Londres

De pie frente a un mapa de las Islas Británicas de dos metros y cuarenta centímetros de altura, Alfred Vicary bebía té y fumaba un cigarrillo tras otro. Pensó: «Ahora sé cómo tiene que sentirse Adolf Hitler». Sobre la base de la clamada telefónica del comandante Lowe de la estación del Servicio Y de Scarborough, era bastante acertado suponer que los espías trataban de esfumarse de Inglaterra huyendo a bordo de un submarino. Pero a Vicary se le planteaba un problema tan sencillo como serio. Sólo tenía una vaga idea del cuándo e incluso una todavía más vaga idea del dónde.

Daba por sentado que los espías tenían que llegar al submarino antes del alba; para el sumergible sería demasiado peligroso permanecer en la superficie cerca de la costa después de las primeras luces del día. Era posible que el submarino dispusiera de una lancha neumática en la que una partida de desembarco llegase a la orilla -así fue como la Abwehr introdujo en Gran Bretaña a muchos agentes-, pero Vicary dudaba de que lo intentasen en aquella ocasión, ya que la mar estaba más que picada. Robar una barca tampoco era tan sencillo como pudiera parecer. La Armada Real se había incautado de casi todo lo que se encontraba en condiciones de mantenerse a flote. La pesca en el mar del Norte se había reducido mucho a causa de la enorme cantidad de minas sembradas en las aguas costeras. Un par de espías fugitivos tendrían enormes dificultades para encontrar a corto plazo una embarcación adecuada, sobre todo con la tormenta y el oscurecimiento complicando las cosas.

Pensó: «Quizá los espías cuentan ya con una barca».

La cuestión más peliaguda era el dónde. ¿Desde qué punto de la costa zarparían? Vicary contempló el mapa. El Servicio Y no pudo precisar la localización exacta del transmisor. Todo lo más que podía hacer Vicary, en plan orientativo, era optar por el centro de la amplia zona que se le había dado. Deslizó el dedo por el mapa hasta llegar a la costa de Norfolk.

Sí, eso era lógico. Vicary conocía el horario de sus trenes. Un agente podría ocultarse en uno de los pueblos del litoral y plantarse en Londres en tres horas, desde Hunstanton, utilizando el servicio ferroviario directo.

Vicary supuso que dispondrían de un buen vehículo y combustible en abundancia. Ya habían recorrido una distancia sustancial desde Londres y, dada la numerosa presencia de agentes de la ley en los ferrocarriles, tuvo la certeza virtual de que no lo hicieron viajando en tren.

Pensó: «Entonces, ¿qué distancia pueden recorrer desde la costa de Norfolk antes de subir a una embarcación y lanzarse mar adentro?».

Probablemente el submarino no se acercaría a la costa hasta situarse a menos de unas cinco millas. Para los espías cubrir esas cinco millas les representaba una hora de navegación, seguramente más. Si el submarino debía sumergirse con las primeras claridades de la aurora, los espías tendrían que zarpar hacia las seis de la mañana, lo más tarde, para contar con ciertas garantías. El mensaje se radió a las diez de la noche. Eso les dejaba un margen potencial de ocho horas al volante. ¿Qué distancia podrían recorrer en ese tiempo? Teniendo en cuenta las condiciones meteorológicas, el oscurecimiento y las deficientes condiciones de las carreteras, de ciento sesenta a doscientos cuarenta kilómetros.

Vicary observó el mapa, abatido. Aún quedaba una enorme extensión de costa británica, que se iba desde el estuario del Támesis, por el sur, hasta el río Humber, por el norte. Sería poco menos que imposible cubrirla toda. El litoral estaba salpicado de pequeños puertos, muelles y aldeas de pescadores. Vicary había pedido a todas las fuerzas de policía locales que destinasen todos los hombresque pudieran a la cobertura de sus distritos. El mando costero de la RAF había accedido a realizar misiones aéreas de búsqueda en cuanto asomaran las primeras luces, a pesar incluso de que Vicary temía que para entonces ya fuera demasiado tarde. Corbetas de la Armada Real vigilaban la posible aparición de pequeñas embarcaciones, aunque resultaba prácticamente imposible localizarlas en aquel mar y en una noche lluviosa y sin luna. De no contar con alguna otra pista -una segunda señal de radio interceptada o un avistamiento- escasísimas eran las esperanzas de atraparlos.

Repicó el teléfono.

– Vicary.

– Aquí, el comandante Arthur Braithwaite, de la Sala de Rastreo de Submarinos. Al llegar hoy a mi puesto de servicio he visto su alerta y creo que puedo prestarle una ayuda interesante.

– La Sala de Rastreo de Submarinos dice que, desde hace unos quince días, el U- 509 ha estado entrando y saliendo en nuestras aguas, frente a la costa del condado de Lincoln -anunció Vicary. Boothby había bajado a compartir con Vicary la vela ante el mapa-. Si volcamos sobre Lincolnshire nuestros hombres y recursos, es posible que contemos con buenas probabilidades de detenerlos.

– Queda una barbaridad de línea costera por cubrir,

Vicary volvía a tener la vista clavada en el mapa.

– ¿Cuál es la ciudad más importante de ahí arriba?

– Grimsby, diría yo.

– Qué apropiada… Grimsby. ¿Cuánto tiempo cree que tardarían en llevarme allí?

– La sección de transporte puede encargarse de trasladarte, pero eso llevaría horas.

Vicary hizo una mueca. La sección de eso transporte reservaba unos cuantos vehículos para casos como aquel. Disponía de conductores expertos, especializados en persecuciones a gran velocidad; un par de ellos habían competido antes de la guerra en carreras de automóviles para profesionales. Vicary pensaba que tales pilotos, si bien brillantes, eran demasiado temerarios. Recordaba la noche en que atrapó a aquel espía de la playa de Cornualles; recordaba la loca carrera a toda marcha, a través de la negra noche cómica, en la parte trasera de un Rover trucado, sin dejar de rezar pidiendo a Dios vivir lo suficiente para llevar a cabo el arresto.

– ¿Y un avión? -dijo Vicary.

– Estoy seguro de que podría conseguir que la RAF te llevara. Hay una pequeña base de caza en los aledaños de Grimsby. Podrían ponerte allí en cuestión de una hora y podrías utilizar la base como puesto de mando. ¿Pero has echado un vistazo por la ventana últimamente? Hace una noche de perros para volar.

– Ya lo sé, pero estoy seguro de que los resultados serían mejores si coordinase la búsqueda allí, sobre el terreno. -Vicary se apartó del mapa y miró a Boothby-. También se me ha ocurrido otra cosa. Si conseguimos detenerlos antes de que envíen su mensaje a Berlín, tal vez yo pueda enviarlo por ellos.

– ¿Imaginas algo que explique su decisión de huir de Londres y que refuerce la credibilidad de Timbal?

– Exactamente.

– Bien pensado, Alfred.

– Quisiera llevar conmigo a un par de hombres: Roach, Dalton si está en condiciones.

Boothby vaciló.

– Creo que deberías llevarte a otra persona.

– ¿A quién?

– A Peter Jordan.

– ¡Jordan!

– Míralo desde el otro lado del espejo. Si Jordan se ha visto engañado y traicionado, ¿no desearía estar allí al final para presenciar el óbito de Catherine Blake? Yo creo que sí. De estar en su piel, a mí me encantaría ser el que apretase el gatillo. Y los alemanes tienen que pensar eso también. Hemos de intentar algo que pueda hacerlos creer en la ilusión de Timbal.

Vicary pensó en la carpeta vacía del expediente del Registro. Sonó otra vez el teléfono.

– Vicary.

Era una de las operadoras del departamento.

– Tengo una conferencia interurbana del comisario jefe Perkin de la policía de King’s Lynn, de Norfolk. Dice que es muy urgente.

– Pásamela.

Hampton Sands era demasiado pequeño y tranquilo, y estaba demasiado aislado para tener policía propio. Lo compartía con otros cuatro pueblos de la costa: Holme, Thornton, Titchwell y Brancaster. El policía era un hombre llamado Thomasson, un guardia veterano que llevaba de servicio en la costa de Norfolk desde la última guerra. Thomasson vivía en la casa-cuartelillo de la policía y, como lo necesitaba por sus funciones, disponía de teléfono.

Ese teléfono había sonado una hora antes, despertando a Thomasson, a su esposa y a Rags , su perro de muestra inglés. La voz del otro extremo de la línea era la del comisario jefe Perkin, de King’s Lynn. El comisario jefe informó a Thomasson de la llamada telefónica urgente que había recibido de la Oficina de Guerra de Londres, mediante la cual se le solicitó la colaboración de las fuerzas policiales locales en la búsqueda de dos fugitivos sospechosos de asesinato.

Diez minutos después de recibir la llamada telefónica, Thomasson salía por la puerta de su casita, con su capa azul impermeable, su sombrero sueste de barboquejo atado bajo la barbilla y el termo de té dulce que Judith, su esposa, le había preparado rápidamente. Sacó la bicicleta del cobertizo de detrás de la casa y partió hacia el centro del pueblo. Rags, que siempre acompañaba a su amo en las rondas, trotaba ágilmente tras él.

Thomasson andaba por los cincuenta y cinco años. No fumaba, en muy raras ocasiones probaba el alcohol y treinta años de ciclismo por los ondulados caminos de la costa de Norfolk le habían proporcionado una fortaleza y una forma física envidiables. Sus robustas y musculosas piernas le daban a los pedales con soltura, impulsando hacia Brancaster la pesada bicicleta de hierro. Como había supuesto, una quietud mortal reinaba en el pueblo. Podía llamar a unas cuantas puertas y despertar a unas cuantas personas, pero conocía a todos los vecinos de la localidad y sabía que ninguno de ellos iba a dar cobijo a asesinos fugitivos. Hizo un recorrido por las silenciosas calles y luego se desvió hacia la carretera de la costa y pedaleó rumbo al pueblo siguiente, Hampton Sands.

La casita de campo de los Colville estaba a unos cuatrocientos metros de la población. Todo el mundo conocía la vida y milagros de Martin Colville. Su esposa lo había abandonado, el hombre bebía más de la cuenta y a duras penas arrancaba a su pequeña granja lo mínimo para sobrevivir. Thomasson sabía que Colville era demasiado duro con su hija, Jenny. Sabía también que Jenny pasaba buena parte de su tiempo en las dunas; Thomasson encontró las cosas de la joven cuando algunos habitantes de la comarca se quejaron de los supuestos gitanos que vivían en la playa. El policía hizo un alto, se bajó de la bicicleta y enfocó su linterna sobre la casa de Colville. Estaba a oscuras y por la chimenea no salía humo.