– Era profesor de historia de Europa en el University College de Londres.

A Vicary le sonó a extraño decirlo así, como si estuviera leyendo el currículo de otra persona. Parecía haber transcurrido una vida entera… dos vidas completas.

– ¿Cómo demonios acabó trabajando para el MI-5?

Vicary vaciló, llegó a la conclusión de que contestar a aquello no violaba ningún decreto de seguridad y refirió su historia.

– ¿Disfruta con su trabajo?

– A veces. Pero hay otras en que lo detesto y no veo la hora de volver a verme tras los muros de la academia y atrancar la puerta.

– ¿Como cuándo?

– Como ahora -dijo Vicary llanamente.

Jordan no tuvo reacción alguna. Era como si diera por sentado que ningún funcionario del servicio de inteligencia, por avezado que fuese, pudiera disfrutar con una operación de aquellas características.

– ¿Casado?

– No.

– ¿Ninguna vez?

– Nunca.

– ¿Por qué?

Vicary pensó que en ocasiones las coincidencias divinas eran demasiado vulgares para tenerlas en cuenta. Tres horas antes había contestado a la misma pregunta, formulada entonces por una mujer que conocía la respuesta. Y ahora su agente le planteaba la misma maldita cuestión. Esbozó una tenue sonrisa.

– Supongo que no he encontrado la mujer ideal -dijo.

Jordan le estaba examinando. Vicary se dio cuenta y no acabó de gustarle. Estaba acostumbrado a que las relaciones siguiesen otros derroteros, tanto con Jordan como con los demás espías alemanes que había manejado. Era Vicary quien fisgaba y se entrometía, Vicary quien hurgaba en busca de puntos débiles para, al dar con ellos, hundir la daga. Suponía que ese era uno de los motivos por los que se le consideraba un buen oficial de Doble Cruz. El trabajo le permitía curiosear en las vidas de extraños y explotar sus defectos personales sin tener que afrontar los suyos propios. Pensó en Karl Becker sentado en su celda, vestido con su triste traje de presidiario. Vicary comprendió que le gustaba ser él que llevaba el control, el que se encargaba de manipular y engañar, el que tiraba de los hilos. Vicary se preguntó: «¿Soy así porque Helen me rechazó hace veinticinco años?». Se sacó de la chaqueta un paquete de Players y con aire ausente encendió un cigarrillo.

Jordan puso el codo en el brazo de la butaca y apoyó la barbilla en el puño. Enarcó las cejas mientras miraba a Vicary como sí éste fuera un puente inseguro en peligro de venirse abajo.

– Creo que probablemente encontró usted la mujer ideal en algún punto del camino y que ella no le devolvió el favor.

– Digo que…

– Ah, de modo que tengo razón, después de todo.

Vicary expulsó el humo hacia el techo.

– Es usted un hombre inteligente. Siempre lo he sabido.

– ¿Cómo se llamaba?

– Helen.

– ¿Qué pasó?

– Lo siento, Peter.

– ¿La ha visto últimamente?

Vicary meneó la cabeza.

– No.

– ¿Lamenta algo?

Vicary recordó las palabras de Helen. «No quería que me dijeses que destrocé tu vida.» ¿Había destrozado su vida? Le gustaba decirse que no. Como la mayor parte de los hombres solteros, se complacía en felicitarse por lo afortunado que era al no tener que soportar la carga de una esposa y una familia. Contaba con su intimidad y su trabajo y le encantaba no verse obligado a responder de sus actos a nadie en el mundo. Disponía del dinero suficiente para hacerlo que le viniese en gana. Tenía la casa decorada a su gusto y estaba libre de la preocupación de que alguien revolviera sus papeles o sus cosas. Pero lo cierto es que era un hombre solitario… a veces se sentía terriblemente solo. En realidad deseaba tener a alguien con quien compartir sus triunfos y desilusiones. Deseaba que alguien quisiera compartir con él las satisfacciones y las decepciones de ambos. Cuando volvía la mirada para contemplar su vida objetivamente, echaba de menos algo: risas, ternura, un poco de ruido y desorden en ocasiones. Era media vida, medio hogar y, en última instancia, medio hombre.

– ¿Lamenta algo?

– Sí, lamento algo -reconoció Vicary, y le sorprendió oírse pronunciar aquellas palabras-. Lamento que el fracaso que representa no casarme me haya privado de los hijos. Siempre he creído que sería maravilloso ser padre. Creo que hubiera sido un buen padre, a pesar de mis rarezas y defectos.

En la semioscuridad, una sonrisa revoloteó fugazmente por el semblante de Jordan.

– Mi hijo es todo mi mundo. Es mi vínculo con el pasado y mi vislumbre del futuro. Es todo lo que me queda, lo único que es auténtico. Margaret desapareció, Catherine era una mentira. -Hizo una pausa y contempló el ascua agonizante de su cigarrillo-. Estoy deseando que acabe esto para regresar a casa y reunirme con él. No paro de darle vueltas en la cabeza a lo que voy a decirle cuando me pregunte: «Papá, ¿qué hiciste en la guerra?». ¿Qué infiernos se supone que tengo que decirle?

– La verdad. Explíquele que usted era un ingeniero de gran talento y que construyó un ingenio que contribuyó a que ganáramos la guerra.

– Pero eso no es la verdad.

Algo en el tono de voz de Jordan impulsó a Vicary a levantar la vista para mirarle vivamente. ¿Qué parte no era la verdad?

– ¿Le importa que le haga un par de preguntas ahora? -dijo.

– Me parece que tiene usted derecho a preguntarme lo que guste, con o sin mi permiso.

– Distinta escena, distinta razón para las preguntas.

– Adelante.

– ¿La amaba?

– ¿La ha visto usted alguna vez?

Vicary se dio cuenta de que no la había visto en persona, sólo en las fotografías del servicio de vigilancia.

– Sí, la amaba. Era hermosa, era inteligente, era encantadora y, evidentemente, era una actriz de un talento increíble. Y, lo crea o no, pensé que hubiera sido una buena madre para mi hijo.

– ¿Todavía la quiere?

Jordan miró para otro lado.

– Quiero a la persona que creí que era. No a la mujer que me dice que es. Una parte de mí casi está llegando a pensar que todo esto es una especie de broma. De modo que supongo que usted y yo tenemos una cosa en común.

– ¿Qué es? -preguntó Vicary.

– Los dos nos enamoramos de la mujer equivocada.

Vicary se echó a reír. Consultó su reloj de pulsera y dijo:

– Se está haciendo tarde.

– Sí -corroboró Jordan.

Vicary se puso en pie y condujo a Jordan a través del pasillo y al interior de la biblioteca. Abrió la cartera y sacó un manojo de papeles. Se los tendió a Jordan, que los guardó dentro de su cartera. Permanecieron inmóviles y en silencio durante unos segundos.

– Lo siento -dijo Vicary al final-. Si hubiera algún otro modo de hacer esto, lo utilizaría. Pero no lo hay. Al menos por ahora.

Jordan no hizo ningún comentario.

– Hay una cosa de su interrogatorio que siempre me ha preocupado: por qué no podía usted recordar los nombres de los individuos que le abordaron por primera vez para proponerle que colaborase en la Operación Mulberry.

– Aquella semana conocí a docenas de personas. No me acuerde ni de la mitad de ellas.

– Dijo que uno de esos dos hombres era inglés.

– Sí.

– ¿Se llamaba Broome por un casual?

– No, no se llamaba Broome -respondió Jordan sin vacilar-.Creo que recordaría un nombre así. Bueno, me parece que debo marcharme ya.

Jordan se dirigió a la puerta.

– Me queda una pregunta más.

Jordan se volvió.

– ¿Cuál es? -dijo.

– Es usted Peter Jordan, ¿verdad?

– ¿Qué clase de pregunta es esa?

– Realmente, una pregunta más bien sencilla. ¿Es usted Peter Jordan?

– Claro que soy Peter Jordan. ¿Sabe una cosa? Verdaderamente debería ir a dormir un poco, profesor.

47

Londres

Clive Roach ocupaba una mesa junto a la ventana en el café situado enfrente del piso de Catherine Blake, La camarera le sirvió el té y el bollo. Clive Roach depositó inmediatamente unas cuantas monedas encima de la mesa. Era una costumbre adquirida durante el ejercicio de su profesión. Normalmente tenía que abandonar los bares repentinamente y a toda prisa. Lo que menos necesitaba era llamar la atención. Tomó un sorbo de té y hojeó sin entusiasmo el periódico de la mañana, En realidad no le interesaba gran cosa. Le interesaba la puerta de la casa del otro lado de la calle. Arreció la lluvia. La idea de volver a salir no le encandilaba precisamente. Era un aspecto de su trabajo que le fastidiaba: estar constantemente expuesto a las inclemencias meteorológicas. Había cogido más resfriados e infecciones bronquiales de las que podía acordarse.

Antes de la guerra ejercía de profesor en una escuela masculina de tres al cuarto. Decidió enrolarse en el ejército en 1939. Distaba mucho de ser el modelo de soldado: flaco, piel pálida, rala cabellera y voz poco audible. Un militar nada prometedor. En el centro de reclutamiento se percató de que un par de hombres muy bien puestos le observaban desde un rincón. También notó que pedían una copia de su documentación y que la estudiaban detenidamente y con gran interés. Unos minutos después, le separaron de la cola, le dijeron que pertenecían a la Inteligencia Militar y le ofrecieron trabajar para ellos.

A Roach le gustaba mirar. Era un observador natural de la gente y tenía una buena memoria para los nombres y las caras. Ah, sabía perfectamente que no iba a obtener condecoraciones por hechos heroicos en el campo de batalla ni que cuando la guerra terminase iba a disponer de historias emocionantes que contar en la taberna. Pero era un trabajo importante y lo cumplía muy bien. Le hincó el diente al bollo mientras pensaba en Catherine Blake. Desde 1939 había seguido a muchos espías, pero ella era la mejor. Una profesional de verdad. Le había puesto en evidencia una vez, pero Roach prometió que no se repetiría.

Acabó el bollo y apuró el té. Levantó la vista de la mesa y vio a Catherine salir del bloque de pisos. Le maravillaba su estilo. Siempre permanecía quieta un momento, entretenida con algo prosaico mientras oteaba la calle para detectar cualquier indicio de vigilancia. Aquel día bregaba con el paraguas como si estuviese roto. Roach pensó: «Eres muy buena, señorita Blake. Pero yo soy mejor».

La estuvo observando hasta que por fin Catherine abrió el paraguas de golpe y echó a andar. Roach se levantó, se puso la gabardina y se dirigió a la puerta, en pos de Catherine.

Horst Neumann se despertó cuando el tren traqueteaba a través de los suburbios del noreste de Londres. Consultó su reloj de pulsera: las diez y media. Tenían que haber llegado a Liverpool Street a las diez y veintitrés. Milagrosamente, el retraso sólo era de unos pocos minutos. Bostezó, se estiró y se irguió en el asiento. Miró por la ventanilla a las tristonas casas victorianas de vecindad que se deslizaban raudas. Unos chiquillos sucios agitaron los brazos al paso del convoy. Neumann les devolvió el gesto, sintiéndose ridículamente inglés. Viajaban otros tres pasajeros en el compartimento, un par de soldados y una muchacha vestida con el mono de obrera de fábrica y que frunció el entrecejo al ver por primera vez la venda adhesiva de la cara de Neumann. Éste los miró uno por uno. Siempre le inquietaba la posibilidad de haber hablado en sueños, aunque las últimas noches había soñado en inglés. Echó la cabeza hacia atrás y volvió a cerrar los ojos. Santo Dios, qué cansado estaba. Se había levantado a las cinco y salió de la casita a las seis,para que Sean le llevara a Hunstanton. Cogió el tren de las siete doce, de Hunstanton a Liverpool Street.