– No. Tú se lo impediste.

– ¿Han escapado?

– Sí. Pero les vamos pisando los talones.

Un dolor galopante se precipitó de pronto sobre Harry. Empezó a temblar y tuvo la sensación de que iba a vomitar de un momento a otro. Luego, el semblante de Vicary se convirtió en agua y Harry perdió el sentido.

50

Londres

Antes de que hubiera transcurrido una hora desde el desastre de Earl’s Court, Alfred Vicary ya había orquestado la mayor caza del hombre desencadenada en la historia del Reino Unido. Todas las comisarías de policía del país -desde Penzance hasta Dover, desde Portsmouth hasta Inverness- recibieron la descripción de los espías fugitivos de Vicary. Correos motociclistas enviados por Vicary llevaron fotografías a todas las ciudades, pueblos y aldeas próximas a Londres. A la mayoría de funcionarios relacionados con el caso se les notificó que los huidos eran sospechosos de cuatro asesinatos que se remontaban a 1938. Se informó discretamente a un puñado de oficiales de alta graduación que se trataba de un asunto de la máxima importancia, tan importante que el propio primer ministro verificaba personalmente el desarrollo de la cacería.

La Policía Metropolitana de Londres respondió con extraordinaria rapidez y apenas quince minutos después del primer aviso de Vicary ya había establecido controles en las principales arterias que salían de la ciudad. Vicary intentó cubrir toda posible vía de escape. El MI-5 y la policía de ferrocarriles patrullaron por las principales estaciones. También se facilitó la descripción de los sospechosos a los operarios y maquinistas de los transbordadores irlandeses.

A continuación, Vicary se puso en contacto con la BBC y solicitó hablar con el responsable de mayor categoría que en aquellos momentos se encontrase en la emisora. El principal boletín de noticias de la noche, el de las nueve, encabezó su programa con la noticia de un tiroteo que había tenido lugar en Earl’s Court y en el que dos oficiales de policía resultaron muertos y otros tres heridos. El reportaje incluía la descripción de Catherine Blake y de Rudolf y terminaba proporcionando un número de teléfono al que los ciudadanos podían llamar para dar información. Los teléfonos empezaron a sonar antes de cinco minutos. Las mecanógrafas transcribían todas las bienintencionadas comunicaciones, que luego se pasaban a Vicary. La mayor parte iban directamente a la papelera. Unas cuantas se investigaron. Ninguna facilitó la menor pista.

Vicary proyectó luego su atención sobre la rutas de escape que sólo un espía utilizaría. Se puso en contacto con la RAF y les pidió que estuvieran atentos a la posibilidad de cualquier avión ligero no identificado. Se puso en contacto con el Almirantazgo y les encareció que extremasen la vigilancia para detectar la presencia de cualquier submarino que se aproximara al litoral británico. Se puso en contacto con el servicio de guardacostas y les pidió que se mantuvieran al acecho para localizar cualquier pequeña embarcación que navegase hacia alta mar. Telefoneó al Servicio Y de controladores de radio y les pidió que aguzasen el oído y escuchasen atentamente toda transmisión inalámbrica sospechosa.

Vicary se levantó de la mesa y salió del despacho por primera vez en dos horas. Se había abandonado el puesto de mando de la calle West Halkin y su equipo había regresado sin prisas a la calle St. James. Sus integrantes estaban sentados en la zona común, fuera del despacho, como aturdidos supervivientes de una catástrofe natural, empapados, agotados, derrotados. Clive Roach permanecía solo, gacha la cabeza, cruzadas las manos. De vez en cuando, uno de los vigilantes le palmeaba en el hombro, le murmuraba al oído unas palabras de ánimo y se dirigía a su sitio en silencio. Peter Jordan paseaba. Tony Blair tenía fija en él una mirada feroz. No se oía más que el repiqueteo de los teletipos y el murmullo gorjeante de las telefonistas.

El silencio se interrumpió durante unos minutos cuando, a las nueve, entró en la sala Harry Dalton, con la cara y el brazo vendados.

Todo el mundo se levantó y se arremolinó a su alrededor: «Bien hecho, Harry, muchacho… mereces una medalla… nos mantienes vivos en el juego, Harry… todo habría acabado de no ser por ti…».

Vicary tiró de él y lo metió en el despacho.

– ¿No deberías estar tumbado descansando?

– Sí, pero prefiero estar aquí.

– ¿Cómo va ese dolor?

– No es tan malo. Me han dado un analgésico.

– ¿Aún tienes dudas acerca de cómo reaccionarías bajo el fuego enemigo, en el campo de batalla?

Harry se las arregló para esbozar una media sonrisa, bajó la vista y meneó la cabeza.

– ¿Ningún indicio todavía? -se apresuró a cambiar de tema. Vicary denegó con la cabeza.

– ¿Qué medidas has tomado?

Vicary le puso al corriente.

– Una acción intrépida. Presentarse Rudolf allí de aquella forma, para llevársela delante de nuestras narices. Tiene redaños el tío, no hay más remedio que reconocerlo. ¿Cómo se lo ha tomado Boothby?

– Todo lo bien que podía esperarse, más o menos. Ahora está arriba con el director general. Disponiendo mi ejecución, probablemente. Tenemos línea abierta con las Salas de Guerra Subterráneas y el primer ministro. El Viejo recibe informes minuto a minuto. Me gustaría tener algo que decirle.

– Has cubierto toda posible opción. Ahora no queda más que permanecer cruzados de brazos, sentaditos a la espera de que surja alguna novedad. Tienen que moverse por alguna parte. Y en cuanto lo hagan, nos echaremos encima de ellos.

– Quisiera poder compartir tu optimismo.

Harry hizo una mueca de dolor y de súbito pareció muy cansado.

– Voy a echarme un rato.

Salió despacio de la estancia.

– ¿Trabaja Grace Clarendon esta noche? -preguntó Vicary.

– Sí, me parece que sí.

Sonó el teléfono.

– ¡Sube en seguida, Alfred! -ordenó Boothby.

Brillaba la luz verde encima de la puerta de Boothby. Vicary entró y se encontró a sir Basil paseando y fumando sin parar. Se había quitado la chaqueta; llevaba el chaleco desabotonado y la corbata suelta. Con irritado movimiento de la mano señaló a Vicary una silla.

– Siéntate, Alfred -dijo-. Bueno, esta noche todas las luces deLondres están encendidas: Grosvenor Square, el cuartel general personal de Eisenhower en Hayes Lodge, las Salas de Guerra Subterráneas. Y todos quieren saber una cosa. ¿Sabe Hitler que va a ser en Normandía? ¿Ha muerto el desembarco antes de nacer?

– Evidentemente, aún no hay forma de saberlo.

– ¡Dios mío! -Boothby apagó el cigarrillo y encendió otro inmediatamente-. Dos oficiales de la Sección Especial muertos, otros dos más heridos. Doy gracias a Dios por Harry.

– Ahora está abajo. Tengo la seguridad de que le gustaría oírselo decir a usted en persona.

– No tenemos tiempo para andarnos con discursitos de ánimo, Alfred. Necesitamos pararles los pies y cuanto antes. No tengo que explicarte lo que nos estamos jugando.

– No, no tiene que explicármelo, sir Basil.

– El primer ministro quiere que se le ponga al corriente cada treinta minutos. ¿Hay alguna novedad que pueda transmitirle?

– Por desgracia, no. Tenemos cubiertas todas las vías de escape posibles. Me gustaría poder decirle que los hemos cogido, pero creo que sería una insensatez infravalorarlos. Nos lo han demostrado una y otra vez.

Boothby reanudó sus paseos por la estancia.

– Dos hombres muertos, tres heridos y dos espías enemigos en posesión de los conocimientos precisos para desenredar todo el ovillo de nuestro artificio. No hace falta decir que este es el peor desastre de la historia del departamento.

– La Sección Especial destinó a la operación las fuerzas que consideró necesarias para detener a esa mujer. Salta a la vista que cometió un error de cálculo.

Boothby interrumpió sus paseos y clavó en Vicary una mirada de pistolero.

– No intentes echar la culpa de lo ocurrido a la Sección Especial, Alfred. Tú eras la máxima autoridad sobre el terreno. Ese aspecto de Timbal era responsabilidad tuya.

– Eso lo comprendo, sir Basil.

– Muy bien, porque cuando todo esto haya concluido se procederá a una investigación interna y dudo mucho que se contemple tu actuación bajo una luz favorable.

Vicary se puso en pie.

– ¿Eso es todo, señor?

– Sí.

Vicary se encaminó a la puerta.

El lejano ulular de una sirena que anunciaba una incursión de bombarderos empezó a oírse mientras Vicary bajaba al Registro. Las salas estaban medio a oscuras, con sólo un par de luces encendidas. Como siempre, Vicary percibió los olores típicos del lugar: papel carcomido, polvo, humedad, el tenue residuo de la infecta pipa de Nicholas Jago. Dirigió la vista hacia el encristalado despacho de Jago. Tenía la luz apagada y la puerta cerrada a cal y canto. Oyó el repicar agudo de zapatos femeninos y reconoció la cadencia iracunda de la enérgica marcha, tipo desfile militar, de Grace Clarendon. Una melena rubia pasó entre los estantes, como un revoloteo fantasmal que apareció y desapareció fugaz. La siguió hasta una de las habitaciones laterales y pronunció el nombre de Grace mucho antes de acercarse a ella, para no sobresaltada. La mujer volvió la cabeza, le contempló unos segundos con sus hostiles ojos verdes y luego reanudó su tarea de archivo.

– ¿Es oficial, profesor Vicary? -preguntó-. Porque si no lo es, voy a tener que pedirle que se vaya. Ya me ha causado bastantes problemas. Como vuelvan a verme hablando con usted, tendré suerte si consigo un empleo de vigilanta de las normas del oscurecimiento. Por favor, váyase, profesor.

– Necesito ver un expediente, Grace.

– Ya conoce el procedimiento, profesor. Rellene el impreso de solicitud. Si se aprueba la petición, puede ver el expediente.

– No me darán el visto bueno para ver el que necesito ver.

– Entonces se quedará sin verlo. -La voz de Grace había adoptado la fría eficiencia de una directora de colegio-. Esas son las reglas.

Cayeron las primeras bombas, al otro lado del río, a juzgar por los síntomas. Las baterías antiaéreas del parque abrieron fuego. Vicary oyó el zumbido de los bombaderos Heinkel por encima de sus cabezas. Grace interrumpió su labor de archivo para mirar hacia el techo. Un haz de bombas cayó cerca, demasiado condenadamente cerca, porque el edificio se estremeció hasta los cimientos y de los estantes cayeron los archivadores. Grace contempló aquel desbarajuste y protestó: