Himmler dio media vuelta y se alejó bruscamente. Vogel se quedó solo, tiritando en medio del intenso frío.

– No tienes buen aspecto -comentó Canaris, cuando Vogel volvió al coche-. Es lo que normalmente me pasa a mí después de las conversaciones con el avicultor. Sin embargo, he de admitir que lo disimulo mejor que tú.

Hubo una serie de arañazos en la parte lateral del automóvil. Canaris abrió la portezuela y los perros saltaron dentro del vehículo, y tras un breve correteo se aposentaron a los pies de Vogel. Canaris aplicó los nudillos al cristal de separación. Se puso en marcha el motor y las ruedas hicieron crujir la nieve al aplastarla camino de la puerta. Vogel notó que le inundaba el alivio a medida que iba retrocediendo el resplandor de las luces del recinto y se adentraban por la oscuridad del bosque.

– El pequeño cabo estaba muy orgulloso de ti esta noche, Kurt -dijo Canaris, con desprecio en la voz-. ¿Y qué hay de Himmler? ¿Me clavaste la daga durante el paseíto a la luz de la luna?

– Herr almirante…

Canaris se inclinó y apoyó la mano en el brazo de Vogel. En sus ojos azul hielo había una expresión que Vogel no había visto hasta aquel momento.

– Ten cuidado, Kurt -aconsejó-. Estás metido en un juego peligroso. Un juego muy peligroso.

Dicho eso, Canaris se echó hacia atrás, cerró los ojos y se quedó dormido de inmediato.

39

Londres

A la operación le aplicaron a toda prisa el nombre en clave de Timbal. Vicary ignoraba quién y por qué eligió ese nombre. El asunto era demasiado complejo y delicado para llevarlo desde su atestado despacho de la calle St. James, así que Vicary se procuró para el puesto de mando una majestuosa casa georgiana en la calle West Halkin. El salón se convirtió en sala de operaciones, con teléfonos adicionales, equipo inalámbrico y un mapa metropolitano de Londres, a gran escala, clavado con chinchetas en la pared. La biblioteca del primer piso se transformó en despacho para Vicary y Harry. Había una entrada en la parte de atrás, destinada a los vigilantes, y una despensa bien provista de víveres. Las mecanógrafas se encargaban voluntariamente de guisar, y al llegar a la casa a primera hora de la tarde, Vicary se veía asaltado por el aroma de las tostadas con panceta y del estofado de cordero que hervía en la cocina.

Un vigilante le acompañó escaleras arriba a la biblioteca. En la chimenea ardía un fuego de carbón; el aire era seco y cálido. Se quitó el empapado impermeable, lo colgó de una percha y colgó la percha del gancho de detrás de la puerta. Una de las chicas le había dejado una tetera llena y Vicary se sirvió una taza de té. Estaba exhausto. Después del interrogatorio de Jordan había dormido mal, y su esperanza de descabezar un sueñecito en el coche durante el trayecto de regreso la tiró por tierra Boothby, al sugerir que volvieran juntos para poder así aprovechar el tiempo charlando por el camino.

La dirección de Timbal la llevaba Boothby. Vicary se encargaría de Jordan y sería responsable de mantener a Catherine Blake bajo vigilancia. Al mismo tiempo, trataría de descubrir al resto de los agentes de la red, así como sus medios de comunicación con Berlín. Boothby seria el enlace con la Comisión Veinte, grupo interdepartamental que supervisaba todo el aparato de Doble Cruz, denominado así porque el símbolo de la doble cruz y el veinte en números romanos son lo mismo: XX. Boothby y la Comisión Veinte crearían los documentos falsos destinados a la cartera de Jordane integrarían Timbal en el resto de Doble Cruz y Guardaespaldas. Vicary no hizo preguntas acerca de la naturaleza de la información engañosa, y Boothby no le explicó nada sobre ella. Vicary comprendió lo que eso significaba. Él había descubierto la existencia de la nueva red alemana y rastreado la fuga hasta llegar a Jordan. Pero ahora se veía apartado y reducido a un papel de simple apoyo. Basil Boothby estaba al mando de todo.

– ¡Bonito cuchitril! -alabó irónicamente Harry, al entrar en la habitación. Se sirvió una taza de té y se calentó la espalda acercándola a la chimenea-. ¿Dónde está Jordan?

– Arriba, durmiendo.

– Capullo cabrón -dijo Harry, en voz baja.

– Ahora es nuestro capullo cabrón, Harry, no lo olvides. ¿Qué has conseguido?

– Huellas dactilares.

– ¿Cómo?

– Huellas dactilares, huellas dactilares latentes de alguien que no es Peter Jordan. El estudio está sembrado de ellas. Las hay en la mesa y en la parte exterior de la caja fuerte. Jordan dice que a la mujer de la limpieza no se le permitía entrar allí. Por lo tanto, tenemos que dar por supuesto que esas huellas dactilares latentes son de Catherine Blake.

Vicary meneó la cabeza lentamente.

– La casa de Jordan está a punto para la operación -continuó Harry-. Hemos instalado allí tantos micrófonos que uno puede oír la ventosidad de un ratón. Hemos desalojado a la familia de la casa de enfrente y establecido allí un puesto de vigilancia. La vista es perfecta. A toda persona que se acerque a la casa de Jordan se le tomará la correspondiente foto.

– ¿Qué hay de Catherine Blake?

– Hemos rastreado su número de teléfono hasta localizarlo en un piso de Earl’s Court. Hemos ocupado otro piso en el edificio delotro lado de la calle.

– Buen trabajo, Harry.

Harry miró a Vicary durante largos segundos, para decir al final:

– No lo tomes a mal, Alfred, pero tienes un aspecto de todos los infiernos.

– No me acuerdo de cuándo fue la última vez que dormí un poco. ¿Qué es lo que te mantiene a ti en marcha?

– Un par de benzedrinas y diez cuartillos de té.

– Voy a ver si tomo un bocado. Luego intentaré echar un sueñecito. ¿Y tú?

– La verdad es que tengo planes para la noche.

– ¿Grace Clarendon?

– Me propuso cenar con ella. Pensé en sacarle partido a la oportunidad. No creo que tenga mucho tiempo libre en las próximas semanas.

Vicary se puso en pie y se sirvió otra taza de té.

– Harry, no quiero aprovecharme de tus relaciones con Grace, pero me pregunto si podría hacerme un favor. Me gustaría que echase un vistazo a un par de nombres del Registro, a ver qué surge.

– Se lo preguntaré. ¿Qué nombres son esos?

Vicary cruzó la estancia con su taza de té en la mano y se situó frente al fuego, junto a Harry.

– Peter Jordan, Walker Hardegen y alguien o algo llamado Broome.

A Grace no le gustaba comer antes de hacer el amor. Mas tarde, Harry estaba tendido en la cama, fumando un cigarrillo y escuchando a Glenn Millar en el gramófomo y los ruidos que producía Grace mientras preparaba la cena en la pequeña cocina. La mujer volvió al dormitorio diez minutos después. Se cubría con una bata, atada sin apretar en torno al delgado talle, y llevaba una bandeja con la cena: sopa y pan. Harry se sentó, reclinado contra el cabecero, y Grace se apoyó en la tabla de los pies de la cama. La bandeja quedaba entre ellos. Grace le tendió un cuenco de sopa. Era casi medianoche y ambos tenían hambre. A Harry le encantaba contemplarla. El modo en que parecía disfrutar de aquella comida sencilla. El modo en que la bata se abría para revelar su cuerpo tenso, perfecto.

Grace se percató de que la estaba mirando y preguntó:

– ¿En qué piensas, Harry Dalton?

– Pensaba en lo mucho que deseo que esto no acabe nunca. Pensaba en lo mucho que deseo que todas las noches de mi vida sean como ésta.

La expresión de Grace se tornó grave; era absolutamente incapaz de disimular sus emociones. Cuando era feliz, su rostro parecía iluminarse. Cuando se enfurecía, sus ojos verdes fulguraban. Y cuando estaba triste, como en aquel momento, su cuerpo se ponía rígido.

– No debes decir cosas como esas, Harry. Va contra las reglas.

– Sé que va contra las reglas, pero es la verdad.

– A veces es mejor guardarse la verdad para uno mismo. Si no la expresas en voz alta, no hace tanto daño.

– Grace, creo que estoy enamorado…

Ella dejó caer la cuchara ruidosamente contra la bandeja.

– ¡Por Dios, Harry! ¡No digas eso! Te las arreglas para que esto sea condenadamente duro. Primero dices que no puedes verme más porque te sientes culpable y ahora me vienes con que estás enamorado de mí.

– Lo siento, Grace. No es más que la verdad. Creía que siempre podíamos decirnos la verdad el uno al otro.

– Está bien, aquí tienes la verdad. Estoy casada con un hombre maravilloso, que me importa mucho y al que no deseo hacer daño.Pero me he enamorado perdidamente de un detective convertido en cazador de espías llamado Harry Dalton. Y cuando esta maldita guerra acabe, tengo que renunciar a él. Y eso duele como el infierno cada vez que me pongo a pensar en ello. -Se le llenaron los ojosde lágrimas-. Y ahora, cállate, Harry, y tómate la sopa. Por favor. Hablemos de otra cosa. Me he pasado todo el día en ese insípido Registro con Jago y su miserable pipa. Quiero saber qué está pasando en el resto del mundo.

– Muy bien. Tengo un favor que pedirte.

– ¿Qué clase de favor?

– Un favor profesional.

Grace le dirigió una sonrisa pérfida.

– Maldita sea. Confiaba en que fuese un favor sexual.

– Necesito que busques un par de nombres en el índice del Registro. Mira a ver si sale algo.

– Claro, ¿qué nombres son?

Harry se lo dijo.

– Bueno. Veré lo que encuentro.

Acabó la sopa, se echó hacia atrás y observó a Harry mientras concluía también su ración. Cuando el hombre acabó, Grace recogió la loza y los cubiertos en la bandeja y depositó ésta en el suelo, al lado de la cama. Apagó la luz y encendió una vela en la mesita de noche. Se quitó la bata y le hizo el amor a Harry como nunca se lo había hecho antes: lenta, pacientemente, como si el cuerpo del hombre estuviese fabricado de cristal. Los ojos de Grace no se apartaron un segundo del rostro de Harry. Cuando terminó, Grace se dejó caer hacia adelante sobre el pecho de Harry, inerte y húmedo el cuerpo, y el cálido aliento de su respiración contra la nuca del hombre.

– Querías la verdad, Harry. Esta es la verdad.

– Tengo que ser sincero contigo, Grace. No dolió nada.

Empezó pasados unos minutos de las diez de la mañana siguiente, cuando Peter Jordan, de pie en la biblioteca del primer piso de la casa de Vicary en la calle West Halkin, marcó el número del piso de Catherine Blake. Durante una larga temporada la grabación de aquel diálogo de un minuto gozó del honor de ser la más escuchada de cuantas conversaciones telefónicas había interceptado en toda su historia el Servicio de Seguridad Imperial. El propio Vicary escucharía un centenar de veces aquella maldita plática, buscando defectos como un maestro joyero examina un diamante en busca de imperfecciones. Boothhy hizo lo mismo. Una copia de la grabación se envió por medió de un correo motorizado a la calle St. James, y durante una hora brilló la luz roja encima de la puerta del despacho de sir Basil, mientras éste escuchaba la grabación una y otra vez.