Al cabo de un momento, dijo en tono sosegado:

– Patrick, traeme la carpeta del U-509.

55

Hampton Sands (Norfolk)

Jenny llegó al bosquecillo de pinos de la base de las dunas y se dejó caer, agotada. El instinto la había impulsado a correr desesperadamente, como un animal asustado. Se mantuvo a distancia de la carretera, por los prados y marjales inundados por la lluvia. Le era imposible recordar la cantidad de veces que se cayó durante la carrera. Estaba cubierta de barro, olía a mantillo y a mar. El aguacero y el viento batían su rostro de tal modo que Jenny tenía la impresiónde que se lo abofeteaban. Y tenía frío, más frío del que jamás sintiera en toda su vida. Era como si el impermeable pesara cuatrocientos kilos. Las botas estaban llenas de agua y los pies helados. Se dio cuenta entonces de que había salido de casa sin ponerse calcetines. Cayó sobre las rodillas y las manos, jadeó tratando de llevar aire a los pulmones. Le ardía la garganta y el sabor a óxido le llenaba la boca.

Permaneció quieta unos instantes hasta que recobró el aliento y luego hizo un esfuerzo ímprobo para ponerse en pie y adentrarse por el pinar. Estaba oscuro, tan oscuro que tuvo que avanzar con los brazos extendidos ante sí, como un ciego que caminase a tientas por un sitio que no le era familiar. Se indignó consigo misma por no habérsele ocurrido coger la linterna.

Llenaban el aire el ruido del viento, el batir de las olas al romper en la playa y los chillidos de las aves marinas. Los árboles empezaron a adoptar formas conocidas. Jenny caminaba de memoria, como una persona que anduviera a oscuras por su propia casa.

Los pinos quedaron atrás; el escondite secreto apareció frente a ella.

Descendió por la pendiente y se sentó con la espalda apoyada en una peña. Por encima de ella, los pinos se agitaban a impulsos del viento, pero Jenny estaba al abrigo de sus ráfagas más violentas. Le hubiera gustado encender un fuego, pero el humo sería visible desde bastante distancia. Sacó la caja de debajo del montón de agujas de pino que la cubrían, cogió la vieja manta de lana y se envolvió en ella, bien ajustada en torno al cuerpo.

Empezó a entrar en calor. Luego rompió a llorar. Se preguntó cuánto tendría que esperar antes de ir en busca de ayuda. ¿Diez minutos? ¿Veinte minutos? ¿Media hora? También se preguntó si Mary estaría aún en la casa cuando ella volviese. Y si le habrían hecho daño. Ante sus ojos destelló una rápida visión del cuerpo sin vida de su padre. Sacudió la cabeza e intentó alejar de su recuerdo aquella imagen. Se estremeció y se acurrucó bajo la manta ciñéndola con más fuerza en torno a sí.

Treinta minutos. Esperaría media hora. Entonces no habría ya peligro y podría volver tranquilamente.

Neumann aparcó el final del camino, cogió la linterna del asiento contiguo y se apeó. Encendió la linterna y echó a andar con paso vivo entre los árboles. Subió por las dunas y bajó por el otro lado. Apagó la linterna cuando cruzaba la playa en dirección a la orilla del mar. Al llegar a la franja llana y sólida donde las olas rompían contra la arena emprendió un paso ligero, agachada la cabeza para ofrecer menos resistencia al viento.

Recordó la mañana en que corría por la playa y vio a Jenny emergiendo de las dunas. Volvió a ver en su memoria el aspecto de la muchacha, que parecía haber pasado la noche durmiendo en la playa. Estaba seguro de que Jenny tenía alguna clase de escondrijo cerca, al que iba cuando las cosas se ponían feas en su casa. Estaba asustada, huida y sola. Iría a refugiarse al lugar que mejor conocía, tal como suelen hacer los niños. Neumann llegó al sitio que utilizaba en sus entrenamientos como meta imaginaria, se detuvo allí y luego reanudó la marcha hacia las dunas.

En la ladera contraria encendió la linterna, vio la vereda sembrada de pisadas y siguió por ella. Le condujo a una pequeña depresión, resguardada del viento por los árboles y un par de grandes peñascos. Dirigió el foco de la linterna hacia la hondonada y el rayo de luz cayó sobre el rostro de Jenny Colville.

– ¿Cuál es tu verdadero nombre? -le preguntó Jenny cuando regresaban a la casa de Dogherty.

– Mi verdadero nombre es teniente Horst Neumann.-¿Cómo es que hablas tan bien el inglés?

– Mi padre era inglés y nací en Londres. Mi madre y yo nos trasladamos a Alemania cuando él murió.

– ¿Eres un espía alemán?

– Algo así.

– ¿Qué les pasó a Sean y a mi padre?

– Utilizábamos la radio en el granero de Sean cuando tu padre cargó contra nosotros. Sean intentó detenerle y tu padre lo mató. Catherine y yo matamos a tu padre. Lo siento, Jenny. Todo sucedió muy deprisa.

– ¡Cállate! ¡No quiero que me digas que lo sientes!

Neumann guardó silencio.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Jenny.

– Vamos a marchar costa arriba, hacia el río Humber. Allí abordaremos una barca y navegaremos al encuentro de un submarino.

– Espero que te cojan. Y espero que te maten.

– Yo diría que existen muchas y claras probabilidades de ello.

– ¡Eres un hijo de mala madre! ¿Por qué te enzarzaste por mí en aquella reyerta con mi padre?

– Porque me gustas mucho, Jenny Colville. Te he mentido en todo lo demás, pero eso es cierto. Ahora haz todo lo que te diga y no te sucederá nada. ¿Me entiendes?

Jenny asintió con la cabeza. Neumann dobló hacia la casa de Dogherty. Se abrió la puerta y por ella salió Catherine. Se acercó a la furgoneta, miró al interior y vio a Jenny. Después dirigió la vista hacia Neumann y ordenó en alemán:

– Átala y ponla detrás. Nos la llevaremos. Nunca se sabe cuándo puede venir de perlas un rehén.

Neumann movió la cabeza negativamente y respondió, también en alemán:

– Déjala aquí. No nos va a servir de nada y puede resultar herida.

– ¿Olvidas que tengo un rango superior al tuyo, teniente?

– No, comandante -repuso Neumann, con un matiz de sarcasmo en la voz.

– Muy bien. Pues átala y larguémonos con viento fresco de este maldito lugar dejado de la mano de Dios.

Neumann entró otra vez en el granero, en busca de un trozo de cuerda. Lo encontró, cogió el quinqué y se dispuso a salir. Lanzó una última mirada al cuerpo de Dogherty, tendido en el suelo, cubierto por la vieja arpillera. Neumann no pudo evitar sentirse responsable de la cadena de acontecimientos que desembocaron en la muerte de Sean. Si no se hubiese peleado con Martin, éste no habría ido aquella noche al granero armado con una escopeta. Sean se habría marchado con ellos a Alemania y no estaría tumbado en el suelo de aquel granero, con la mitad del pecho volado. Apagó la lámpara de queroseno, dejó los cadáveres envueltos en la oscuridad, salió del granero y cerró la puerta tras de sí.

Jenny no se resistió, ni le dirigió una sola palabra. Neumann la ató con las manos por delante para que pudiera sentarse con más comodidad. Comprobó los nudos para cerciorarse de que no estaban excesivamente apretados. Luego le ató los pies. Cuando hubo terminado, la llevó a la parte trasera de la furgoneta y la introdujo en el vehículo.

Vertió en el depósito otro bidón de gasolina y arrojó al prado la lata vacía.

Entre la casita de campo y el pueblo no encontraron indicio alguno de vida en todo el camino. Evidentemente, las detonaciones habían pasado inadvertidas en Hampton Sands. Cruzaron el puente, dejaron atrás el chapitel de la iglesia de St. John y continuaronpor la calle mayor, hundida en las tinieblas. Imperaba tal quietud en el lugar que lo mismo podían haberlo evacuado.

Sentada junto a Neumann, silenciosa, Catherine se dedicó a recargar la Mauser.

Neumann pisó a fondo el acelerador y Hampton Sands desapareció a sus espaldas.

56

Londres

La mirada de Arthur Braithwaite se clavó en la mesa de trazado mientras aguardaba el expediente del U-509. No es que a Braithwaite le hiciese mucha falta aquel historial, creía saber todo lo que había que saber acerca del oficial al mando del submarino y probablemente podría recitar de memoria todas las misiones que el buque había realizado. Sólo deseaba confirmar un par de detalles antes de llamar por teléfono al MI-5.

Los movimientos del U-509 le tenían desconcertado desde varias semanas atrás. El buque parecía estar de patrulla sin rumbo fijo por el mar del Norte, navegando hacia ningún destino en particular, dejando transcurrir largos períodos de tiempo sin ponerse en contacto con el BdU. Cuando lo hacía era para informar de su situación en las proximidades de la costa británica, frente a Spurn Head. Diversas fotografías aéreas lo habían localizado en una estación de submarinos del sur de Noruega. Ninguna observación de superficie, ningún ataque a mercantes o buques de guerra aliados.

Braithwaite pensó: «Así que estás ahí al acecho, dando vueltas sin ninguna misión concreta. Bueno, pues eso no cuela, Kapitänleutnant Hoffman».

Lanzó un vistazo al severo rostro de Donitz y murmuró:

– ¿Por qué ibas a permitir que un estupendo buque en perfectas condiciones y una no menos estupenda tripulación se desaprovechara de esa manera?

El ayudante regresó un momento después con la carpeta pedida.

– Aquí lo tenemos, señor.

Braithwaite no la cogió; en vez de hacerlo, empezó a recitar su contenido.

– El nombre de su capitán es Max Hoffman, si la memoria no me es infiel.

– Exacto, señor.

– Cruz de Caballero en 1942, Hojas de Roble un año más tarde.-Que le impuso el propio Führer en persona.

– Ahora, aquí viene la parte importante. Creo que sirvió en el estado mayor de Canaris en la Abwehr durante un breve espacio detiempo antes de la guerra.

El ayudante hojeó el expediente.

– Sí, aquí está, señor. Hoffman estuvo destinado en el cuartel general de la Abwehr en Berlín del 38 al 39. Cuando estalló la guerra lo trasladaron de nuevo a la Kriegsmarine y le dieron el mando del U-509.

Braithwaite estaba mirando de nuevo la mesa de mapas.

– Patrick, si tuvieses un importante espía alemán que necesitara salir de Gran Bretaña, ¿no preferirías que se hiciera cargo de él y lo trasladara un viejo amigo?

– Desde luego, señor.

– Telefonea al MI-5 y pregunta por Vicary. Me parece que tenemos que charlar un poco.

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