– ¡Puñetero infierno!

– Sé que Boothby te está obligando a hacer cosas en contra de tu voluntad. Oí la pelotera que tuvisteis en su despacho y anoche te vi subir a su coche en la avenida de Northumberland. Y no me digas que vuestras entrevistas son de tipo sentimental, porque sé que estás enamorada de Harry.

Vicary notó el brillo húmedo en sus ojos verdes y observó que la carpeta que ella tenía en la mano empezaba a temblar.

– ¡Usted tiene toda la culpa! -reprochó Grace-. Si no le hubiese hablado del expediente de Vogel, no me vería en este apuro.

– ¿Qué te está haciendo?

Grace vaciló.

– Por favor, váyase, profesor. Por favor.

– No voy a irme hasta que me digas qué quiere Boothby que hagas.

– Maldita sea, profesor Vicary, ¡quiere que le espíe a usted! ¡Y a Harry! -Se obligó a bajar la voz-. Se supone que todo lo que me diga Harry, en la cama o en cualquier otro sitio, he de contárselo a él.

– ¿Qué le has dicho?

– Todo lo que Harry me comentó sobre el caso y el desarrollo de la investigación. También le hablé de la búsqueda en el Registro que me pidió usted. -Cogió un puñado de expedientes del carrito y reanudó su labor archivadora-. Tengo entendido que Harry se vio metido en ese follón de Earls Court.

– Desde luego que sí. La verdad es que es el hombre del momento.

– ¿Resultó herido?

Vicary asintió con la cabeza.

– Está arriba. El médico no consiguió mantenerlo en la cama.

– Probablemente cometió una estupidez, ¿a que sí? Poniéndose a prueba. Dios, qué estúpido cabezota puede ser a veces.

– Grace, necesito ver ese expediente. -Boothby me va a poner de patitas en la calle cuando esto termine y tengo que saber por qué.

Grace le contempló, con expresión grave en el rostro.

– Habla en serio, ¿verdad, profesor?

– Por desgracia, así es.

Ella le miró sin pronunciar palabra durante unos segundos, mientras el edificio temblaba sacudido por la onda expansiva de una bomba.

– ¿Qué expediente es?

– Una operación llamada Timbal.

Grace arrugó el entrecejo, confundida.

– ¿No es ese el nombre en clave de la operación que llevaba usted?-Sí.

– Un momento. ¿Quiere que me juegue el cuello por enseñarle el expediente de su propio caso?

– Algo así -dijo Vicary-. Salvo que quiero que lo referencies con otro oficial.

– ¿Quién?

Vicary la miró directamente a los ojos y pronunció las iniciales BB.

Grace volvió al cabo de cinco minutos, con un portafolios en lamano.

– Operación Timbal -dijo-. Finiquitada.

– ¿Dónde está su contenido?

– O destruido o en poder del oficial encargado del caso.

– ¿Cuándo se abrió el expediente?

Grace consultó la etiqueta y luego miró a Vicary.

– Qué extraño -observó-. Según este rótulo, la Operación Timbal se inició en octubre de 1943.

51

Condado de Cambridge (Inglaterra)

Para cuando Scotland Yard atendió la petición de bloqueo de carreteras de Alfred Vicary, Horst Neumann ya había abandonado Londres y rodaba hacia el norte por la A 10. Evidentemente, la furgoneta estaba bien cuidada. Iría por lo menos a noventa y cinco kilómetros por hora y el motor funcionaba como una seda. Los neumáticos tenían una cantidad decente de caucho y se agarraban al suelo sorprendentemente bien. Y contaba con otra virtud de tipo práctico: una furgoneta negra no llamaba la atención entre los demás vehículos comerciales que circulaban por la carretera. Dado que el racionamiento de gasolina hacía poco menos que imposible la circulación de automóviles particulares, cualquiera que condujese uno a aquella hora de la noche tenía muchas probabilidades de que la policía le diese el alto y le interrogara.

La carretera atravesaba un terreno llano en su mayor parte. Neumann conducía inclinado sobre el volante, escudriñando con los ojos entornados el charco de luz que despedían los enfundados faros. Había considerado la conveniencia de retirar el celaje obligado por la norma del oscurecimiento, pero decidió que era demasiado peligroso. Cruzó a toda velocidad pueblos de nombre extraño -Puckeridge, Buntingford-, todos ellos a oscuras, sin una sola luz encendida, sin nadie que se moviera por sus calles o casas. Era como si el tiempo hubiera retrocedido dos mil años. A Neumann no le habría extrañado encontrar una legión romana acampada a la orilla del río Cam.

Más pueblos: Melbourn, Foxton, Newton, Hauxton. Durante su período de formación en la granja de las afueras de Berlín, Neumann había dedicado horas a estudiar los mapas de Gran Bretaña trazados por el servicio oficial de topografía y cartografía. Creía conocer las carreteras y caminos de East Anglia tan bien como la mayoría de los ingleses. Tal vez mejor.

Melbourn, Foxton, Newton, Hauxton.

Se acercaba a Cambridge.

Cambridge representaba problemas. Casi con toda seguridad el MI-5 habría alertado ya a las autoridades policiales de las ciudades y poblaciones importantes. Neumann no consideraba que la policía de los pueblos y aldeas constituyese una gran amenaza. Efectuaban sus rondas a pie o en bicicleta, raramente disponían de coches y las comunicaciones eran tan deficientes que sin duda ni siquiera les habían pasado aviso. Atravesaba con tal rapidez aquellas localidades sumidas en las tinieblas que ningún funcionario policial llegaría realmente a verlo. Las ciudades como Cambridge ya eran otra cosa. Probablemente el MI-5 habría puesto sobre aviso a las fuerzas de policía de Cambridge. Contaban con efectivos suficientes para montar un puesto de control en una ruta como la A 10. Disponían de automóviles y estaban en condiciones de emprender una persecución. Neumann conocía las carreteras y era un conductor capacitado, pero no estaría a la altura de un policía local experto.

Antes de llegar a Cambridge, Neumann se desvió por una pequeña carretera lateral. Rodeó la base de las colinas Gog Magog y se dirigió al norte, bordeando la ciudad por su lado este. A pesar de las negruras impuestas por el oscurecimiento pudo distinguir las torres del Ring y de St. John. Pasó por un pueblo llamado Horningsea, cruzó el Cam y entró en Waterbeach, una localidad a horcajadas sobre la A 10. Condujo despacio por las penumbrosas calles hasta que encontró la principal; no vió ninguna señal indicadora que le dirigiese hacia la A 10, pero supuso que tendría que estar por allí. Dobló a la derecha, se dirigió al norte y al cabo de un momento corría a través de la solitaria llanura de los Fans, de los pantanos.

Los kilómetros se deslizaban con rapidez. Amainó la lluvia, pero en la zona de los marjales nada se interponía entre el paraje donde estaba y el mar del Norte, de forma que el viento sacudía la furgoneta como si fuera un juguete infantil. La carretera corría en paralelo a las orillas del río Gran Ouse, para cruzar luego Southery Ferns. Atravesaron los pueblos de Southery y Hilgay. La siguiente ciudad importante era Downham Market, más pequeña que Cambridge, pero Neumnan supuso que contaba con su propia fuerza de policía y, por lo tanto, representaba una amenaza. Repitió la misma maniobra que había practicado en Cambridge, se desvió por una carretera secundaria y bordeó la ciudad, para volver a desembocar en la A 10 más al norte.

Dieciséis kilómetros más adelante llegó a King’s Lynn, el puerto de la base sureste del Wash y la población más importante de la costa de Norfolk. Neumann abandonó de nuevo la A 10 y tomó por una carretera comarcal del este de la ciudad.

Era una carretera infame -estrecha, de una sola dirección y con un pavimento sin asfaltar en muchos tramos- y que no tardó en adentrarse por un terreno montuoso y arbolado. Detuvo el vehículo y vació dos bidones de gasolina en el depósito. El tiempo iba empeorando a medida que se aproximaban a la costa. A veces, Neumann creía ir a ritmo de marcha a pie. Temió haber cometido un tremendo error al salir de la otra carretera mejor, que estaba actuando con excesiva cautela. Tras más de media hora de pesada conducción llegó a la costa.

Dejó atrás Hampton Sands, cruzó la ría y aceleró por aquel camino. Se sintió aliviado: por fin una carretera conocida. Apareció a lo lejos la casa de Dogherty. Vio la puerta de par en par y el resplandor de una lámpara de queroseno que se movía hacia ellos. Vio a Sean Dogherty, vestido con impermeable y sueste, y con una escopeta al brazo.

A Sean Dogherty no le preocupó que Neumann no llegase a Hunstanton en el tren de la tarde. Neumann le había advertido que era posible que permaneciese en Londres más tiempo de lo acostumbrado. Dogherty decidió esperar el tren de la noche. Salió de la estación y fue a una taberna cercana. Pidió un pastel de patatas y zanahorias, que regó con dos vasos de cerveza ale. Después salió del local y se dio un paseo por los muelles. Antes de la guerra, Hunstanton era un centro turístico y una playa de gran popularidad, porque su situación en la margen oriental del Wash brindaba el espectáculo cotidiano de unas preciosas puestas de sol sobre el mar. Aquella noche, los hoteles eduardianos del complejo estival se encontraban vacíos en su mayor parte, con un aire de desanimado pesimismo bajo la monótona lluvia. La puesta de sol no era más que la postrera claridad grisácea del día que se filtraba tristemente entre nubes de tormenta. Dogherty dejó el puerto y regresó a la estación para esperar la llegada del tren nocturno. Desde el andén, con el cigarrillo en los labios, observó el grupo de pasajeros que se apearon de los vagones. Al comprobar que Neumann no figuraba entre ellos, Dogherty se alarmó.

Condujo de vuelta a Hampton Sands, mientras pensaba en las palabras que pronunció Neumann a principios de la semana. El agente había dicho que tal vez la operación estuviese a punto de concluir, que era posible que tuviese que abandonar Inglaterra y regresar a Berlín. Dogherty pensó: «¿Pero por qué no estaba en ese maldito tren?».

Llegó a la casa y entró. Sentada junto al fuego, Mary le dirigió una mirada furiosa y después subió escaleras arriba. Dogherty encendió la radio. El boletín de noticias captó instantáneamente su atención. Se había emprendido la búsqueda a escala nacional de dos asesinos sospechosos de haber participado en un tiroteo con la policía que tuvo lugar durante la tarde en el sector de Londres conocido como Earl’s Court.

Dogherty subió el volumen mientras el locutor daba la descripción de los dos sospechosos. El primero, sorprendentemente, era una mujer. El segundo, un hombre que encajaba perfectamente con los rasgos físicos de Horst Neumann.