Consultó su reloj de pulsera: tres minutos para la salida. Fuera del compartimento, el pasillo se estaba llenando rápidamente de viajeros. No tenía nada de insólito que algunos pasajeros desafortunados tuvieran que pasarse todo el trayecto de pie o sentados en los pasillos. Neumann se levantó y salió del compartimento, al tiempo que murmuraba algo acerca de una urgencia fisiológica. Se encaminó al lavabo del extremo del vagón. Llamó con los nudillos a la puerta. No obtuvo respuesta. Llamó por segunda vez y miró por encima del hombro; el vigilante que había subido al vagón, siguiéndole, en aquel momento no podía verle porque los pasajeros que estaban de pie en el pasillo se interponían entre ellos.

Perfecto. El tren arrancaba ya. Neumann esperó en la plataforma, fuera del lavabo, a que el convoy cobrase velocidad. Rodaba ya más deprisa de lo que la mayor parte de la gente consideraría seguro para apearse en marcha. Neumann aguardó unos segundos más y entonces se acercó a la puerta, la abrió y saltó al andén.

Aterrizó con bastante suavidad, trotó unas cuantas zancadas y redujo la inercia hasta adoptar un paso vivo. Levantó la cabeza a tiempo de ver que el revisor, con cara de fastidio, cerraba la puerta. Neumann se encaminó rápidamente a la salida, dispuesto a fundirse en el oscurecimiento.

La riada de tránsito vespertino inundaba Euston Road. Llamó a un taxi y subió. Dio al conductor unas señas del East End y se arrellanó en el asiento.

48

Hampton Sands (Norfolk)

Mary Dogherty esperaba a solas en la casa. Siempre había pensado que era una vivienda encantadora -cálida, espaciosa, alegre-pero ahora le parecía claustrofóbica y angosta como una catacumba. Paseó inquieta. Afuera, la gran tormenta anunciada por los servicios meteorológicos había llegado por fin a la costa de Norfolk. La lluvia azotaba las ventanas y sacudía los cristales. El viento soplaba implacable y gemía a través de los aleros. Oyó el chirrido de una de las tejas que cedía en el tejado.

Sean estaba ausente, había ido a Hunstanton para recoger a Neumann en la estación. Mary se apartó de la ventana y reanudó su paseo. Fragmentos de la conversación de aquella mañana se repetían una y otra vez en su cabeza como un disco rayado que girase enel gramófono: «en un submarino a Francia… estaré en Berlín una temporada… pasaje a un tercer país… viajaré de regreso a Irlanda…te reunirás allí conmigo cuando la guerra haya terminado…».

Era como una pesadilla, como si estuviera escuchando la conversación de otras personas, viendo una película o leyendo un libro. La idea era ridícula: Sean Dogherty, desamparado granjero de la costa de Norfolk y simpatizante del IRA, iba a trasladarse a Alemania en un submarino. Mary supuso que era la culminación lógica del espionaje de Sean. Había sido una ilusa al esperar que las cosas volvieran a la normalidad cuando terminase la guerra. Se había engañado a sí misma.

Sean iba a huir y a dejarla allí para que afrontara sola las consecuencias. ¿Qué harían las autoridades? «Lo único que tienes que decirles es que no sabías nada del asunto, Mary.» ¿Y si no la creían? ¿Qué harían entonces con ella? ¿Cómo iba a seguir en el pueblo si todo el mundo estaba enterado de que Sean había sido espía? La expulsarían de la costa de Norfolk. La echarían de todos los pueblos ingleses donde intentara afincarse. Tendría que abandonar Hampton Sands. Tendría que dejar a Jenny Colville. Tendría que volver a Irlanda, regresar a la estéril aldea de la que huyó treinta años antes. Aún tenía familia allí, familia que podría acogerla. La idea era profundamente espantosa, pero no le quedaba más alternativa…, ninguna opción cuando todo el mundo supiese que Sean había espiado para los alemanes.

Rompió a llorar. Pensó: «¡Maldito seas, Sean Dogherty! ¿Cómo has podido ser tan condenadamente imbécil?».

Mary volvió a la ventana. En el camino, por la parte del pueblo, vislumbró un puntito de luz que oscilaba bajo el diluvio. Al cabo de un momento distinguió el brillo de un impermeable mojado y el débil contorno de alguien montado en una bicicleta, el cuerpo inclinado hacia adelante para ofrecer menos resistencia al viento, los codos en punta, las rodillas subiendo y bajando. Era Jenny Colville. Se bajó al llegar al portillo y empujó la bicicleta por el sendero. Mary le abrió la puerta. Una ráfaga de viento impulsó la lluvia al interior de la casa. Mary tiró de Jenny y, una vez la muchacha dentro, la ayudó a quitarse el impermeable y el gorro.

– Dios mío, Jenny… ¿qué haces por ahí con un tiempecito como éste?

– ¡Oh, Mary, es maravilloso! Tanto viento. Una delicia.

– No cabe duda de que has perdido un tornillo. Siéntate cerca de la lumbre, anda. Te prepararé un poco de té.

Jenny entró en calor frente al fuego de troncos.

– ¿Dónde está James? -preguntó.

– En este momento no está aquí -respondió Mary desde la cocina-. Se ha ido con Sean a alguna parte.

– ¡Ah! -exclamó Jenny, y a Mary no se le escapó la desilusión que matizaba la voz de la muchacha-. ¿Va a volver pronto?

Mary dejó lo que estaba haciendo y entró de nuevo en el salón. Miró a Jenny y dijo:

– ¿Por qué te preocupas tanto de James, así, de repente?

– Sólo quería verle. Saludarle. Pasar un rato con él. Nada más.

– ¿Nada más? ¿Qué mosca te ha picado, Jenny?

– Me cae bien, Mary. Me gusta mucho. Y yo le gusto a él.

– ¿Que te gusta y que le gustas? ¿De dónde has sacado semejante idea?

– Lo sé, Mary, créeme. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. Mary la cogió por los hombros.

– Escúchame, Jenny. -La sacudió una vez más-. ¿Me estás escuchando?

– Sí, Mary. ¡Me haces daño!

– Apártate de él, Olvídale. No es para ti.

Jenny estalló en lágrimas.

– No puedo olvidarle, Mary. Le quiero. Y él me quiere a mí. Lo sé.

– Jenny, no te quiere. No me pidas que te lo explique ahora, porque no puedo, cariño. Es un buen hombre, pero no es lo que aparenta. Déjale. ¡Olvídale! Tienes que confiar en mi, pequeña. Ese hombre no es para ti.

Jenny se zafó de las manos de Mary, se echó hacía atrás y se secó las lágrimas.

– Es para mí, Mary. Le quiero. Llevas tanto tiempo atrapada aquí con Sean que has olvidado lo que es el amor.

Luego cogió su impermeable y se precipitó por la puerta, que cerró tras de sí con resonante portazo. Mary se acercó presurosa a la ventana y vio a Jenny alejarse pedaleando bajo la tormenta.

La lluvia batía el rostro de Jenny mientras la joven le daba a los pedales por el ondulante camino que llevaba al pueblo. Se había prometido no volver a llorar, pero no fue capaz de mantener su palabra. Mezcladas con la lluvia, las lágrimas de deslizaban por su rostro. Todas las casas del pueblo tenían las persianas bajadas, la tienda y la taberna estaban cerradas a cal y canto y las tinieblas del oscurecimiento cubrían las casas. Llevaba la linterna en el cesto, con el tenue rayo de luz amarilla proyectado poco menos que inútilmente hacia la negra oscuridad. El débil resplandor de la linterna casi no le permitía ver nada. Atravesó el pueblo y se dirigió a su casa.

Estaba furiosa con Mary. ¿Cómo se atrevía a interponerse entre James y ella? ¿Y qué significaba aquel comentario que hizo acerca de él? «No es lo que aparenta.» También estaba furiosa consigo misma. Se sentía fatal por los terribles insultos que cuando salía por la puerta dirigió a Mary a pleno pulmón. Era la primera vez que regañaban. Por la mañana, cuando las cosas se hubieran calmado, Jenny volvería a casa de Mary y le ofrecería disculpas.

Distinguió a lo lejos la silueta de su casa, recortándose contra el cielo. Desmontó en el portillo, empujó la bicicleta por el camino de acceso y la dejó apoyada en la pared. Apareció su padre en el umbral de la puerta; se secaba las manos con un trapo. Tenía el rostro hinchado como consecuencia de la pelea. Jenny intentó apartarlo para pasar, pero él alargó las manos y las cerró alrededor del brazo de la muchacha como una doble presa de hierro.

– ¿Has estado otra vez con él?

– No, papá. -Jenny gritó de dolor-. ¡Por favor no me hagas daño en el brazo!

Él alzó una mano y la abofeteó, contraído su abotargado rostro en una mueca de ira.

– ¡Dime la verdad, Jenny! ¿Te has vuelto a encontrar con él?

– ¡No, te lo juro! -chilló Jenny, levantados los brazos para protegerse la cara de los golpes que esperaba cayesen sobre ella de un momento a otro-. ¿Por favor, papá, no me pegues, te estoy diciendo la verdad!

Martin Colville soltó su presa.

– Entra y prepárame algo de cena.

A Jenny le entraron ganas de gritarle: «¡Hazte tú la cena para variar!». Pero sabía a donde iba a conducirle tal protesta. Le miró a la cara y durante unos segundos se encontró deseando que James le hubiese matado. «Esta es la última vez -pensó-. Esta es la última vez.» Entró en la casita, se quitó el empapado impermeable, lo colgó en la pared de la cocina y empezó a hacer la cena.

49

Londres

En cuanto Rudolf subió a aquel vagón atestado de gente, Clive Roach supo que iba a tener problemas. Todo iría bien para él, para Roach, en tanto el agente alemán permaneciese sentado dentro del compartimento. Pero si el agente abandonaba el compartimento para ir al lavabo, al coche restaurante o a otro vagón, Roach se vería en dificultades. Los pasillos estaban de bote en bote, había pasajeros que iban de pie, otros prefirieron sentarse y algunos intentaban en vano dormitar un poco. Moverse por el tren era toda una prueba; había que dar codazos y empujones para desplazarse entre la gente y decir continuamente «Perdone» o «Le ruego me disculpe». Pretender seguir a alguien sin que le detectasen resultaría espinoso, por no decir imposible, si el agente era bueno. Y todo lo que había visto Roach hasta entonces indicaba que Rudolf lo era.

Roach empezó a temerse lo peor cuando Rudolf, con el convoy todavía en el andén, salió del compartimento, apretándose el estómago con las manos, y empezó a abrirse camino por el atiborrado pasillo. El agente era bajo de estatura, medía poco más de metro sesenta y cinco, y su cabeza desapareció rápidamente entre la masa de viajeros. Roach avanzó unos pasos, lo que le permitió cosechar unos cuantos gruñidos y protestas por parte de los otros pasajeros. Era reacio a acercarse demasiado; Rudolf había dado media vuelta y vuelto sobre sus pasos varias veces y Roach se temía que se hubiese fijado en su rostro. La iluminación del pasillo era escasa, a causa de las normas del oscurecimiento y, por otra parte,el humo de los cigarrillos velaba aún más la atmósfera. Roach se mantuvo entre las sombras y vio a Rudolf llamar dos veces a la puerta del lavabo. Otro pasajero se le puso delante y durante unos segundos perdió de vista a Rudolf. Cuando volvió a tener el terreno despejado, el agente había desaparecido.