No había dormido bien aquella noche. A causa del dolor de las heridas y de la presencia de Jenny Colville en su cama. La chica se había levantado al mismo tiempo que él, antes del alba, se escabulló sigilosamente del domicilio de los Dogherty y se dirigió a su casa pedaleando a través de la oscuridad y de la lluvia. Neumann confió en que llegara sin tropiezos. Que Martin no la estuviese esperando. Era una estupidez hacer aquello, dejarla pasar la noche con él. Pensó en lo que sentiría Jenny cuando él se fuera. Cuando comprobase que nunca le escribía y cuando pasara el tiempo sin volver a tener noticias suyas. Se preguntó cuáles serían sus sentimientos en el caso de que algún día descubriera la verdad: que no era James Porter, un soldado británico herido que buscaba paz y tranquilidad en un pueblecito de Norfolk. Que era Horst Neumann, un condecorado paracaidista alemán que fue a Inglaterra para actuar de espía y que la había engañado de la manera más vil. Pero no la había engañado respecto a una cosa. Le importaba. No en el sentido que a ella le gustaría, pero le interesaba lo que pudiera sucederle.

El tren redujo la velocidad al aproximarse a Liverpool Street. Neumann se levantó, se puso el chubasquero y salió del compartimento. El pasillo estaba atestado. Avanzó poco a poco hacia la puerta entre los demás pasajeros. Uno de los que iba delante la abrió y Neumann se apeó del vagón antes de que el tren se hubiera detenido. Entregó el billete al portero encargado de recogerlos y anduvo por el húmedo corredor que enlazaba con la estación de metro. Allí sacó un billete para Temple y cogió el primer tren que pasó. Al cabo de unos minutos, subía por la escalera y se encaminaba en dirección norte, hacia el Strand.

Catherine Blake tomó un taxi hasta Charing Cross. El punto de encuentro estaba cerca de allí, delante de una tienda del Strand. Pagó al taxista y abrió el paraguas para protegerse de la lluvia. Echó a andar. Hizo un alto en una cabina telefónica, descolgó el auricular y simuló hacer una llamada. Examinó el terreno a su espalda. La cortina que formaba la lluvia reducía la visibilidad, pero no detectó señal de vigilancia alguna. Volvió a poner el auricular en su horquilla, salió de la cabina y continuó por el Strand, hacia el este.

Clive Roach se apeó por la parte trasera de la furgoneta de vigilancia y la siguió a lo largo del Strand. Durante el breve trayecto en el vehículo se había desembarazado de la gabardina y el sombrero para ponerse un chaquetón impermeabilizado de color verde y un gorro de lana. La transformación era radical: de oficinista a obrero. Roach vio a Catherine Blake detenerse y efectuar la fingida llamada telefónica. Roach hizo un alto en un puesto de periódicos. Mientras recorría los titulares con los ojos, se representó mentalmente el rostro del agente al que el profesor Vicary había asignado el nombre en clave de Rudolf. La misión de Roach era sencilla: ir pisándole los talones a Catherine Blake hasta que la mujer pasara el material a Rudolf y entonces seguir a éste. Alzó la mirada a tiempo de ver a Catherine colgar el teléfono y salir de la cabina. Roach se mezcló con los transeúntes y la siguió.

Neumann divisó a Catherine, que avanzaba hacia él. El hombre hizo una pausa en una tienda y sus ojos examinaron las caras y las vestimentas de los viandantes que caminaban por la acera detrás de ella. Al acercarse Catherine, Neumann se apartó del escaparate y echó a andar hacia ella. El contacto fue breve, cosa de un par de segundos. Pero cuando se separaron Neumann tenía la película en la mano y la impulsaba hacia el fondo del bolsillo del abrigo. Catherine se movió con rapidez y desapareció entre la gente. Neumann prosiguió en dirección opuesta durante unos metros, fotografiando rostros en su cerebro. Luego se detuvo de pronto ante otro escaparate, dio media vuelta y emprendió con tranquilidad el seguimiento de Catherine.

Clive Roach localizó a Rudolf y observó el intercambio. Pensó: «Actúan como la seda, ¿eh, bastardos?». Vio a Rudolf hacer su alto, volverse y andar en la misma dirección que Catherine Blake. Roach había sido testigo de muchos encuentros de agentes alemanes, desde 1939, pero era la primera vez que veía a uno de esos agentes volverse para seguir al otro. Lo normal era que se alejasen por rutas separadas. Roach se subió el cuello del impermeable para cubrirse las orejas y se lanzó en pos de ellos con todo el cuidado del mundo.

Catherine Blake caminó un trecho por el Strand en dirección este y luego descendió hacia el Victoria Embankment. Entonces se dio cuenta de que Neumann iba detrás de ella. Su primera reacción fue de cólera. La norma corriente de los encuentros era separarse -y con rapidez- en cuanto se hubiese hecho la entrega. Neumann conocía el procedimiento y en todas las ocasiones anteriores lo había ejecutado a la perfección. Pensó: «¿Por qué me sigue ahora?».

Vogel debía de haberle ordenado que lo hiciese.

¿Pero por qué? Sólo se le ocurrieron dos posibles explicaciones: o que Vogel había perdido la fe en ella y deseaba enterarse de a dónde iba o que Vogel quería determinar si el otro bando la estaba sometiendo a vigilancia. Miró al Támesis y luego se volvió y recorrió el Embankment con la vista. Neumann no intentó ocultar su presencia. Catherine se volvió de nuevo y reanudó la marcha.

Recordó las interminables sesiones de formación en el campamento secreto de Baviera. Vogel lo había llamado contravigilancia, un agente seguía a otro para cerciorarse de que el enemigo no seguía al primero. Se preguntó por qué efectuaba ahora Vogel tal maniobra. Tal vez deseaba verificar que la información que recibía era de fiar asegurándose de que a ella no la seguía el otro bando. Sólo imaginar la segunda explicación hizo que le ardiera el estómago a causa de la angustia. Neumann la estaba siguiendo porque Vogel sospechaba que el MI-5 la sometía a ella a vigilancia.

Hizo otra pausa y contempló el río, mientras se esforzaba en mantener la calma. Para pensar claramente. Volvió la cabeza y miró a lo largo del Embankment. Neumann continuaba allí. Eludía adrede su mirada, a Catherine le resultó claro. Neumann miraba al río o hacia el Embankment, a cualquier punto, salvo en dirección a Catherine.

La mujer echó a andar de nuevo. Notaba en el pecho los acelerados latidos de su corazón. Llegó a la estación de metro de Blackfriars, bajó y sacó billete para Victoria. Neumann la imitó en todo, excepto en que el billete que adquirió fue para la siguiente estación, South Kensington.

Catherine se encaminó al andén con paso vivo. Neumann compró un periódico e hizo el mismo camino. Catherine esperó la llegada del convoy y Neumann se puso a leer el periódico a cosa de seis metros de ella. Cuando llegó el tren, Catherine esperó a que se abrieran las puertas y subió. Neumann subió también en el mismo vagón, pero por las puertas de al lado.

Catherine se sentó. Neumann continuó de pie, al fondo del vagón. A Catherine no le gustó la expresión de su rostro. La mujer bajó la mirada, abrió el bolso y comprobó lo que llevaba en su interior: una cartera con dinero, un estilete, una Mauser cargada, con silenciador y cargadores de repuesto. Cerró el bolso y se mantuvo a le espera de que Neumann realizase el siguiente movimiento.

Durante dos horas, Neumann continuó tras ella mientras recorria el West End, iba de Kensington a Chelsea, de Chelsea a Brompton, de Brompton a Belgravia, de Belgravia a Mayfair. Para cuando llegaron a Berkeley Square, ya estaba convencido. Eran buenos -condenadamente buenos-, pero el tiempo y la paciencia habían reducido sus recursos y los habían obligado a cometer un error. Era el hombre de la gabardina que marchaba a quince metros por detrás de él. Cinco minutos antes Neumann había podido echarle un buen vistazo a la cara. Era el mismo semblante que había visto en el Strand casi tres horas antes, cuando recogió la película de manos de Catherine, sólo que entonces el hombre llevaba impermeable verde y gorro de lana.

Neumann se sentía desesperadamente solo. Había sobrevivido a lo peor de la guerra -Polonia, Rusia, Creta-, pero ninguna de las aptitudes que le ayudaron en el curso de aquellas batallas le servirían de nada en la situación actual. Pensó en el hombre que iba tras él: flaco, pálido, probablemente de físico muy débil. Neumann podría matarlo en el momento que quisiera. Pero las viejas reglas no se aplicaban en este juego. No podía pedir refuerzos por radio, no podía contar con el apoyo de sus camaradas. Continuó andando, sorprendido de la tranquilidad que sentía. «Llevan horas siguiéndonos, ¿por qué no nos han arrestado a los dos?» Creyó conocer la respuesta. Era evidente que querían averiguar más datos. Dónde se depositaba la película. Dónde se albergaba Neumann. Si la red tenía otros agentes. Mientras él, Neumann, no les proporcionase la respuesta a aquellos interrogantes, estarían a salvo. Era una baza bastante pobre, pero si se jugaba con pericia, Neumann podría conseguir una oportunidad de escapar.

Neumann apresuró la marcha. A varios metros por delante de él. Catherine dobló por Bond Street. La mujer se detuvo para llamar a un taxi. Neumann avivó el paso y luego emprendió una ligera carrera.

– ¡Catherine, santo Dios! -llamó-. ¡Cuánto tiempo sin verte! ¿Qué ha sido de ti?

Ella alzó la mirada, con la alarma reflejada en el rostro. Neumann la cogió por un brazo.

– Tenemos que hablar -dijo-. Busquemos un sitio donde podamos tomar un poco de té y cambiar impresiones.

La inesperada maniobra de Neumann cayó sobre el puesto de mando de la calle West Halkin con el impacto de una bomba de cuatrocientos cincuenta kilos. Basil Boothby paseaba y mantenía una tensa conversación telefónica con el director general. El director general estaba en contacto con la Comisión Veinte y con el estado mayor del primer ministro, en las Salas de Guerra Subterráneas. Vicary había creado un cerco de silencio en torno suyo y permanecía con la vista clavada en la pared y las manos entrelazadas debajo de la barbilla. Boothby colgó el teléfono de golpe y manifestó:

– La Comisión Veinte dice que los dejemos circular.

– No me gusta -repuso Vicary, sin apartar la mirada de la pared-. Evidentemente, se han percatado de la vigilancia. Están sentaditos, estudiando un plan de acción.

– Eso no lo sabes con seguridad.

Vicary alzó la cabeza.

– Es la primera vez que la vemos reunirse con otro agente. ¿Y ahora está en un bar de Mayfair tomando té con tostadas en compañía de Rudolf?