– Créame, no necesita preocuparse de eso.

38

Rastenberg (Alemania)

A Kurt Vogel le molestaba el cuello de la guerrera. Se había puesto el uniforme de la Kriegsmarine por primera vez en más tiempo de lo que podía recordar. Le sentaba muy bien antes de la guerra pero Vogel, como casi todo el mundo, había adelgazado. La guerrera le caía ahora como una chaquetilla de prisionero.

Estaba infernalmente nervioso. Hasta entonces no le habían presentado al Führer; a decir verdad, ni siquiera había estado nunca en la misma habitación que aquel hombre. Personalmente, pensaba que Hitler era un lunático y un monstruo que había llevado a Alemania al borde de la catástrofe. Pero se dio cuenta de que estaba deseoso de conocerle y, por algún motivo inexplicable, quería causarle una buena impresión. Le hubiera gustado tener la voz en mejores condiciones. Encadenó los cigarrillos para calmar los nervios. No había dejado de fumar en todo el vuelo desde Berlín y ahora volvía a fumar en el coche. Al final, Canaris le rogó que dejase de una vez aquel maldito cigarrillo, aunque sólo fuera por los perros. Iban echados a los pies de Vogel como gruesas salchichas, alzada la vista hacia él para mirarle con ojos malévolos. Vogel bajó un par de centímetros el cristal de la ventanilla y arrojó el pitillo hacia los remolinos que formaban los copos de nieve.

El Mercedes oficial se detuvo en el punto de control exterior del Wolfschanze de Hitler. Cuatro guardias de las SS se abalanzaron sobre el automóvil, abrieron el capó y el maletero y utilizaron espejos para revisar los bajos. Los hombres de las SS agitaron los brazos, indicándoles que siguieran adelante, y el coche recorrió ochocientos metros en dirección al recinto. Aunque la tarde estaba bastante avanzada, el suelo del bosque brillaba con la luz blanca de los arcos voltaicos. Guardias con perros alsacianos patrullaban por los senderos.

El automóvil se detuvo a la entrada del perímetro y los hombres de las SS se aprestaron a la revista. Esa vez, la inspección de personal. Se les ordenó que salieran del coche y los registraron. A Vogel no dejó de impresionarle ver a Wilhelm Canaris, jefe del servicio de información alemán, de pie, manos arriba, mientras un miembro de las SS le cacheaba a conciencia como si fuese un borrachín de cervecería.

Un guardia exigió ver la cartera de Vogel, que se la entregó de mala gana. Contenía las fotos del documento aliado y el análisis que de él hiciera a toda prisa el personal técnico de la Abwehr en Berlín. El miembro de las SS introdujo su mano enguantada en la cartera. La retiró a continuación y devolvió la cartera a Vogel, satisfecho al comprobar que no llevaba armas ni explosivos.

Vogel se reunió con Canaris y juntos caminaron sin pronunciar palabra hacia la escalera que conducía al búnker. Vogel había dejado en Berlín dos fotografías, guardadas bajo llave en sus archivadores: las fotografías de la nota. La mano era de Catherine; Vogel reconoció la cicatriz dentada de la base del pulgar. Era un dilema. ¿Acceder a sus deseos y sacarla de Gran Bretaña o dejarla en su puesto? Sospechaba que otros iban a tomar la decisión por él.

Otro miembro de las SS aguardaba en lo alto de la escalera, no fuera caso de que los visitantes del Führer se armaran durante el recorrido a través del recinto. Canaris y Vogel se detuvieron y se sometieron a otro registro.

Canaris miró a Vogel y comentó:

– Bienvenido a Campo Paranoia.

Vogel y Canaris fueron los primeros en llegar.

– Aprovecha ahora para fumar, antes de que llegue el avicultor -dijo Canaris.

Vogel se encogió ante la observación; seguramente la habitación estaría llena de micrófonos ocultos. Hojeó los documentos que llevaba para distraerse y superar el síndrome de abstinencia de tabaco.

Vogel vio entrar en el cuarto, uno tras otro, a los hombres más poderosos del Tercer Reich: el Reichsführer SS Heinrich Himmler, el general de brigada Walter Schellenberg, el mariscal de campo Gerd von Rundstedt, el mariscal de campo Erwin Rommel, y Hermann Goering.

Todos se pusieron en pie al entrar Hitler en la estancia, con veinte minutos de retraso. Vestía pantalones gris pizarra y guerrera negra. Se mantuvo en pie después de que todos los demás se sentaran. Vogel le observó, fascinado. Le encanecía el cabello, la piel era cetrina, un círculo rojizo rodeaba sus ojos. Debajo de éstos, la ojeras eran tan pronunciadas que parecían contusiones. Con todo, irradiaba de él una energía intimidatoria. Durante dos horas dominó a todos los demás ocupantes de la habitación mientras dirigía la conferencia sobre los preparativos de la invasión, sondeando, provocando, rechazando información, datos o ideas que consideraba irrelevantes. A Vogel le resultó claro en seguida que Hitler sabía tanto, por no decir más, acerca de la disposición de sus fuerzas en el oeste como sus altos jefes militares. Su atención a los detalles era asombrosa. Quiso saber por qué había en el Paso de Calais tres cañones antiaéreos menos que la semana anterior. Quiso enterarse de la clase precisa de hormigón empleado en las fortificaciones del Muro del Atlántico y el espesor exacto que se vertió.

Por último, al final de la conferencia, se volvió hacia Canaris y dijo:

– Así que me han dicho que la Abwehr ha descubierto ciertos datos nuevos susceptibles de arrojar alguna luz sobre las intenciones del enemigo.

– La verdad es, mi Führer, que la operación fue concebida y ejecutada por el capitán Vogel. Dejaré que sea él quien le informe acerca de sus descubrimientos.

– Estupendo -dijo Hitler-. ¿Capitán Vogel?

Vogel continuó sentado.

– Mi Führer, hace dos días, en Londres, uno de nuestros agentes entró en posesión de un documento. Como ya sabe, hemos descubierto que el enemigo está empeñado en una empresa llamada Operación Mulberry. Sobre la base de estos nuevos documentos, nos encontramos ahora más cerca de averiguar qué es exactamente Mulberry.

– ¿Más cerca? -preguntó Hitler, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia atrás-. ¿Eso significa que todavía están en la fase de las conjeturas, capitán?

– Si me permite continuar, mi Führer…

– Por favor, pero esta noche mi capacidad de paciencia es limitada.

– Sabemos ahora mucho más acerca de las gigantescas estructuras de acero y hormigón que se están construyendo en diversos puntos de Inglaterra. Sabemos ahora que su nombre en clave es Fénix. También sabemos que cuando vaya a producirse la invasión, se las remolcará a través del canal de la Mancha y se hundirán cerca de la costa francesa.

– ¿Que las hundirán? ¿Con qué posible objeto, capitán Vogel?

– Durante las últimas veinticuatro horas, nuestros analistas técnicos se han volcado sobre los documentos que sustrajimos en Londres. Cada una de las unidades sumergibles lleva alojamientos para la dotación y una pieza antiaérea de gran calibre. Es posible que el enemigo esté proyectando la creación de un enorme complejo antiaéreo costero destinado a proporcionar cobertura suplementaria para sus tropas durante la invasión.

– Es posible -convino Hitler-. ¿Pero por qué tomarse tantas molestias para construir una instalación antiaérea? Todas las evaluaciones que me han dado indican que los británicos sufren una desesperada escasez de materias primas: acero, cemento, aluminio. Llevan meses diciéndomelo. Churchill ha llevado a Gran Bretaña a la ruina con esta guerra insensata. ¿Por qué derrochar preciosos suministros en semejante proyecto? -Hitler volvió la cabeza para lanzar una mirada colérica a Goering-. Además, mucho me temo que debemos dar por sentado que el enemigo disfrutará de la supremacía aérea durante la invasión.

Hitler se dirigió de nuevo a Vogel.

– ¿Tiene una segunda teoría, capitán Vogel?

– Así es, mi Führer. Es una opinión secundaria, muy preliminar y, pese a todo, sujeta a un sinfín de interpretaciones.

– Oigámosla -apremió Hitler, brusco.

– Uno de nuestros analistas cree que las unidades sumergibles pueden ser parte de alguna clase de puerto artificial, un ingenio que podría construirse en Gran Bretaña, remolcarse a través del Canal e instalarse frente a la costa francesa durante las horas iniciales de la invasión.

Intrigado, Hitler paseaba de nuevo por la habitación.¿Un puerto artificial? ¿Es posible tal cosa?

Himmler se aclaró la garganta suavemente.

– Tal vez sus analistas han interpretado mal la información aportada por el agente, capitán Vogel. Un puerto artificial me suena a mí a algo más bien inverosímil.

– No, herr Reichsführer -terció con contundencia Hitler. Creo que es posible que el capitán Vogel tenga algo importante. -El Führer recorrió la estancia con violentos andares-. ¡Un puerto artificial! ¡Imaginen la arrogancia, la audacia de semejante proyecto! Impresas encima de todo eso veo las huellas dactilares de ese locode Churchill.

– Mi Führer -articuló Vogel, vacilante-, un puerto artificial no es más que una posible explicación para esas unidades de hormigón. Yo me lo pensaría dos veces antes de poner demasiado énfasis en esos descubrimientos iniciales.

– No, capitán Vogel, me intriga esa teoría suya. Pasemos al siguiente nivel, sólo en bien del argumento. Si el enemigo se ha embarcado de verdad en un intento de construir algo tan complicado como un puerto artificial, ¿dónde lo colocaría? Usted primero, VonRundstedt.

El anciano mariscal se levantó, fue hacia el mapa y dio unos golpecitos en él con su bastón.

– Si uno estudia el fracasado asalto enemigo sobre Dieppe en 1942, puede sacar valiosas enseñanzas. El principal objetivo del enemigo era apoderarse y abrir lo antes posible un puerto importante. El enemigo falló, naturalmente. El problema es éste: al enemigo le consta que le impediremos utilizar los puertos durante el máximo de tiempo que nos sea posible y que, antes de rendírselos, las inutilizaremos. Supongo que es posible que el enemigo esté construyendo en Gran Bretaña instalaciones que le permitan reabrir los puertos con mayor rapidez. Eso me parece lógico. Aunque tal sea el caso -y subrayo que el capitán Vogel y sus colegas no tienen ninguna prueba concluyente de ello- sigo creyendo que el punto es Calais. Una invasión por Calais es lo más lógico tanto militar como estratégicamente. Eso no puede pasarse por alto.

Hitler escuchó atentamente. Después miró a Vogel.

– ¿Qué opina del análisis del mariscal de campo, capitán Vogel?