Roach permaneció donde estaba durante tres minutos, con la mirada en la puerta del lavabo. Otro hombre se acercó a ella, llamó con los nudillos y a continuación entró y cerró tras de sí.

El timbre de alarma resonó en la cabeza de Roach:

Se abrió paso a la fuerza a través del nudo que formaban los viajeros en el pasillo, se detuvo ante la puerta del lavabo y la golpeócon enérgica insistencia.

– Espere su turno, como todo quisque -le llegó la voz del otro lado.

– Abra la puerta… Emergencia de la policía.

El hombre abrió la puerta al cabo de unos segundos. Se abotonaba la bragueta. Roach echó una mirada al interior del lavabo para comprobar que Rudolf no estuviese allí. «¡Maldición!» Abrió de un tirón la puerta que comunicaba con el vagón contiguo y entró en él. Lo mismo que el que acababa de dejar, tenía poca luz, el humo de los cigarrillos lo velaba todo y los pasajeros no dejaban un centímetro de espacio libre. Ahora le sería imposible dar con Rudolf como no pusiera el tren patas arriba, vagón tras vagón, compartimento tras compartimento.

Se preguntó: «¿Cómo es que ha desaparecido tan rápidamente?…

Regresó al vagón anterior y fue en busca del revisor, un anciano de gafas con montura metálica y un pie contrahecho. Roach sacó la foto de Rudolf que había tomado el servicio de vigilancia y se la puso el revisor delante de las narices.

– ¿Ha visto a este hombre?

– ¿Un tipo bajito?

– Sí -confirmó Roach, con la moral en picado hacia el suelo, en tanto pensaba: «¡Maldición! ¡Maldición!…

– Saltó del tren cuando salíamos de Euston. Tuvo suerte de no romperse una puñetera pierna.

– ¡Dios! ¿Por qué no dijo usted algo? -Se dio cuenta de lo ridícula que debió de sonar su observación. Hizo un esfuerzo para hablar con más calma-. ¿Cuál es la primera parada del tren?

– Watford.

– ¿Cuándo?

– Dentro de media hora, aproximadamente.

– Demasiado tiempo. He de apearme ahora mismo.

Roach levantó la mano, agarró la palanca del freno de emergencia y tiró de ella. El tren redujo la marcha de inmediato, al aplicarse los frenos, y empezó a detenerse.

El anciano revisor alzó la vista hacia Roach, parpadeó vivamente tras las gafas y dijo:

– Usted no es un oficial de policía corriente, ¿verdad?

Roach no le contestó, mientras el convoy se detenía. Abrió la puerta del vagón, saltó al borde de la vía y desapareció en la oscuridad.

Neumann despidió al taxi a corta distancia del almacén de los Pope y recorrió a pie el resto del camino. Trasladó la Mauser de debajo de la cintura de los pantalones al bolsillo delantero del chaquetón impermeable y luego se subió el cuello de la prenda para protegerse de la lluvia. El primer acto había salido a pedir de boca. El ardid del tren funcionó exactamente como esperaba. Neumann estaba seguro de que nadie le siguió al abandonar la estación de Euston. Lo cual significaba una cosa: Gabardina, el individuo que subió al tren pisándole los talones, casi seguro que seguía aún allí, saliendo de Londres rumbo a Liverpool. El vigilante no era ningún idiota. Tarde o temprano se percataría de que Neumann no regresaba al compartimento y emprendería la búsqueda. Formularía preguntas. La huida de Neumann no pasó completamente inadvertida: el revisor le había visto saltar del tren. Cuando el vigilante comprendiese que el agente ya no estaba en el convoy, se apearía en la primera estación que parase el tren y telefonearía a sus superiores de Londres. Neumann se daba perfecta cuenta de que las oportunidades que tenía eran limitadísimas. No le quedaba más remedio que actuar con celeridad.

El almacén estaba a oscuras y aparentemente desierto. Neumann tocó el timbre y esperó. No hubo respuesta. Repitió la llamada y en esa ocasión oyó ruido de pasos al otro lado de la puerta. Instantes después la abría un gigantón de pelo negro y cazadora decuero.

– ¿Qué es lo que quiere?

– Me gustaría ver al señor Pope, por favor -dijo Neumann cortésmente-, Necesito unos cuantos artículos y me han dicho que éste es el sitio preciso al que acudir.

– El señor Pope no está y nos hemos retirado del negocio, así que lárguese.

El gigante se dispuso a cerrar la puerta. Neumann se lo impidió interponiendo el pie.

– Lo siento. Es más bien urgente de veras. Tal vez usted podría ayudarme.

El gigante miró a Neumann, con expresión de desconcierto en el rostro. Parecía estar esforzándose en conciliar el acento de colegio particular con el chaquetón impermeable y la venda adhesiva.

– Supongo que no me oyó la primera vez -dijo-. Nos hemos retirado del negocio. Hemos cerrado. -Agarró a Neumann por un hombro-. Y ahora, váyase a tomar viento a la farola.

Neumann aplicó un puñetazo a la nuez del gigante y acto seguido empuñó la Mauser y le descerrajó un tiro en el pie. El hombre se desplomó contra el suelo, aullando de dolor y, alternativamente, jadeando para aspirar un poco de aire. Neumann entró y cerró la puerta. El almacén estaba tal como Catherine lo había descrito: furgonetas, automóviles, motos, pilas de alimentos de estraperlo y varios bidones de gasolina.

Neumann se agachó, con la amenaza en los labios:

– El más mínimo movimiento y aprieto el gatillo otra vez. Y entonces ya no podrás volver a ponerte en pie. ¿Entendido? El gigante gruñó.

Neumann eligió una furgoneta negra, abrió la portezuela y encendió el motor. Cogió dos bidones de gasolina y los puso en la parte de atrás de la furgoneta. Se le ocurrió entonces que el viaje iba a ser muy largo. Tomó dos bidones más y los colocó junto a los otros. Subió al vehículo, lo condujo hasta la entrada del almacén, se apeó y abrió la puerta principal de la fachada.

Antes de marcharse, se arrodilló junto al herido y le aconsejó:

– Si yo fuera tú, me iría derechito a un hospital.

Más confuso que nunca, el hombre miró a Neumann.

– ¿Quién eres, cabrito?

Neumann sonrió, sabedor de que la verdad resultaba tan absurda que el hombre jamás la creería.

– Soy un espía alemán que huye del MI-5.

– Sí… y yo soy el maldito Adolf Hitler.

Neumann subió a la camioneta y salió disparado.

Harry Dalton arrancó las pantallas de los faros, obligatorias durante el oscurecimiento, y se lanzó a través de Londres, en dirección oeste, a velocidad casi suicida. La sección de transporte le había ofrecido un chófer especializado en altas velocidades, pero Harry deseaba manejar el volante personalmente. Zigzagueó, entrando y saliendo de los carriles de la calada sin dejar de tocar la bocina. En el asiento frontal, a su lado, Vicary se aferraba nerviosamente al salpicadero. Los limpiaparabrisas bregaban en vano para achicar los regueros de agua que soltaba la lluvia sobre el cristal. Al desembocar en Cromwell Road, Harry aceleró con tal ímpetu que la cola del coche patinó sobre la resbaladiza superficie de alquitrán. Continuó con sus maniobras serpenteantes entre el tráfico y luego torció hacia el sur por Earl’s Court Road. Se metió por una pequeña calle lateral, siguió veloz por un callejón estrecho, dio un brusco golpe de volante para esquivar un cubo de la basura y en un tris estuvo de aplastar a un gato. Pisó el freno detrás de un bloque de pisos y detuvo el automóvil no sin patinar unos metros.

Harry y Vicary se apearon del vehículo, entraron en el inmueble por la trasera puerta de servicio y se precipitaron escaleras arriba hacia el quinto piso, donde estaba el puesto de vigilancia. Pasando por alto el dolor que le acuchillaba la rodilla, Vicary se mantuvo al nivel de Harry.

Pensó: «Si Boothby me hubiera dejado arrestarlos hace unas horas, no estaríamos metidos ahora en este berenjenal». Al mismo borde del desastre.

El agente al que se asignó el nombre clave de Rudolf había saltado de un tren en la estación de Euston y se había fundido en la ciudad. Vicary presuponía que en aquel momento intentaba huir al campo. No le quedaba más alternativa que detener a Catherine Blake; era preciso ponerla bajo custodia y meterle en el cuerpo un susto de muerte. Cabía entonces la posibilidad de que les dijese a dónde se dirigía Rudolf y cuáles eran sus planes para escapar, si había otros agentes complicados y dónde guardaba Rudolf su radio.

Vicary no se sentía nada optimista. Todo lo que sabía acerca de aquella mujer le indicaba que no iba a colaborar, ni siquiera frente a la ejecución. Lo único que Catherine tenía que hacer era resistir el tiempo suficiente para que Rudolf huyese. Si lo lograba, la Abwehr dispondría de pruebas que le harían suponer que la Inteligencia británica llevaba entre manos un engaño a gran escala. Las consecuencias eran demasiado terribles para imaginárselas. Todo el trabajo volcado en Fortaleza habría sido en balde. Los alemanes colegirían que los aliados iban a desembarcar en Normandía. Habría que suspender y volver a planificar la invasión; de otro modo acabaría en una catástrofe sangrienta. Continuaría la ocupación del a Europa occidental que Hitler desarrollaba con mano de hierro. Habría infinidad de muertes más. Y todo porque la operación de Vicary había saltado hecha pedazos. Tenían ahora una oportunidad: arrestar a Catherine, obligarla a hablar y detener a Rudolf antes de que pudiera salir del país o utilizar su radio.

Harry empujó la puerta del piso donde estaba el puesto de vigilancia y abrió paso al interior. Las cortinas estaban descorridas sobre la calle, la habitación se encontraba a oscuras. Vicary tuvo que forzar la vista para distinguir a las figuras que permanecían de pie, en distintas poses, como estatuas colocadas en un jardín sumido en la penumbra: un par de vigilantes con ojos legañosos, inmóviles junto a la ventana; media docena de miembros de la Sección Especial, tensos, apoyados en una pared. El oficial al mando se llamaba Carter. Era un individuo grandote y roqueño, de grueso cuello y piel sembrada de picaduras. De la comisura de su amplia boca sobresalía un cigarrillo, apagado por cuestión de seguridad. Cuando Harry le presentó a Vicary, el hombre estrechó y agitó la mano de éste con feroz energía y le condujo a la ventana para explicarle la disposición de sus efectivos. El apagado cigarrillo desprendía ceniza mientras el hombre hablaba.

– Irrumpiremos por la puerta delantera -dijo Carter. En su acento se apreciaba un deje del norte rural-. Cuando nos lancemos, dejaremos la calle cortada por ambos extremos y un par de hombres cubrirán la parte trasera de la casa. Una vez estemos dentro, ella no tendrá escapatoria.