Jenny vio la bicicleta de su padre sobre la hierba, junto a la carretera y se detuvo al llegar a ella. ¿Por qué la había dejado allí? ¿Por qué no llegó montado hasta la casa?

Creyó adivinar la respuesta. Sin duda intentaba llegar subrepticiamente, sin ser visto.

Y entonces oyó la detonación de una escopeta disparada en el granero de Sean. Jenny soltó un grito, saltó de la bicicleta y la dejó caer al lado de la de su padre. Corrió por el prado, al tiempo que pensaba: «Dios mío, no permitas que muera, por favor. No permitas que muera».

52

Scarborough (Inglaterra)

Aproximadamente a ciento sesenta kilómetros al norte de Hampton Sands, Charlotte Endicott entraba pedaleando en su bicicleta en el pequeño recinto exterior, cubierto de gravilla, de la estación de escucha del Servicio Y. El trayecto desde su aposento en una abarrotada casa de huéspedes de la ciudad había sido atroz: durante todo el camino, el viento y la lluvia no cesaron de vapulearla. Helada y calada hasta los huesos, se apeó y dejó la bicicleta en el soporte común, junto a las otras.

Gemía el viento al filtrarse sus ráfagas entre las tres enormes antenas rectangulares erguidas en lo alto de los acantilados que dominaban el mar del Norte. Charlotte Endicott las miró, balanceándose visiblemente, mientras cruzaba apresuradamente el recinto. Abrió la puerta del barracón y entró antes de que el viento volviera a cerrarla violentamente.

Disponía de unos minutos antes de que empezara su turno. Se quitó el impermeable y el sombrero y los colgó en la desvencijada percha del rincón. Hacía frío dentro del barracón, surcado por multitud de corrientes de aire y construido con vistas a que lo funcional privase sobre lo confortable. A pesar de todo, tenía cantina. Charlotte entró en ella, se sirvió una taza de té, tomó asiento en una de las mesitas y encendió un cigarrillo. Una costumbre repelente, se daba perfecta cuenta de ello, pero si una podía trabajar como un hombre también podía fumar como tal. Además, le daba un aire de mujer provocativa, sensual, cosmopolita, un poco mayor de los veintitrés años que tenía. Y eso le encantaba. También se había hecho adicta a las cosas malditas. El trabajo era agobiante, el horario brutal y la vida en Scarborough resultaba espantosamente aburrida. Pero disfrutaba de ella hasta el último segundo.

Sólo hubo una temporada que le fue verdaderamente odioso, la de la Batalla de Inglaterra. Durante aquellos largos y terribles combates aéreos, las jóvenes del Servicio Femenino de la Armada Real en Scarborough escuchaban las voces y comentarios de los pilotos británicos y alemanes en sus carlingas. Una vez, Charlotte oyó a un chico inglés llorar y llamar a su madre mientras el ametrallado Spitfire que pilotaba se precipitaba en el mar. Cuando perdió contacto con él, Charlotte salió fuera y vomitó. Se alegraba de que aquellos días hubiesen acabado ya.

Alzó la mirada hacia el reloj. Casi medianoche. Hora de ponerse a trabajar. Se levantó y se alisó el mojado uniforme. Dio una última calada al cigarrillo -estaba prohibido fumar en la madriguera- y lo aplastó en el cenicero metálico rebosante de colillas. Salió de la cantina y se dirigió a la sala de operaciones. Mostró al guardia la placa de identificación. El hombre la escrutó minuciosamente, a pesar de que ya la había visto cien veces, y se la devolvió. con una sonrisa más prolongada de lo necesario. Charlotte sabía que era atractiva, pero allí no había lugar para aquella clase de cosas. Empujó la puerta, entró en la madriguera y ocupó su puesto habitual.

Experimentó un breve escalofrío… como siempre.

Contempló durante un momento los cuadrantes luminosos de su receptor superheterodino de comunicaciones RCA AR-88 y luego se colocó los auriculares. Los cristales de cuarzo reductores de interferencias del RCA le permitían controlar las transmisiones en morse que los alemanes enviaban a través del norte de Europa. Sintonizó el receptor en la banda de frecuencias que le habían destinado para patrullar aquella noche y se puso a la escucha.

Los transmisores germanos eran los radiotelegrafistas más rápidos del mundo. Charlotte identificaba a muchos de ellos casi automáticamente por su estilo personal, por lo que se llamaba toque o caligrafía. Ella y sus compañeras los conocían por los apodos que les asignaron: Wagner, Beethoven, Zeppelin.

Charlotte no tuvo que esperar mucho la primera oportunidad de entrar en acción.

Apenas unos minutos después de medianoche captó una tromba de señales en morse de toque desconocido. La cadencia era irregular, el paso lento e inseguro. Un aficionado, pensó Charlotte, alguien que no solía utilizar mucho la radio. Desde luego, no era ninguno de los profesionales del BdU, el cuartel general de la Kriegsmarine. Rápidamente, registró la transmisión en el oscilógrafo -aparato que convertiría la huella radiada en una señal llamada Tina - y escribió frenéticamente en una hoja de papel el mensaje en morse. Cuando el aficionado terminó, Charlotte oyó otra ráfaga en clave, por la misma frecuencia. El segundo radiotelegrafista no era ningún aficionado; tanto Charlotte como las otras miembros del Servicio Femenino de la Armada Real británica lo habían oído transmitir antes. Lo apodaban Fritz. Era el radiotelegrafista de un submarino. Con idéntica rapidez, Charlotte transcribió también aquel mensaje.

A la transmisión de Fritz siguió una respuesta tecleada de modo chapucero y después se cortó la comunicación. Charlotte se quitó los auriculares, arrancó el papel que había grabado el oscilógrafo y cruzó la sala. Normalmente se hubiera limitado a pasar las transmisiones en morse de los mensajes aun correo, un motorista que a su vez las llevaría a Bletchley Park para que las descodificaran. Pero había algo fuera de lo corriente en aquella comunicación, Charlotte lo notó en el toque de los radiotelegrafistas: Fritz a bordo de un submarino, un aficionado en alguna otra parte. Sospechaba qué era, pero tendría que convertirlo en un condenado caso convincente. Se presentó al supervisor de noche, un hombre pálido y de aspecto agotado que se llamaba Lowe. Charlotte dejó las transcripciones y el oscilograma encima de su mesa. El hombre levantóla cabeza y miró a Charlotte, con expresión burlona.

– Puede que me equivoque de medio a medio -dijo Charlotte. Puso en su voz la máxima carga de tono autoritario que logró reunir-, pero creo que acabo de oír a un espía alemán poniéndose encontacto con un submarino que merodea por las cercanías de la costa.

El Kapitänleutnant Max Hoffmann no se acostumbraría jamás al hedor del submarino que lleva largo tiempo sumergido: sudor, orina, grasa de los motores Diesel, patatas, semen. El acoso que sufría su pituitaria era tan feroz que de mil amores hubiera preferido estar en la torreta, en medio de una tempestad a seguir encerrado allí dentro.

De pie en el puente del U-509, notaba bajo los pies la vibración de los motores eléctricos mientras navegaban repitiendo una y otra vez aquel monótono círculo a veinte millas de la costa británica. Flotaba en la atmósfera del submarino una tenue neblina que creaba un halo en torno a toda luz encendida. Al tacto, las superficies eran frías y húmedas. Hoffmann se complacía en imaginar que era el rocío de una mañana de primavera, pero un simple vistazo a aquel estrecho mundo claustrofóbico le arrebataba instantáneamente tal fantasía.

Era una misión tediosa en extremo, allí prácticamente cruzadode brazos durante semanas y semanas, ante la costa británica, esperando a uno de los espías de Canaris. De toda la tripulación de Hoffmann, el único que conocía el verdadero objetivo de la misión era el primer oficial. El resto de los hombres probablemente lo sospechaban, puesto que no emprendían patrulla alguna. Dado el alto índice de bajas que sufría la Ubootewaffe -cerca del noventa por ciento-, Hoffmann y su equipo podían considerarse condenadamente afortunados por haber sobrevivido hasta entonces.

El primer oficial se presentó en el puente, con cara muy seria y una hoja de papel en la mano. Hoffmann le miró, deprimido al pensar que seguramente tendría el mismo mal aspecto de su subalterno: ojos hundidos, mejillas chupadas, la palidez grisácea del submarinista, la barba descuidada porque disponían de muy poca agua fresca para derrocharla afeitándose.

– Nuestro hombre en Gran Bretaña -dijo el primer oficial-ha salido por fin a la superficie. Le gustaría que le lleváramos a casa esta noche.

Hoffmann sonrió, al tiempo que pensaba: «Por fin. Lo recogeremos y volveremos a Francia en busca de una buena comida y unas sábanas limpias».

– ¿Qué hay del último parte meteorológico? -preguntó.

– Nada bueno, herr Kaleu -repuso el primer oficial, empleando la acostumbrada forma diminutiva de kapitänleutnant-. Fuertes lluvias, vientos del noroeste de cuarenta y cinco kilómetros por hora, mar de diez a doce.

– ¡Dios mío! Y probablemente irá en un bote de remos… si tenemos suerte. Prepare una fiesta de bienvenida y dispóngalo todo para emerger. Que el radiotelegrafista informe al BdU sobre nuestros planes. Establezca la ruta hacia el punto de encuentro. Subiré con los vigías. Me tiene sin cuidado el tiempo. -Hoffmann hizo una mueca-. Ya no aguanto más la puñetera peste que reina aquí.

– Sí, herr Kaleu.

El primer oficial emitió una serie de órdenes, que fueron repitiéndose entre los miembros de la tripulación. Dos minutos después, el U-509 salía a la borrascosa superficie del mar del Norte.

El sistema se denominaba Radiogoniometría de Alta Frecuencia, pero todo el mundo lo conocía como Uf Puf. Funcionaba conforme al principio de triangulación. La huella dactilar de radio creada por el oscilógrafo de Scarborough podía utilizarse para identificar el tipo de transmisor y su suministro de energía eléctrica. Si las estaciones del Servicio Y en Flowerdown e Islandia disponían también de oscilógrafos en funciones, los tres registros podrían utilizarse para establecer líneas orientativas de comportamiento -conocidas como «cortes»- que podían emplearse para localizar la situación del transmisor. A veces, Uf Puf determinaba con cierta exactitud la situación geográfica de la emisora, o sea, dentro de una superficie de quince kilómetros de radio. Pero lo normal era que el sistema resultara mucho menos preciso, de cincuenta a setenta y cinco kilómetros.

El jefe Lowe no creía que Charlotte Endicott estuviese equivocada de medio a medio. A decir verdad, opinaba que la muchacha había tropezado con algo de gran importancia. Anteriormente, aquella noche, un tal comandante Vicary, del MI-5, había enviado una alerta al Servicio Y, con la solicitud de que extremasen la vigilancia sobre ese tipo de cosas.