La primera vez, Vicary sólo oyó a Jordan. A unos metros del estadounidense, le daba cortésmente la espalda, mientras miraba el fuego.

– Escucha, lamento no haber tenido ocasión de llamarte antes. He estado atareadísimo. Pasé fuera de la ciudad un día más de lo que había previsto y allí no tenía modo alguno de llamar.

Silencio, mientras ella le dice que no tiene por qué disculparse.

– Te he echado mucho de menos. No he dejado un momento depensar en ti durante todo el tiempo que he estado ausente.

Silencio, mientras ella le dice que también le echa de menos terriblemente y que no ve el momento de volver a estar con él.

– También yo estoy deseando verte. La verdad es que te llamo precisamente por eso. He reservado una mesa para nosotros dos en el Mirabelle. Espero que no tengas ningún compromiso para almorzar.

Silencio, mientras ella le dice que le parece maravilloso.

– Estupendo. Nos encontraremos allí a la una.

Silencio, mientras ella le dice cuánto le adora.

– Yo también te quiero, tesoro.

Jordan estaba tranquilo cuando la llamada acabó. Al observarle, Vicary se acordó de Karl Becker y del mal talante que se apoderaba de él cada vez que Vicary le obligaba a enviar un mensaje de Doble Cruz. Mataron el resto de la mañana jugando al ajedrez. Jordan basaba su partida en un juego de precisión matemática; Vicary, iba por la vía del engaño y el subterfugio. Mientras jugaban, de la planta baja ascendía el ruido de las bromas de los vigilantes y el tableteo de las mecanógrafas en la sala de operaciones. Jordan cobró tal ventaja que, ante la inminente y lamentable derrota, Vicary abandonó.

A mediodía, Jordan fue a su habitación y se puso el uniforme. A las 12.15, salió por la puerta trasera de la casa y subió a la parte posterior de una furgoneta del departamento. Vicary y Hany ocuparon sus puestos en la sala de operaciones, mientras trasladaban a Jordan por Park Lane, a toda máquina, como si se tratara de un prisionero de alta peligrosidad. Lo condujeron a través de una puerta trasera, aislada, de la sede de la JSFEA en la calle de Blackburn. Durante los siguientes seis minutos, ningún miembro del equipo de Vicary lo vio.

Jordan salió a las 12.35 por la puerta frontal de la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada. Cruzó la plaza, con una cartera encadenada a la muñeca, y desapareció al franquear otra puerta. Esa vez su ausencia duró diez minutos. Cuando reapareció,ya no llevaba la cartera. Desde la plaza de Grosvenor se dirigió a pie a la calle South Audley y de ésta pasó a la calle Curzon. Durante el paseo le siguieron tres de los mejores vigilantes del departamento: Clive Roach, Tony Blair y Leonard Reeves. Ninguno de ellos percibió indicio alguno de que Jordan estuviese sometido a vigilancia por parte del enemigo.

Jordan llegó al Mirabelle a las 12.55. Aguardó fuera, tal como Vicary le había aleccionado. A la una en punto, un taxi frenó, se detuvo delante del restaurante y de él se apeó una mujer alta y atractiva. Ginger Bradshaw, el mejor fotógrafo de vigilancia del departamento, estaba agazapado en la parte posterior de una furgoneta de la división aparcada junto al bordillo de la acera de enfrente; mientras Catherine tomaba la mano de Peter Jordan y le besaba en la mejilla, Bradshaw disparó la cámara seis veces en rápida sucesión.

Se trasladó la película a toda velocidad a West Halkin Street y las fotos reveladas y ampliadas las tuvo Vicary en la sala de operaciones en el momento en que Jordan y Catherine acababan de terminar de comer.

Cuando hubo concluido, Blair confesaría que fue culpa suya; Reeves dijo que no, que era de él. Al ser el veterano del trío, Roach recabó para sí toda la responsabilidad. Los tres se mostraron de acuerdo en que la mujer estaba un peldaño por encima de cualquier otro agente alemán al que hubieran seguido nunca: el mejor, sin excepción. Y si ellos hubieran cometido un error, acercarse demasiado, seguramente se habrían quemado los dedos.

Tras salir del Mirabelle, Catherine y Peter caminaron juntos de vuelta a la plaza de Grosvenor. Se detuvieron en la esquina suroeste de la plaza y conversaron durante un par de minutos. Ginger Bradshaw tomó varias fotografías más, incluida la de su breve beso de despedida. Cuando Jordan se alejó, Catherine llamó a un taxi y subió a él. Blair, Roach y Reeves saltaron al interior de la furgoneta y siguieron al taxi que, en dirección este, rodó hacia Regent Street. El taxi torció luego al norte, hasta la calle Oxford, donde Catherine pagó al taxista y se apeó.

Posteriormente, Roach declararía que la marcha de Catherine por Oxford Street fue la más asombrosa demostración de habilidad peatonal que había visto en su vida. La mujer se detuvo ante una docena de escaparates. Giró en redondo y volvió sobre sus pasos en dos ocasiones, una de ellas con tal rapidez que Blair tuvo que lanzarse de cabeza al interior de un bar para quitarse de en medio. En Tottengham Court Road bajó al metro y compró un billete para Waterloo. Roach y Reeves se las arreglaron para abordar el mismo tren que ella: Roach a unos seis metros de la mujer, en elmismo vagón, y Reeves en el siguiente. Cuando se abrieron las puertas en Leicester Square, Catherine permaneció inmóvil, como si fuera a continuar; luego, de súbito, se levantó del asiento y saltó al andén. Para seguir tras ella, Roach tuvo que forcejear con las puertas que, al cerrarse, amenazaban con estrujarle. Reeves se quedó en el tren; fuera de juego.

Catherine se mezcló con la gente que subía por la escalera y Roach la perdió momentáneamente. Cuando llegó al nivel de la calle, Catherine atravesó velozmente Charing Cross Road, se metió por la boca del metro y bajó de nuevo a la estación de la plaza de Leicester.

Roach juraría que la vio subir a un autobús que esperaba en la parada y se pasó el resto de la tarde reprochándose el haber cometido un error tan estúpido. Cruzó la calle a la carrera y cogió el autobús en marcha, en el momento en que se apartaba del bordillo. Diez segundos después se dio cuenta de que se había equivocado de mujer. Se apeó en la parada siguiente y telefoneó a West Halkin Street para informar a Vicary que la mujer les había dado esquinazo.

– Es la primera vez que Clive Roach pierde a un agente alemán -dijo Boothby, cuando aquella tarde, en su oficina, leyó con ojos fulgurantes el informe del seguimiento. Alzó la cabeza y miró a Vicary-. Ese hombre seguiría a un mosquito a través de Hampstead Heath.

– Es el mejor. Lo que pasa es que ella es condenadamente buena.

– Mira esto: taxi, largo trayecto para ver si la siguen, luego baja al metro, donde saca billete para una estación y después se apea en otra.

– Es extraordinariamente cuidadosa. Por eso no hemos llegadoa cogerla.

– Hay otra explicación, Alfred. Puede que detectase al perseguidor.

– Lo sé. Ya he pensado en esa posibilidad.

– Y si tal es el caso, toda la operación salta hecha pedazos antes incluso de empezar. -Boothby golpeó con los dedos el maletín metálico que contenía la primera remesa de material de la Operación Timbal -. Si ella sabe que está sometida a vigilancia, lo mismo podemos publicar el secreto de la invasión en el Daily Mail bajo un maldito titular tipo «catastrófico». Los alemanes sabrán que estamos engañándolos. Y si saben que les estamos engañando, sabrán también dónde está lo contrario a la verdad.

– Roach está convencido de que ella no le descubrió. -¿Dónde está ahora la mujer?

– En su piso.

– ¿A qué hora se supone que ha de encontrarse con Jordan? -A las diez, en casa de Jordan. Él le dijo que esta noche trabajaría hasta muy tarde.

– ¿Qué impresión ha sacado Jordan?

– Dice que no apreció ningún cambio en la conducta de ella, ningún síntoma de nerviosismo o tensión. -Vicary hizo una pausa-. Es bueno, nuestro capitán de fragata Jordan, condenadamente bueno. Si no fuese un excelente ingeniero, sería un espía maravilloso.

Boothby golpeteó el maletín metálico con su grueso dedo índice.

– Si detectó el seguimiento, ¿por qué está sentada en su piso? ¿Por qué no ha emprendido la huida?

– Quizá desea ver lo que hay en ese maletín -sugirió Vicary.

– Aún no es demasiado tarde, Alfred. No tenemos por qué seguir con esto. Podemos arrestarla ahora mismo e idear algún otro modo de reparar el daño.

– Creo que eso sería un error. No conocemos a ningún otro agente de la red e ignoramos cómo se comunican con Berlín.

Boothby chocó los nudillos contra el maletín metálico.

– No has preguntado qué hay dentro de esta cartera, Alfred.

– No me apetece escuchar otra conferencia acerca de la necesidad de saber.

Boothby emitió una risita entre dientes y dijo:

– Muy bien. Vas aprendiendo. No necesitas saber esto, pero puesto que la idea brillante ha sido tuya, voy a decírtelo. La Comisión Veinte quiere convencerlos de que Mulberty es en realidad un complejo antiaéreo que se situará a cierta distancia de la costa de Calais. Las unidades Fénix tienen ya alojamientos para la dotacióny baterías artilleras, de forma que la escenografía está dispuesta. Sólo han tenido que alterar ligeramente los dibujos.

– Perfecto -manifestó Vicary.

– Tienen en la imaginación algunos bocetos suplementarios que contribuirán a hacerles tragar el engaño mediante otros canales. De los mismos se te informará cuando sea necesario.

– Comprendo, sir Basil

Permanecieron sentados en silencio durante unos momentos, cada uno examinando su propio punto en los paneles que recubrían la pared.

– Esto es cosa tuya, Alfred -dijo Boothby-. Esta parte de la operación la diriges tú. Recomiendes lo que recomiendes, te respaldaré.

Vicary pensó: «¿por qué tengo la sensación de que se me está sopesando para la caída?». La oferta de apoyo de Boothby no le consolaba lo más mínimo. Al primer signo de dificultades, Boothby se apresuraría a refugiarse en la madriguera que tuviese más a mano. Lo más fácil sería detener a Catherine Blake y hacer las cosas al modo de Boothby: tratar de convertirla en agente doble y obligarla a colaborar con ellos. Vicary seguía convencido de que eso no iba a dar resultado, de que el único modo de expedir el material de Doble Cruz directamente a través de ella era hacerlo sin que Catherine lo supiese.

– Recuerdo que hubo una época en que los hombres no tenían que tomar decisiones de este tipo -articuló Boothby melancólicamente-. Si adoptamos la determinación equivocada, muy bien podríamos perder la guerra.