes después, Colville pedaleaba bajo la lluvia, con la escopeta cruzada encima del manillar, en dirección a la casa de Dogherty.

Arriba, en su dormitorio, Jenny Colville oyó abrirse y cerrarse la puerta principal. Luego oyó el ruido de un vehículo que pasaba por delante, algo poco habitual a aquella hora de la noche. Cuando oyó abrirse y cerrarse la puerta por segunda vez, Jenny se alarmó. Se levantó de la cama y cruzó la alcoba. Apartó la cortina de la ventana a tiempo de ver a su padre dándole a los pedales a través de la oscuridad.

Golpeó el cristal de la ventana, pero en vano. En cuestión de segundos, su padre había desaparecido.

Jenny no llevaba encima más que el camisón de franela. Se lo quitó, se puso un par de pantalones y un jersey y bajó la escalera. Tenía las botas de caña alta junto a la puerta. Se las calzó y observó que la escopeta que normalmente colgaba encima de la chimenea no estaba en su sitio. Miró dentro de la cocina y vio abierto el cajón donde se guardaban los cartuchos. Se puso rápidamente el impermeable y salió de la casa.

Anduvo a tientas en medio de la oscuridad hasta que encontró la bicicleta apoyada en el muro lateral de la casa. La empujó sendero adelante, subió al sillín y pedaleó detrás de su padre, rumbo a la casa de Dogherty. Iba pensando: «Quiera Dios que pueda detenerle antes de que muera alguien esta noche».

Sean Dogherty abrió la puerta del granero y los condujo al interior, tras la luz de la lámpara de queroseno. Se quitó el sueste, el sombrero de marino para la lluvia, se desabotonó el impermeable y luego miró a Neumann y a la mujer.

– Sean Dogherty, te presento a Catherine Blake -dijo Neumann-. Sean solía estar con un grupo que se llama Ejército Republicano Irlandés, pero lo tenemos prestado para esta guerra. Catherine trabaja también para Kurt Vogel. Lleva viviendo en Inglaterra, bajo una cobertura bastante segura, desde 1938.

Catherine tuvo una sensación extraña al oír la referencia a su historial y trabajo expresada de modo tan indiferente. Después de tantos años ocultando su identidad, después de todas las precauciones, después de todas las angustias, costaba trabajo imaginar que aquello estaba a punto de concluir.

Dogherty miró a la mujer y luego a Neumann.

– La BBC se ha pasado la noche radiando avances informativos acerca de una batalla a tiro limpio en Earl’s Court. Supongo que vosotros habéis estado metidos en ese fregado.

Neumann asintió.

– No eran miembros corrientes de la policía de Londres. MI-5 y Sección Especial, diría yo. ¿Qué ha dicho la radio?

– Que matasteis a dos de ellos y heristeis a otros tres. Han montado una búsqueda a escala nacional y piden la colaboración ciudadana. Probablemente en estos momentos la mitad del país está revolviéndolo todo tratando de localizarlos. Me sorprende que hayan podido llegar hasta aquí.

– Nos hemos mantenido fuera de las grandes ciudades. Parece que eso funciona. Hasta ahora no hemos visto ningún policía por las carreteras.

– Bueno, eso no durará mucho. Pueden estar seguros.

Neumann consultó su reloj de pulsera: pasaban unos minutos de la medianoche. Tomó la lámpara de queroseno de Sean y la puso encima de la mesa de trabajo. Sacó del armario el aparato de radio y lo encendió.

– El submarino patrulla por el mar del Norte. Cuando reciba nuestra señal navegará hasta situarse a diez millas al este de Spurn Head y permanecerá allí hasta las seis de la mañana. Si no nos presentamos, se alejará de la costa y esperará nuestras noticias.

– ¿Y cómo vamos a ir exactamente a diez millas al este de Spurn Head? -preguntó Catherine.

Dogherty dio un paso al frente.

– Hay un compadre que se llama Jack Kincaid. Tiene un pequeño barco de pesca amarrado a un embarcadero del río Humber. -Dogherty desplegó un viejo mapa de antes de la guerra del servicio de topografía y cartografía-. En una ciudad que se llama Cleethorpes. Está a unos ciento sesenta kilómetros, costa arriba. En una noche tan sucia como esta y con el oscurecimiento por enemigo, va a ser un viajecito de todos los demonios. Kincaid vive en el puerto, tiene un piso encima de un garaje. Ayer hablé con él. Sabe que vamos ya.

– Si nos ponemos en marcha ahora -asintió Neumann-, tendremos unas cuatro o cinco horas de viaje. Opino que podemos hacerlo esta noche. La próxima oportunidad de cita con el submarino no se producirá hasta dentro de tres días. No me entusiasma la idea de pasarme tres días escondiéndome mientras toda la policía de Gran Bretaña anda buscándonos como locos. Propongo que nos vayamos esta noche.

Catherine inclinó la cabeza. Neumann se colocó los auriculares y sintonizó la radio a la frecuencia adecuada. Envió una señal de identificación y esperó la respuesta. Unos segundos después el radiotelegrafista del submarino indicó a Neumann que continuase. El agente respiró hondo, transmitió el mensaje meticulosamente, cortó la comunicación y desconectó la radio.

– Queda una cosa más -dijo. Se volvió hacia Dogherty-. ¿Vienes con nosotros?

Dogherty dijo que sí con la cabeza.

– Ya lo he hablado con Mary. Está de acuerdo conmigo. Me iré a Alemania con vosotros; luego Vogel y sus amigos pueden ayudarme a hacer el viaje de vuelta a Irlanda. Mary se dirigirá allí cuando yo haya llegado. Tenemos amigos y familiares que se harán cargo de nosotros en tanto nos establecemos. Estaremos bien.

– ¿Cómo se lo ha tomado Mary?

El rostro de Dogherty se endureció con un fruncimiento de cejas, a la vez que apretaba los labios. Neumann comprendió que era muy probable que Mary y él no volvieran a verse nunca más. Neumann alargó el brazo hacia la lámpara de queroseno, apoyó una mano en el hombro de Dogherty y dijo:

– En marcha.

De pie sobre la bicicleta, con la respiración entrecortada a causa del esfuerzo, Martin Colville vio una luz encendida dentro del granero de Dogherty. Dejó la bicicleta junto a la carretera, cruzó silenciosamente el prado y se agazapó a la entrada del granero. Aguzó el oído para distinguir, por encima del restallar líquido de la lluvia, las palabras de la conversación que mantenían en el interior.

Era increíble.

Sean Dogherty… colaborador de los nazis. El individuo llamado James Poner… agente alemán. ¡Un nido de espías que operaba allí,en Hampton Sands!

Colville forzó el oído para enterarse de más detalles. Planeaban conducir costa arriba hasta el condado de Lincoln y coger allí una embarcación para navegar al encuentro de un submarino. Colville notó que el corazón le daba un vuelco en el pecho y que se le aceleraba la respiración. Hizo un esfuerzo para calmarse y pensar con claridad.

Tenía dos opciones: retirarse, volver al pueblo y alertar a las autoridades, o irrumpir en el granero y ponerlos a todos bajo custodia por su cuenta. Cada una de aquellas alternativas tenía sus desventajas. Si iba en busca de ayuda, lo más probable era que los espías se hubiesen marchado cuando él estuviese de vuelta. En la costa de Norfolk contaban con pocos policías, apenas los suficientes para montar una búsqueda. Si actuaba solo, se encontraría en inferioridad numérica. Observó que Dogherty llevaba su escopeta y dio por supuesto que los otros dos también iban armados. Con todo, la ventaja de la sorpresa era suya.

Le gustaba la segunda opción por otro motivo: disfrutaría del placer de ajustarle personalmente las cuentas a aquel tipo alemán que decía llamarse James Porter. Colville comprendió que debía entrar en acción y hacerlo rápidamente. Abrió la caja de cartuchos, tomó dos y los introdujo en la recámara de su vieja escopeta de calibre doce. Nunca había encañonado con aquel arma a nada más amenazador que una perdiz o un faisán. Se preguntó si tendría agallas para apretar el gatillo con la escopeta apuntando a un ser humano.

Se irguió y avanzó un paso hacia la puerta.

Jenny pedaleó hasta que le ardieron las piernas: atravesó el pueblo, dejó atrás la iglesia y el cementerio, pasó por encima de la ría. Saturaba el aire el sordo fragor de la tormenta y el ajetreo del oleaje. La lluvia le azotaba el rostro y las ráfagas de viento casi parecían salirse con la suya y derribarla contra el suelo.